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Domingo, 13 de octubre de 2013
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Un escritor elige su escena de película favorita: Marina Mariasch y La guerra del fuego, de Jean-Jacques Annaud

La llama encendida

Por Marina Mariasch
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En una de las primeras escenas de La guerra del fuego, un hombre primitivo mata a otro a garrotazos. Después se para sobre una roca y un poco confundido por lo que hizo grita.

Era 1982 y era la guerra. Yo tenía nueve años. En toda la película no dicen una palabra y lo que pensé al verla era que se trataba de algo que tenía que ver con eso, con la guerra, con las luchas de poder y también con el amor. Todo mezclado.

No es que haya corrido al living atraída por los sonidos guturales. Ellos, mis padres, querían que estuviera ahí, sentada, mirando atenta. En la tele, puesta sobre un mueble creando un precario cineclub, dos grupos prehumanos peleaban desnudos, con rocas y ramas, por eso nuevo que tenían y que les daba poder y calor, que brillaba en el medio: el fuego.

Nosotros también estábamos en guerra, y a la vez se sentía el principio tímido de algunas libertades, porque ya se adivinaba algún final. Por un viaje de negocios que había hecho mi abuelo, teníamos una de las primeras videocaseteras y en casa se usaba para organizar ciclos. No se pasaba nada que no sirviera para aprender la historia, la estética o la filosofía, nada de perder el tiempo. Estaba prohibido no pensar en nada, pensar cosas vanas o sufrir por amor.

En la película había algunas tribus más evolucionadas que otras. Los hombres de las cavernas cubiertos de pelo y pieles se mataban entre ellos para quedarse con el fuego. Después, una mujer del clan más avanzado le enseñaba a un hombre de la otra tribu a sentir y mostrar afecto.

La película no es exacta en datos históricos y con el tiempo supe que no mostraba las cosas tal como habían sido. Pero no importaba. Igual formaba parte de lo que ellos entendían como una educación sentimental y materialista. Algunas modas las habían dejado pasar de largo, como los testigos de Jehová o esas personas que parecen detenidas en el tiempo y que nunca bailaron un rocanrol. Ellos no habían bailado música disco, porque les parecía frívola, música para no pensar. Cierta militancia era así.

En la pantalla había salvajes, peludos. Pisaban el fuego sin querer y se quemaban. Alrededor mío también los hombres tenían pelo en la cara. Pero eran distintos. Con cálculo, llevaban llamitas a sus pipas, tenían todo pensado. Habían heredado el fuego, ahora había que resolver otros problemas. Que en la película no hubiera palabras me generaba desilusión y alivio a la vez. Estaba acostumbrada a entrar en trance cuando los adultos hablaban en una lengua que de pronto se volvía difícil y extraña, un ruido sordo de fondo que era como una matemática o el sonido del mar, y me quedaba dormida en el sillón.

La vida entre los grandes me obligaba a pensar. La guerra del fuego me hizo pensar por primera vez en qué era lo importante, si durar o arder. Los primeros hombres encontraron el fuego en la naturaleza, en alguna rama afectada por un rayo en la tormenta. Después convirtieron esos accidentes en métodos para fabricarlo y así obtener luz y calor, pasar de comer la carne cruda a cocida. Una vez encendido, había que mantener el fuego vivo. El barbudo prehistórico que aprendió el afecto conoce una tribu que cocina sus alimentos, vive en un mismo lugar, se comunican entre ellos, tienen una especie de religión. Ellos estaban organizados, pero no como nosotros. Nosotros vivíamos en familia. Algo, una fuerza externa, un enemigo que se encontraba afuera, parecía mantenerla unida. No había lugar para el drama del amor. Había una guerra. Pero a todas las guerras el amor las atraviesa con sus flechas. En la vida está todo mezclado. El arte de la guerra se basa en someter al enemigo sin luchar. El protagonista de la película es capturado y es obligado a embarazar a las mujeres del clan. La evolución de los seres humanos tiene sus misterios. El fuego y el amor se parecían en algo: son de los pocos bienes que cuanto más se desparraman más se tienen. La guerra también.

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