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Domingo, 14 de mayo de 2006
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La nueva alianza

Por Harold Bloom

Deplorar la religión es tan inútil como celebrarla. ¿Dónde se encuentra la trascendencia? Están las artes: Shakespeare, Bach, Miguel Angel siguen siendo suficientes para una elite, pero no para pueblos enteros. Yahvé, bajo cualquier advocación, Alá incluido, no acaba de ser la divinidad universal de un mundo unido por la información instantánea, aunque sigue ahí, en casi todas partes. Jesús está más cerca de la universalidad, pero sus mil disfraces resultan demasiado desconcertantes para ser coherentes. Freud, el definitivo profeta victoriano o eduardiano, subestimó a Yahvé, a Jesús y a Mahoma. Le parecían ilusorios y les veía poco futuro. Parece irónico que el mayor genio judío (al menos desde Jesús) no consiguiera comprender el permanente poder de unos textos que no pueden desaparecer: el Tanakh, el Nuevo Testamento, el Corán. Si me formularan la pregunta de la isla desierta, tendría que llevarme a Shakespeare, pero el mundo sigue ahogándose en la marea teñida de sangre de sus escrituras, las lea o no.

Yahvé, al que he eludido durante las tres cuartas partes del siglo que he vivido, posee la asombrosa capacidad de no desaparecer nunca, aunque merece ser condenado por deserción, y no sólo por su actitud hacia los judíos sino hacia todo el sufrimiento humano. Soy un judío cuya espiritualidad responde con gran fervor a la antigua tendencia que denominamos gnosticismo, que puede ser o no una “religión” en el sentido en que el judaísmo, el cristianismo y el islam continúan siendo las tradiciones occidentales primordiales. Deseo enormemente descartar a Yahvé tal como lo hacían los antiguos gnósticos, que lo consideraban un mero demiurgo que había estropeado la Creación, de manera que era también al mismo tiempo una Caída. Pero últimamente me despierto entre medianoche y las dos de la mañana, porque tengo pesadillas en las que se me aparece un sardónico Yahvé en forma de varios seres, que van desde un doctor Freud que fuma habanos y va vestido al estilo eduardiano hasta el Anciano de Muchos Días del Libro de Daniel, en su silenciosa actitud de reproche. Bajo con dificultad al piso de abajo, apesadumbrado y silencioso, porque no quiero despertar a mi mujer, y desayuno un té y pan negro mientras releo una vez más el Tanakh, extensos fragmentos del Mishnah y el Talmud, y los inquietantes textos del Nuevo Testamento y de La Ciudad de Dios de Agustín. A veces, mientras escribo esto, me defiendo murmurando el apotegma de Oscar Wilde de que la vida es demasiado importante para tomársela en serio. Yahvé, añadiría compungido, es también demasiado importante para tomárselo irónicamente, aun cuando la ironía pueda parecer algo tan propio de él como lo es del príncipe Hamlet.

El fin de la fe: religión, terror y el futuro de la razón(2004) es el flamante libro de Sam Harris, neurocientífico y humanista laico que siente una justificada angustia por el futuro de la democracia estadounidense. En la práctica, no disiento con él, pero no comparto su exigencia de una prueba de “la existencia literal de Yahvé”. Creador y destructor, Yahvé sigue estando muy lejos del cosmos interno de la neurociencia. El contiene, pero no se lo puede contener. La razón no es un instrumento que pueda desplazarlo, aunque, de un modo admirable, eso podría extender la democracia y limitar el terror musulmán y el contraterror estadounidense e israelí, o lo que podría ser el horror de un intercambio nuclear entre India y Pakistán o de una destrucción preventiva de Israel por parte de Irán. Yahvé, aunque sólo evidentemente en tanto que personaje literario, nos ha reducido a la condición de personajes literarios secundarios, papeles de reparto para el protagonista-de-protagonistas en un universo de muerte. Se mofa de nuestra mortalidad en el Libro de Job: cuando nosotros nos mofamos de él somos muy poco convincentes, y autodestructivos cuando, como Ahab, arponeamos a Leviatán, que reina sobre todos los hijos del orgullo.

Prefiero el axioma de William Blake “Pues todo lo que vive es santo”, al Yahvé del Deuteronomio, obsesionado con su propia santidad; pero ni el fervor de Blake ni mi propia nostalgia pueden afectar los humanos anhelos de trascendencia. Buscamos una trascendencia laica en el arte, aunque Shakespeare, el artista supremo, elude la santidad, sabiamente consciente incluso de los límites de su propia reinvención de lo humano.

A lo largo de mi libro Jesús y Yahvé he desconfiado de todos los relatos que nos han llegado del Jesús histórico, y he sido incapaz de establecer demasiada identidad entre el judío de Nazaret y Jesucristo, el Dios teológico. El ser humano Jesús y el demasiado humano Dios Yahvé son más compatibles entre sí, en mi opinión, de lo que cualquiera de los dos lo es con Jesucristo o Dios Padre. No me parece una conclusión feliz, y me doy perfecta cuenta de que esto ha de ser inaceptable para los cristianos. Sin embargo, no confío en la Alianza, ni en Freud, ni en la reduccionista oposición de Sam Harris entre “el futuro de la razón” y el terror religioso. La necesidad (o ansia) de trascendencia puede que sea algo totalmente opuesto a la sabiduría, pero sin ella nos convertimos en simples mecanismos de entropía. Yahvé, presente y ausente, tiene más que ver con el fin de la confianza que con el fin de la fe. Y yo me pregunto: ¿establecerá otra alianza con nosotros que pueda y quiera cumplir?

Este fragmento pertenece al libro Jesús y Yahvé, los nombres divinos, de Harold Bloom, publicado por Taurus recientemente.

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