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Domingo, 6 de octubre de 2013
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Una directora de teatro elige su película favorita: Elisa Carricajo y Historias de familia, de Noah Baumbach

Cómo hacerse adulto

Por Elisa Carricajo
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Historias de familia (The Squid and the Whale) no es exactamente mi película favorita, pero es sin duda una de las que más me tocaron el corazón en los últimos años. Basada en las experiencias reales del director Noah Baumbach, cuenta la historia de dos hermanos en Brooklyn en los ’80 y cómo cada uno de ellos lidia con la separación de sus padres. La película retrata muy agudamente esa disolución de la estructura familiar, ese período de transición de una forma de familia a otra.

Al igual que le sucede al protagonista de la película, mis padres se separaron cuando yo tenía 14 años. Acabábamos de mudarnos de la casa en las afueras de Mar del Plata, donde pasé toda mi infancia, al centro de la ciudad. Yo estaba feliz, cerca del colegio y mis amigos. Pero a los dos o tres meses de habernos mudado mi padre se volvió solo a la casa grande en las afueras. Cuando me enteré, fue un baldazo de agua fría. No era una noticia que hubiera siquiera imaginado. Durante unos meses tuve la sensación de estar viviendo la vida de otra persona. A mi hermana, que en ese momento tenía 18, y a mí nos dijeron la verdad: “Nos vamos a separar”. A mi hermano menor, que tenía 10, decidieron decirle que papá se iba a cuidar la otra casa. Era diciembre. Querían dejar pasar las fiestas. Bueno, esto es lo que yo recuerdo. Nadie en la familia recuerda mucho de esos momentos. Las versiones se encuentran, se chocan. Yo creo que tengo una buena memoria, pero a veces recordar se parece mucho a imaginar.

Los meses posteriores a la separación de mis padres la casa era un poco un “sálvese quien pueda”. Hay un episodio que conecto mucho con esa época. Mi hermano tenía unos pájaros, desde chico: Plumita y Carlitos. Los pájaros iban muriendo y los próximos que venían se iban llamando igual. Siempre había uno o dos en una jaulita y nos mudamos de la casa de la infancia a la del centro con un Plumita, el último integrante de la dinastía de las aves enjauladas. Lo que yo recuerdo es que en los meses posteriores a la separación ese pájaro se nos murió de hambre. En medio de ese hogar que se volvió durante unos meses caótico, con todos tristes y tratando de acomodarnos a la nueva y extraña situación, se oía cada tanto “Che, hay que comprarle alpiste al pájaro”. Plumita se iba quedando cada vez más quieto e inflado en la jaula. Un día se tumbó para un costado y ése fue el fin.

Los meses posteriores a la muerte de Plumita mi hermano empezó a hablar de él como si estuviera vivo. Por algún motivo la familia decidió no contrariarlo y se lo dejaba hacer comentarios sobre el pájaro como si todavía estuviera ahí. Al principio me reía, pero pasados unos meses me empecé a angustiar con la situación. Un día que estábamos de viaje discutí con él a los gritos y le terminé diciendo que el pájaro estaba muerto y que lo primero que tenía que hacer al volver a casa era ir a ver esa jaula vacía. Nunca más hablamos del tema.

Pero soy la única que recuerda los acontecimientos de esta forma. El resto de la familia no se acuerda de nada y mi hermano tiene, en cambio, una serie de argumentos por los cuales resultaría imposible que el pájaro hubiera muerto de hambre (y son argumentos perfectamente válidos). Fue hace poco que volvimos a hablar de esto, empezamos riéndonos y terminamos discutiendo. Mi hermano, hoy abogado, me dijo en un momento: “Ya está, basta, eso prescribió”. “¡Boludo, las emociones no prescriben!”, le respondí llorando. Y me di cuenta de que éramos dos grandotes a los que 20 años no les habían ayudado en nada a limpiar ese dolor.

Historias de familia, mientras retrata la disolución de una familia, se pregunta todo el tiempo qué es una familia. Pero los padres dejan de tener respuestas a esa pregunta. Y los hijos se vuelven caricaturescamente adultos: el más chiquito se emborracha con sólo once años y el más grande habla como un gran entendido de libros que nunca leyó. Cada uno opta por uno de los padres, lo victimizan y convierten al otro en un ogro. Cuando una familia se disuelve parece que hay que darle forma rápidamente a lo que se acaba de deformar, que hay que encontrar buenos y malos. Lo cierto es que tomar conciencia de la fragilidad de los padres necesariamente hace crecer a los hijos. Y una separación pone frágil a cualquiera.

En la última escena de la película, Frank –el protagonista de 14 años– está con su psicólogo y él le pide un recuerdo bueno. Frank primero se niega y después recuerda un paseo al Museo de Ciencias Naturales con su madre, cuando tenía seis años. Habla de una escultura gigante, de una morsa peleándose con una ballena, que siempre lo aterraba cuando iban al museo y que habían visto ese día. Cuenta que cuando llegaron a su casa esa tarde repasaron con su mamá todo lo que habían hecho y ella le habló de la morsa y la ballena. Contado por su madre, lo que le daba miedo parecía algo menos terrible, hasta divertido. Entonces corre hasta el museo, y la película termina con él solo mirando esa escultura.

Frank, después de copiar gestos vacíos de la adultez durante todo el film, parece haberse hecho adulto. Puede mirar solo esa escultura. Se puede contar él lo que necesitaba que le contara su madre y es desde ese lugar que empieza a entenderla, que deja de estar enojado con ella. Esta película me ayudó a ver en la distancia que hacerse adulto tal vez no sea más que eso: saber que todos los otros, y sobre todo los padres, son igual de endebles que nosotros mismos. Que hay muchas verdades en las historias familiares y que crecer tiene que ver con encontrar la propia. Que sólo tendré, desde ahora y para siempre, mi propia versión de la muerte del pajarito.

The Squid and the Whale (Historias de familia en Argentina) es una comedia dramática de 2005, dirigida y escrita por Noah Baumbach. Cuenta la historia semibiográfica de dos chicos de Brooklyn que tienen que hacer frente al divorcio de sus padres, dos intelectuales en los años ’80: el escritor y profesor universitario Bernard (Jeff Daniels) y la prometedora escritora Joan (Laura Linney). Cuando Baumbach escribió el guión no tenía en mente dirigir él la película, sino que lo hiciera Wes Anderson, el productor, como había sucedido también con La vida acuática, guión de Baumbach y dirección de Anderson. Pero este último consideró que el proyecto era demasiado personal para Noah y lo convenció de hacerla. Baumbach fue nominado al Oscar por Mejor guión original. La película, en igual medida cómica y triste, recibió buenas críticas y le permitió al director filmar después otras dos del mismo estilo dolorosamente ácido: Margot y la boda y Greenberg.

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