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Domingo, 18 de julio de 2004
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Noches de Butirki

POR MARTIN AMIS

Tengo que confesar no una mentira sino un pecado, un pecado crónico.
Butirki era la mejor cárcel de Moscú. (Una afirmación curiosa, podría pensarse; pero ésta es una confesión en la que creo que tengo que entrar marcha atrás.) O, por decirlo de otro modo, había en Moscú peores cárceles que Butirki (llamada también Butirka). Butirki era la mayor de las tres grandes cárceles de presos políticos y era menos temida que las otras dos, la Lubianka y (sobre todo) Lefortovo. Más temida que Lefertovo era Sujanovka, llamada “la dacha” (por causalidad estaba cerca de la finca de Lenin en Gorki). Solzhenitsyn sólo da cuenta de un superviviente cuerdo de Sujanovka, un lugar, al parecer, de silencio obligatorio e incesantes torturas. Butirki, construida por los zares para encerrar a los rebeldes de Pugachev, era más limpia y estaba mejor dirigida que Taganka y otras cárceles donde los políticos cohabitaban con los comunes y los urka. Solzhenitsyn pasó interesantes temporadas en Butirki. El nivel cultural de los presos era asombrosamente elevado, había académicos y científicos (y novelistas) paseando en las celdas. Era como la sharashka (un laboratorio protegido por alambradas en el gulag) descripta en El primer círculo; cualquier físico se habría sentido orgulloso de trabajar allí.
Quiso la suerte que cierta noche me encontrara solo en casa con mi hija de seis meses. (Otra afirmación curiosa, quizás, a estas alturas, pero me cuesta entrar en materia.) Sin el menor aviso, le entró un ataque de llanto que comenzó en el límite exterior de la desesperación primordial y siguió subiendo de manera uniforme. Lejos de tranquilizarla, mis besos y murmullos producían el mismo efecto que pinzas al rojo vivo, aplicadas con habilidad. Al cabo de una hora me relevó la niñera, a la que había llamado. El llanto cesó inmediatamente. Me fui al jardín y también yo me eché a llorar. Los gritos de mi hija me habían hecho recordar la angustia, clínicamente inexplicable, de mi hijo menor, que con un año de edad tenía un asma atípica. Me había hecho recordar el perfecto equilibrio de náusea y dolor de un padre sumido en una aflicción indecible.
–Los sonidos que emitía –le dije muy serio a mi mujer, cuando volvió– no habrían desentonado en las mazmorras más lóbregas de la cárcel Butirki de Moscú durante el Gran Terror. Por eso me desesperé y llamé a Caterina.
Si hubiera tenido entonces mejor información, habría dicho Sujanovka y no Butirki, y allí se habría acabado la historia. Pero me temo que Butirki ha acabado por ser un sobrenombre de mi hija, al igual que sus diminutivos en inglés, Butirklet, Butirkster, Butirkstress, etcétera. La familia se ha acostumbrado al cognomen; la hermana de Butirki, que tiene cuatro años, lo utiliza con un excelente acento ruso que no sé de dónde habrá salido (últimamente, incluso Butirki sabe decir “Butirki”); y qué suspiro se oyó en casa una mañana cuando llamé la atención sobre el capítulo que Eugenia Ginzburg titula “Noches de Butirki”...
Esto no está bien, ¿verdad? Mi hija menor tiene ya más de dos años, sus llantos ya no son aterradores y yo la sigo llamando Butirki. Porque el nombre está trenzado con sentimientos hacia ella. Casi siempre, cuando lo empleo, me imagino a un skinhead de ojos de pez en una colmena de viviendas de Alemania (estoy seguro de que tal persona existe) con una hija llamada Treblinka. Treblinka fue uno de los cinco campos dedicados exclusivamente al exterminio y sin ninguna otra función (a diferencia de Auschwitz). Yo no soy tan malo como el skinhead de ojos de pez. Pero Butirki fue un lugar de aflicción indecible. En 1937 contenía 30 mil presos hacinados entre sus muros. Y no está bien. Porque mi hija se llama realmente Clío, y Clío es la musa de la historia.

Este fragmento pertenece a Koba el Temible (La risa y los
veinte millones), el polémico libro de Martin Amis sobre Stalin que Anagrama distribuye en nuestro país por estos días.

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