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Domingo, 11 de abril de 2004
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El día que vino el Papa

Por Leonardo Moledo
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Los móviles policiales eran los únicos que rompían la soledad uniforme de la autopista. La gente se vigilaba entre sí. ¿Quién de ellos iba a atentar contra el Papa? Porque en cada lugar donde el Papa iba, en cada sitio que pisaba, alguien trataba de matarlo. Había pasado en Manila, cuando una mujer le arrojó un montón de trapos encendidos, y había pasado en Amsterdam, cuando un niño se colgó de sus faldones y apenas los guardias de seguridad lograron arrancarlo, explotó como una granada, matando a cinco personas de la comitiva policial. Y en Bangkok, una lanza envenenada había caído de lo alto, sin que se encontrara al culpable, y en San Francisco dos disparos de arma automática habían rozado el vehículo en que se desplazaba y se habían incrustado en un crucifijo de madera muy dura que llevaban sus portaestandartes, asustando mortalmente al Gran Obispo Adjutor, que desde entonces no había recuperado el habla. Y algo similar había ocurrido en la India, cuando lo atacó un loco, y en México, donde le sirvieron empanadas rellenas de afilados clavos, y en Uganda, donde le hicieron respirar miasmas mortales. El Papa viajaba enfrentando a las fuerzas del Demonio, que lo acechaban en todas partes, sin excluir el fondo mismo de su palacio de San Pedro, en las perlas envenenadas que se disolvían en su vino, y que condenaban al Gran Sommelier a una vida taciturna y de sobresaltos permanentes.¿Y aquí, quién sería?
El ondear de las banderas amarillas y blancas con las insignias del Vaticano, donde estaban grabados a fuego los emblemas milenarios de la Iglesia Romana, pretendían crear un océano de tranquilidad y salvaguardia moral. Pero era en vano. Un grupo de borrachos empezó a alborotar, y la policía se los llevó: nunca se volvería a saber de ellos. Algunos chicos se cansaban de la espera y preguntaban: “¿Cuándo viene el señor ése? ¿Cuándo viene?”. Los padres no sabían qué responder, porque la aparición del Papa participaba de la condición del milagro. Debía ser súbita, imprevista. Era imprescindible que apareciera de repente.
Y así fue. Hubo de pronto una algarabía, un espasmo de la multitud, un ondear rítmico y monocorde de las banderas, un agitarse de esas aguas humanas e impredecibles. Llegaban los obispos, caminando lentamente sobre el asfalto recalentado y casi líquido, bajo ese sol que más que caer parecía desmayarse sobre la gente. Avanzaban con pesadumbre, en tres filas solemnes e impecables, como si estuvieran ascendiendo uno a uno los peldaños de la salvación. Vestían caperuzas azules y sobrepellices rojas con cruces de fuego, y enfundados en ricos tahalíes de acero toledano, afilados alfanjes con guarda de perlas; y en las manos extendidas llevaban delicados orinales de porcelana inglesa con incrustaciones de nácar, que mitigarían los ardores del cuerpo en las noches sombrías del colegio episcopal. Hubo un aullido y risas tiernas cuando desfilaron los pajes, con pasitos graciosos y cortos, primorosamente ataviados con delantales de pañolenci y minúsculos gorritos donde lucían plumas de pavo real. Hubo un leve ondular, imperceptible, infinitesimal, inverosímil, cuando a ambos costados de la ruta se desplegaron los alabarderos de Su Santidad, con sus capas ultramarinas y sus prendedores de madreperla, llevando en las solapas las insignias de su rango, y en ristre las altas lanzas donde colgaban, como pellejos secos y muy usados, los cánones de la más alta jerarquía vaticana.
Hubo un retroceso, un inmenso vacío, que ninguna música llenaba, y, precedido por cuatrocientas mulas, que representaban la inocencia y la obstinación, irrumpió, solo, erguido hasta el ápice de su espigada figura, el Gran Inquisidor, envuelto en un hábito negro que apenas dejaba ver los detalles de su cuerpo temible. Llevaba en el pecho la Cruz de Calatrava, en la cabeza la corona de espinas, y ceñía su cintura el cilicio de los mártires. En su mirada ardía el fuego de todos los infiernos y las llamas purificadoras donde alguna vez se quemaron los herejes. Su boca recta y rígida exhalaba el aroma de la comida cerúlea y el gusto dulzón delveneno. De sus oídos partían miles de cables telefónicos para escuchar las conversaciones de los enamorados y los llantos de despedida y las súplicas de la gente abandonada o muerta. Alto y erecto avanzaba: a su paso, se apagaban lentamente los sonidos, y todo pensamiento se contaminaba con la gravedad del delito.
Y entonces tronó una música sacra, tremenda y tranquila, y terriblemente serena, una música maravillosa que parecía envolver a los presentes en los más sutiles hedores del Paraíso, y se hizo un vacío más profundo que el que reina en las profundidades de la memoria y las mentes quedaron en blanco, los pensamientos se vaciaron de todo contenido y hasta el lenguaje trastabilló y retrocedió hasta volverse confuso como una lengua infantil.
Llegaba el Papa. Era un hombrecito bondadoso y siniestro, que sonreía y bendecía, moviendo sus manitas que repartían y aseguraban la salvación. A su paso, la gente se arrodillaba y prometía ser buena. Estaba metido en un vehículo blindado, que avanzaba muy despacio, y rodeado por un vidrio transparente que borroneaba su figura blanca y de actitud angélica. Pero no era el blindaje el que lo protegía, no era esa envoltura transparente la que aseguraba su inmunidad. Lo protegía Dios, eso era evidente, una mano muy poderosa le abría el camino. Adentro de la jaula de vidrio, el Papa parecía chiquitito, un monito embalsamado, y sus manitas se agitaban con bondad. Era como si Dios mismo estuviera encerrado en un frasco de vidrio. Sus gestos pegaban más con los de un niño que va a tomar su primera comunión, que con una presencia seráfica. Hipnotizada, la multitud lanzó un alarido, la invadió una hemorragia de miedo, un espasmo de horror y de gratitud, un ansia enfermiza por la bienaventuranza. De una de las filas de atrás, se llevaron a un hombre sospechoso y lo encerraron en el baúl de un auto. El vehículo avanzaba muy despacio, lentísimo, como suelen hacer los mecanismos del cielo. Los soldados de la Guardia Suiza, que escoltaban al Papa en sus uniformes perfectos, mezclados con los policías azules y los escoltas ricamente ataviados formaban como una sola gema, entera, única y multifacética, que atrapaba el sol y devolvía sus reflejos, casi como un insulto, a la gente que cantaba al borde del trance. Y por encima de los cánticos batían las alas de los ángeles, y decididas palmas se agitaban con unción, construyendo pacientemente, ladrillo a ladrillo, un himno que se elevaba directamente hacia el Altísimo.

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