Pocos panoramas más anticlimáticos que las fachadas de discotecas durante el día. Desprovistas del resguardo nocturno o, para el caso, de las luces de neón, el sol desnuda facetas inesperadas, a menudo decadentistas y díscolas de los boliches. Con esa certeza entre ceja y ceja, el fotógrafo y director de arte parisino François Prost se dispuso a retratar ejemplares suburbanos en las afueras de Francia y Bélgica y, con más de una prueba bajo el brazo, armó una serie. Al resultado lo tituló Clubes y lo describió con la siguiente sentencia: “Sin la distracción de las multitudes y el destello de las luces de disco y los ojos borrosos, se ven tristes y empobrecidos. Se hace aparente cuán extraños y, en cierta forma, distópicos son algunos de los diseños”. Además, ofreció la nota personal: “Me recuerdan a mis años de juventud”, aseguró el nostálgico treintañero, que suspira entre joyas posmodernas donde artificiales palmeras amarillas, esfinges mal reproducidas y faraones son ley. Y así no hay justicia que valga.
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