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Domingo, 28 de abril de 2002
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Vidas para leerlas

Por Paul Auster
De las cuatro mil historias que he leído para el programa de radio que dio origen al libro Creía que mi padre era Dios, la mayoría han sido lo suficientemente atractivas como para atraparme de principio a fin. La mayor parte de ellas han sido escritas con una convicción firme y sencilla y honran a las personas que las han enviado. Todos nosotros sentimos que tenemos una vida interior. Todos sentimos que formamos parte del mundo y que, sin embargo, vivimos exiliados en él. Todos ardemos en las llamas de nuestra propia existencia. Necesitamos palabras para expresar lo que hay dentro de nosotros, y los colaboradores me han dado una y otra vez las gracias por haberles brindado la oportunidad de contar sus historias, por “permitir que se escuche a la gente”. Y lo que han llegado a escribir es, en casi todos los casos, sorprendente. Más que nunca, he percibido cuán profunda y apasionadamente vivimos en nuestro interior la mayoría de las personas. Nuestros apegos son feroces. Nuestros amores nos desbordan, nos definen, desdibujan los límites entre nosotros y los demás. Aproximadamente un tercio de los relatos que he leído hablan de la familia: padres e hijos, hijos y padres, maridos y mujeres, hermanos y hermanas, abuelos. Para la mayoría de nosotros, ésas son las personas que llenan nuestro mundo, e historia tras historia, ya sean trágicas, ya sean cómicas, me ha impresionado la claridad y la convicción con que se expresan esas conexiones.
Algunos estudiantes de enseñanza secundaria me enviaron historias sobre sus mejores jugadas de béisbol o sobre las medallas que ganaron en competiciones deportivas, pero era raro el adulto que aprovechase la oportunidad para alardear sobre sus logros. Meteduras de pata divertidas, desgraciadas coincidencias, situaciones en las que han visto la muerte de cerca, encuentros milagrosos, ironías inverosímiles, premoniciones, penas, dolor, sueños, ésos fueron los temas elegidos por los participantes. Aprendí que no soy el único en creer que cuanto más sabemos del mundo, más desconcertante y difícil de aprender nos resulta. Como escribiese uno de los primeros participantes, tan elocuentemente: “Al final, me encuentro sin una definición adecuada de la realidad”. Si no tenemos una certeza absoluta ante nada y si todavía poseemos una mente lo suficientemente abierta como para cuestionar lo que estamos viendo, tendemos a mirar el mundo con mayor atención y, de esa observación, surge la posibilidad de ver algo que nadie había visto nunca. Debemos estar dispuestos a admitir que no se conocen todas las respuestas. Si creyésemos que sí, nunca tendríamos nada importante que decir.
Tramas increíbles, desenlaces insólitos, hechos que se niegan a obedecer las leyes del sentido. Con mucha más frecuencia de lo que se piensa, nuestras vidas se asemejan a las novelas del siglo XVIII. Justamente hoy he recibido otro montón de correo electrónico que la radio me hace llegar, y entre los nuevos relatos se encontraba la siguiente historia, escrita por una mujer que vive en San Diego, California. La cito a continuación, no porque sea distinta sino, simplemente, porque es el ejemplo más reciente que tengo a mano:
“Fui adoptada en un orfanato a la edad de ocho meses. Menos de un año después, mi padre adoptivo murió repentinamente. Fui criada por mi madre adoptiva junto con otros tres hermanos mayores, también adoptados. Cuando se es hijo adoptivo, se tiene una curiosidad natural por conocer a tu familia biológica. Una vez casada y con casi treinta años, decidí comenzar mi búsqueda. Había crecido en Iowa y, sin cejar en mi empeño, después de dos años localicé a mi madre natural en Des Moines. Nos citamos y fuimos a cenar juntas. Le pregunté quién era mi padre y ella me dio su nombre. Le pregunté dónde vivía y ella contestó: ‘En San Diego’, que era donde yo había estado residiendo durante los últimos cinco años. Me había mudado a San Diego sin conocer allí a un alma. Lo único que sabía era que quería vivir allí. Al final resultó que yo trabajaba justo al lado del edificio donde lo hacía mi padre. Comíamos con frecuencia en el mismo restaurante. Nunca le hablamos a su mujer de mi existencia, puesto que, en realidad, yo no quería ocasionarle ningún trastorno en su vida. Aunque a él siempre le había gustado ir de flor en flor y siempre tenía alguna amiguita al lado. Su última novia y él llevaban juntos más de quince años, y ella se convirtió en mi fuente de información. Hace cinco años mi madre natural se estaba muriendo de cáncer en Iowa. A la vez, me llamó la amante de mi padre para comunicarme que él acababa de morir debido a complicaciones cardíacas. Llamé a mi madre al hospital de Iowa y le comuniqué el fallecimiento de mi padre. Ella murió esa misma noche. Me contaron que los funerales tuvieron lugar el siguiente sábado exactamente a la misma hora: el de él, a las 11 de la mañana en California, y el de ella, a la 1 de la tarde en Iowa”.
Si tuviese que definir estos relatos, los llamaría crónicas desde el frente de la experiencia personal. Tratan sobre los mundos privados de los norteamericanos y, sin embargo, una y otra vez se detectan en ellos las inexorables huellas de la historia, las intrincadas formas con las que cada sociedad acaba moldeando los destinos de los individuos.
Una tras otra, estas historias dejan una impresión indeleble en la memoria. Incluso, después de haberlas leído todas, continúan grabadas de tal forma en nuestras mentes que uno las recuerda igual que ocurre con una parábola mordaz o un buen chiste. Las imágenes son claras, densas y un tanto ingrávidas. Y todas son lo suficientemente pequeñas como para caber en un bolsillo. Como las fotos de la familia que solemos llevar encima.

Este fragmento pertenece al prólogo de Creía que mi padre era Dios, el libro en el que Paul Auster recopiló los mejores relatos verídicos de la vida norteamericana que los oyentes le enviaron a su programa de radio y que Anagrama distribuye por estos días en coincidencia con la visita del autor de Mr. Vértigo a la Feria del Libro.

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