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Domingo, 28 de marzo de 2004
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Adopción

Por Leonardo Moledo
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Cuando el médico les confirmó que ella era estéril, los acosó la desesperación; al fin, antes que no tener descendencia, decidieron adoptar. Pero pensaron que era inútil que el género humano se reprodujera como una pesadilla, aun por la vía ficticia de la adopción. Del mundo vegetal o animal, ni hablar. Ella sufría ante la sola vista de las plantas, y tenían perfecta conciencia de que todos los animales, sin importar el hábitat ni la especie, eran carnívoros disfrazados y al acecho.
Los objetos, sí. Los objetos siempre habían sido amables con ellos, cariñosos, aun protectores. El gran reloj de la abuela había funcionado durante años sin atrasar un minuto. El cuchillo de la cocina no se había desafilado nunca. El vidrio de la celosía había mantenido una transparencia tan absoluta que el mundo parecía más límpido. Durante mucho tiempo pensaron y divagaron sobre qué objeto adoptar, robándole horas al sueño y al amor. Basándose en consideraciones que quedarán encerradas para siempre en esas conversaciones nocturnas, placenteras e íntimas, se decidieron por una silla.
La encargaron a un carpintero vecino, sin atreverse a confiarle para qué la querían, y vigilaron su fabricación con tanto interés que el carpintero emigró más tarde a tierras lejanas, creyendo que había resurgido la edad de oro de la artesanía.
Cuando la llevaron a casa la silla medía apenas ocho centímetros, y era perfecta en todos sus detalles. La cuidaron y la arroparon afectuosamente, atentos a sus más mínimas necesidades. A menudo se despertaban de un sueño placentero creyendo oír sus pequeños llantos nocturnos. Jugaban con ella, y la sacaron a pasear apenas consideraron que la temperatura del aire no podía producirle ninguna enfermedad; la rociaron con líquidos que la protegían de los insectos comedores de madera, y le tejieron primorosas fundas de lana para cuando viniera el frío.
La sillita creció sana y fuerte. Cuando sonó la hora de su educación, contrataron maestros especiales para que le enseñaran las primeras letras, y más tarde grandes profesores que le enseñaron latín, declamación y teatro. A medida que la silla progresaba y ellos envejecían, se miraban a los ojos satisfechos: habían logrado construir una felicidad completa.
Pero un día la madre enfermó y debió permanecer largo tiempo en cama. Cuando reclamaron la ayuda de la silla, convertida ya en una esbelta adolescente que ocupaba una enorme porción del living, y que había curvado sus patas y respaldo en inflexiones barrocas, ésta sólo demostró indiferencia. La madre se contentó entonces con ponerla cerca de su cama, y entablaba con ella largos diálogos. La silla, altanera como toda adolescente que se cree dueña del mundo, ni siquiera respondía.
Y un día la madre sintió que iba a morir y formuló su último deseo: morir sobre su hija. El esposo la alzó penosamente del lecho y la ayudó a sentarse por primera vez en la silla que habían criado con tanto esmero. Pero la silla, ingrata como todos los hijos, apenas sintió el peso de su madre adoptiva se derrumbó con estrépito. Desde el suelo, la madre pudo ver la madera podrida y la fibra triturada: entre los restos de su hija, reptaba el gusano que la había carcomido durante todos esos años.

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