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Domingo, 10 de noviembre de 2013
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Un escritor elige su escena de película favorita: Natalia Moret y El resplandor, de Stanley Kubrick

LAS TECLAS DE LA LOCURA

Por Natalia Moret
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Habré visto El resplandor de Stanley Kubrick por primera vez en 1990, a mis doce años. En esa época era extraño que mirase una película que no fuera de terror. Así fui armando mi canon. El bebé de Rosemary, Halloween, Carrie, Poltergeist, Christine, La noche de los muertos vivos, El exorcista, Cementerio de animales, El resplandor. Ayudaron a mi adicción dos madres. La mía (adicta ella misma al terror y sin muchas preocupaciones sobre los efectos que podía tener en mi cabeza infantil la exposición a tripas fuera de lugar, hachazos, cuchillazos, seres que vuelven de la muerte, chicas satánicas y jóvenes asesinados en sus pesadillas), y la de una amiga, que era dueña del videoclub del que mi amiga y yo nos llevábamos los VHS que mirábamos siempre de noche, solas, mientras todos dormían. Mi escena preferida es la que da inicio al clímax de la película: la locura de Jack Torrance. Es la escena más aterradora que vi.

Jack Torrance es Jack Nicholson. Para ese entonces ya existían Chinatown y Atrapado sin salida, pero yo no las había visto, así que descubrí a Nicholson en el Over look Hotel: Jack atraviesa la puerta con un hacha, Jack arroja obsesivamente una pelotita contra la pared del gran Salón Colorado, Jack congelado en el laberinto de setos, Jack mira la nieve caer, afuera, pero también adentro, en su cabecita desierta, furiosa y desesperada. Jack Torrance: escritor frustrado, asesino en potencia. Cuidador del desolado hotel en pleno invierno, con todos los números comprados para terminar repitiendo los crímenes de su antecesor, que antes de suicidarse fraccionó en pedacitos, con el hacha que hoy usa Jack, a su mujer y sus pequeñas hijas gemelas. Los que vieron la película recordarán mi escena favorita: Wendy ignora la prohibición de su marido Jack y entra al Salón Colorado armada con un bate de béisbol. Temerosa, se acerca al escritorio en el que Jack trabaja obsesivamente hace tres meses: está escribiendo su futura primera novela que, según él, “viene muy bien”. La subjetiva desde la máquina de escribir nos muestra la expresión de Wendy, cada vez más horrorizada a medida que lee lo escrito. Leemos con ella. “All work and no play makes Jack a dull boy”. (La traducción literal sería: “Todo trabajo y nada de juego hace de Jack un chico tonto”. Pero en Argentina fue traducido como: “No por mucho madrugar amanece más temprano”.) Salvo alguno que otro error de tipeo, la misma oración sin sentido se repite en toda la página. Wendy se acerca al manuscrito completo, que descansa en una caja junto a la máquina de escribir. Es un manuscrito gordo. El manuscrito de una gran obra. Trescientas, acaso más de quinientas hojas llenas de letras. Wendy pasa la primera, la segunda, la número cien, y en todas se lee lo mismo. La misma oración acomodada en formas distintas, con una disposición espacial diferente, con otros cortes de verso, otro espaciado, pero repetida al infinito. Entonces Jack se le acerca sigiloso por detrás, sorprendiendo a su queridita in fraganti, y pregunta en su tono más cínico: “¿Y? ¿Qué te parece?”.

La escena sigue afectándome como la primera vez. Siento el terror que siente Wendy al descubrir las páginas y confirmar la locura del que hasta ayer dormía en su misma cama. Se me eriza la piel con la voz de Jack Nicholson, hipócrita y dulce, tremenda, en especial cuando le dice a Wendy que no tenga miedo porque no va a hacerle daño, tan sólo va a reventarle los sesos. También fue por esos años que yo misma, que ya escribía, empecé a decir “voy a ser escritora”. Jack Torrance era el primer escritor que conocía tan de cerca. ¿Qué debía esperar? Yo había visto películas de terror. Había visto monstruos, zombis, demonios, muñecos homicidas. Pero nunca locura. Nunca la simple y llana locura que venía nadie sabía de dónde, aparecía en cualquier momento y lugar, y no necesitaba efectos especiales para arruinarte la vida. La locura que podía aparecer incluso en las personas que uno tenía más cerca, como los padres. Que podía aparecer especialmente –eso era lo espantoso– en las personas que uno tenía más cerca. Volví a ver El resplandor muchas veces, por lo menos diez, y aunque el miedo a la locura siempre estaba ahí en cada proyección yo iba dejando de ver la historia desde los ojos del pequeño Danny, o de Wendy, para verla cada vez más con los de Jack Torrance. La locura también podía ser propia. Adulta, descubrí que el verdadero cuento de terror era ése.

PD. En un artículo sobre el rodaje de la película que leí hace un tiempo supe que Kubrick tipeó con sus propias manos todas y cada una de las páginas del libro de Torrance, y que lo hizo siempre con la misma máquina de escribir, registrando el sonido. Ningún integrante de su equipo de filmación entendió por qué perdía tiempo en eso, pero Kubrick estaba seguro de que las teclas, al ser usadas tan intensamente, iban gastándose y generando un sonido diferente. No era lo mismo la primera J que la J tipeada por vez número cinco mil. Por eso debía tipearlas todas. Porque sólo en apariencia decían lo mismo.


Natalia Moret es socióloga, escritora y guionista. Publicó cuentos en antologías de Argentina y América latina y finalmente, en 2012, dio a conocer su primera novela, Un publicista en apuros,donde fiel al título y a un estilo cáustico, retrata el mundo de los publicitarios que buscan una vida alternativa que les complemente su universo laboral diurno.

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