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Domingo, 12 de enero de 2014
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Un artista elige su obra favorita: Luis Terán y El circo de Calder, de Alexander Calder

UN MUNDO DE ILUSIÓN

Por Luis Terán
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Mi primer referente cuando era estudiante de Bellas Artes y a quien vuelvo en momentos en que quiero sentirme como en casa, es Alexander Calder. De su vastísima obra me quedo con la primera: el circo.

Creo que en este momento de Calder está la esencia de su obra. Luego encontraremos ese gesto lúdico en la maravilla de sus móviles, en la monumentalidad de sus stabiles, en las escenografías de danza contemporánea y, por qué no, en el diseño exterior e interior y hasta en la vajilla de los aviones de la desaparecida compañía Braniff International Airways.

Calder era un tipo alegre, con gran sentido del humor, las manos le quemaban cuando las tenía quietas..., sentía necesidad por hacer, por reinventar lo inventado y darle a todo un aire de frescura y felicidad. “Debes saber cómo sacar el mejor partido del ocio; es un ambiente estimulante para la invención”, decía.

Mi primer acercamiento a El circo de Calder fue a través de un libro que mi hermana me regaló cuando cumplí 21 años. En él hay un excelente registro fotográfico del circo y de cada uno de sus personajes. En una de las fotos se ve a Calder con gesto de fiera, sosteniendo un león de alambre y tela en sus manos. Por los textos que acompañan al libro y por esa foto en particular fui construyendo en mi mente esas funciones de circo. ¿Cómo era el mecanismo que hacía que el hombre forzudo hecho con dos grosores de alambre diferente, un pedacito de cuero símil tigre a manera de taparrabo y un poco de vello en forma de bigote levantara una pesa fabricada con un par de borlas de aluminio doradas? Esa manguera que es trompa y cola del elefante... ¿haría algún sonido al ser soplada? ¿Era eso una catapulta? Mucho tiempo después pude ver sus funciones de circo filmadas y se aclararon y confirmaron algunas de las delicias que había imaginado.

El circo de Calder no era nada más y nada menos que un circo real en miniatura, donde las manos y voz de Calder eran el principal performer. El alambre era la línea rectora de la estructura del circo y sus personajes (pedacitos de tela, corchos de botella tallados, fundas de cables, tacos de madera, hilos de distintos grosores y mangueras de goma) terminaban de conformar ese collage viviente en tres dimensiones.

La función de circo animada musicalmente por un tocadiscos –que en sus comienzos tocó su amigo Noguchi y luego su mujer– era una función real. Había diversión y riesgo: los trapecistas debían partir de sus puestos a ritmo para poder encontrarse en el aire y volver juntos a una de las bases; la red del hombre bala tenía que estar a la distancia exacta para que el impulso no lo destruyera contra el cemento y la pobre bailarina exótica siempre sufría un accidente en el último tiro del lanzador de cuchillos. Por suerte estaban los payasos camilleros que la asistían con la rapidez que la urgencia merecía y después, como por arte de magia, la bailarina volvía a escena sana y salva, saliendo de una caja con puertas de tela, como si nada hubiera ocurrido.

Divertido es una palabra seria. El circo de Calder era divertido porque Calder lo había hecho seriamente, respetando todas las formalidades del circo. Tan así era que las figuras parecían venir de una familia de cirqueros de años. Eran piezas perfectas en su morfología, pero achacadas por su profesión y por el patetismo y melancolía que envuelve al circo.

Lo que me parece maravilloso de esta obra es cómo el personaje ubicuo de Calder desaparece físicamente de la escena, quedando sólo su acción en los movimientos de cada uno de los actores. Se produce lo que pasa con casi todas las obras de arte, donde lo primero que uno ve no es al artista sino su obra. Calder está ahí haciendo “eso”, pero lo que se destaca no es él sino “eso”.

Con esta obra Calder comenzó sus días como artista a los 32 años y con ella se despidió de su público y del mundo. Hay algo cautivante en esa actitud. Calder, después de haberse graduado como ingeniero y de haber hecho la Escuela de Bellas Artes, hizo lo que más felicidad le daba en la vida: ser dueño de un circo. Luego vino la revolución: le dijo al mundo que la escultura podía ser una estructura suspendida en el aire, una nube de hierro, chapa u hojalata, que tiembla, late y se mueve impulsada por la corriente de aire de una ventana o el susurro de un soplido humano. Ya en su vejez, y después de haber hecho miles de obras, volvió a su primer amor, y dio algunas funciones antes de fallecer en 1977.

Desearía tener una vida similar a la de este tipo que volvió en sus días finales al punto de partida, como si se tratara de una rayuela, para tirar la piedra una vez más y ver desde la tierra cuántos saltos lo aproximan a uno al cielo.

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