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Domingo, 2 de junio de 2002
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Stephen Jay Gould y Los Simpsons

Por Leonardo Moledo
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En un capítulo de la eterna “Los Simpsons”, esa masa amorfa que constituye el coro estable de los vecinos de Springfield encuentran el fósil de un ángel y lo erigen en una especie de fetiche, naturalmente ante el escepticismo racionalista de Liza. Cuando el conflicto adquiere fuste paleontológico, aparece en escena –es un decir– Stephen Jay Gould, el gran biólogo evolucionista que murió la semana pasada –¡a los 60 años!–. Gould enseguida ayuda a poner en evidencia el fraude; a pesar de lo cual el capítulo termina con una buena dosis de ambigüedad como para no ofender el fundamentalismo bíblico tan profundamente arraigado entre los ciudadanos del Imperio.
Sin embargo, la solución de compromiso que eligió en esa ocasión Matt Groenig, aunque sin ninguna duda divirtió, no refleja exactamente el pensamiento de Stephen Jay Gould, probablemente el teórico de la evolución más influyente del siglo XX, y quizás el más conocido desde Darwin; a saber, un pensamiento felizmente racionalista y dichosamente científico. En 1972, y junto a Niles Eldredge, hoy paleontólogo del Museo Norteamericano de Historia Natural, hicieron una propuesta que daba cuenta de alguna de las dificultades de la Teoría de la Evolución (entiéndase: no de la evolución, un hecho tan probado y firme como la esfericidad de la Tierra sino de las articulaciones de su mecanismo). Por ejemplo, el ritmo sincopado del registro fósil, que no muestra, como sería de desear, la completa panoplia del cambio gradual y lentísimo de las formas vivientes sino que registra numerosos baches; Gould y Eldredge sugirieron –es la teoría del “equilibrio puntuado”– que esos baches del registro fósil no hacían sino responder a la realidad de los hechos (si es que de hechos se puede hablar en un campo tan sujeto a interpretación y especulación como la biología evolutiva). Esto es, que hay largos períodos de tiempo de estancamiento en los que el cambio es nulo o nada significativo, seguidos por períodos intermitentes de evolución muy rápida –en términos geológicos y paleontológicos, claro está–, como la explosión del Cámbrico, durante los cuales aparecen nuevas especies que se reflejan en el registro fósil: estos “estallidos evolutivos” “puntúan” momentos de evolución rápida frente a un fondo uniforme y casi estático (de ahí el nombre de equilibrio puntuado).
Puede parecer un detalle técnico, y sin embargo es una hipótesis simpática, tranquilizadora y deseable (lo cual, naturalmente, no quiere decir que sea cierta), ya que si la evolución opera de manera gradual, de manera micro, y todo el tiempo –como en el esquema standard darwinista– eso significa que está operando sobre el hombre como especie ahora mismo, de lo cual pueden deducirse (como se hizo repetidas veces a lo largo de la historia del darwinismo) toda clase de conclusiones políticamente incorrectas y socialmente detestables, mediante el simple expediente de trasladar mecánica y arbitrariamente las cuestiones evolutivas, como de hecho lo hacen muchos extremistas sociobiológicos y psicólogos evolutivos al terreno social y conductual. En tanto que si estamos simplemente en un período de “estasis”, podemos desprendernos de cualquier preocupación evolutiva, lo cual no es poca cosa. Entiéndase: si el esquema de Gould y Eldredge es verdadero, no hay que usar subterfugios culturalistas para esquivar la muletilla “sobreviven los más aptos”, tan al gusto de racistas y fundamentalistas neoliberales que entendieron mal a Darwin.
La verdad es que Gould está a sus anchas en “Los Simpsons” y su protagonismo fugaz es muy coherente con la iconoclasia que siempre acompañó su gestión paleontológica, evolutiva, y sobre todo, teórica, desde su Ontogenia y Filogenia de 1977 hasta su final The Structure of Evolutionary Theory, aparecido en marzo de este año. Pasando por un par de centenares de ensayos que hacen las delicias de cualquiera, donde se rescatan y reinterpretan episodios particulares y curiosos de la historia de la ciencia (La flecha del tiempo, La falsa medida del hombre, El pulgar del panda) y se dirigen dardos certeros y mortíferos contra los fundamentalistas evolutivos, es decir, contra las corrientes que tienden a explicar todo rasgo social y cultural (monogamia, alcoholismo, delictividad o cociente intelectual, etcétera) como una adaptación evolutiva.
Como para Kundera la Historia, para Gould la evolución bromea, y rellena los huecos de la estructura (que se mueve, desde ya, según los principios darwinistas) con rasgos secundarios que luego son utilizados con fines no necesariamente adaptativos o competitivos. Como –Gould ponía el ejemplo– el tímpano (spandrel) de los arcos góticos, que originariamente representan una necesidad estructural, pero que luego se cubren de pinturas y adornos; cualquier arquitecto “evolutivo” que tratara de explicar la presencia de esas pinturas como una adaptación estructural de fondo debería caer necesariamente en el malabarismo.
Pero bueno, amigos, se terminó. Se terminaron su permanente sorpresa, su inteligencia increíble, su humanismo renacentista, su escepticismo tenaz, su cientificismo maravilloso, sus artículos en el New York Review of Books. Queda, obviamente, el placer de la relectura.
Y por supuesto, “Los Simpsons”. Quizás a Matt Groenig se le escapó, pero la inserción de Stephen Jay Gould en la serie es un guiño. Saca del terreno biológico y obliga a procesar en el contexto sociocultural y político el estupor que produce el hecho de que los habitantes de Springfield, que por momentos parecen un intento fallido, un callejón sin salida de la evolución, hayan podido imponer su cultura y su ley al resto de la especie humana.

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