Además de que con un viento, si jugamos con los ojos, podemos quedar bizcos, otro de los mitos infantiles es que a la noche nos despertamos y está el diablo sentado en nuestra cama en la parte de los pies. A mà me pasó. Una vez que no llovÃa, ni era luna llena ni nada, abrà los ojos porque escuché que susurraban en mi oreja. No fue por lo extraño de aquello en sà mismo que volvà de un sueño apacible y desperté, sino porque sentà una baba en el oÃdo, un lÃquido fresco que me entraba y ardÃa adentro. Además me tocaron las patas. De un respingo me incorporé contra el respaldo, sentándome sobre la almohada, y en lo oscuro, apenas matizado por un suave resplandor lunar entre rendijas, pude ver la silueta de un señor desgarbado, cabellos enrulados hasta los hombros, traje gris sucio holgado, y el hedor de un matadero. No podÃa verle la cara, por suerte y por desgracia, porque lo que el terror me hacÃa ver era monstruoso, pero a la vez su voz, cuando habló, me hizo saber con su sonido lo corto de mi imaginación exasperada. Aquel gruñido no se parecÃa a nada que mi mente pudiera fabricar. ¡Cómo serÃa entonces ese rostro!
–Un, dos, tres –dijo–. Es todo al revés...
Di un manotazo a la mesa de luz en busca de fósforos para encender una lámpara, porque no habÃa electricidad en aquel enorme palacio del campo, pero toqué una mano frÃa, seca, como una pata enorme y muerta de pollo.
–¡Dios! –grité–. ¡Señor! ¡Fuera! ¡Soy un niño! ¡Angeles! –clamé–. ¿Dónde se han ido?
–Aquà estoy yo –dijo esa voz–, aquà he caÃdo.
Y levantando una mano en cuernos con los dedos dibujó en la negrura varios tetragramas luminosos, señaló arriba y luego, desde la hondonada de una grieta en su figura, susurró:
–¡El de arriba es el de abajo! Y algo te ha traÃdo el ángel caÃdo. En tu tierno corazón está escrito DIVERSION. ¡Aquà está lo que te trajo!
Entonces se abrieron de par en par las enormes persianas, los altÃsimos postigos. Desde el espeso frÃo de la noche, en un segundo entraron muchos invitados. Se instaló una fiesta en el cuarto. Zorros, cerdos, zarigüeyas, enanos de jardÃn, pelÃcanos, mujeres pelirrojas, sirenas ancianas empapadas y toros se pusieron a danzar con el ropero. Las alfombras se erizaron.
Mis zapatos escaparon, y a lo lejos el piano de la sala empezó con una loca melodÃa.
La silueta del diablo a los pies de mi cama estuvo quieta siempre enfrente, mirándome, y yo también, quedé ahÃ, contra el respaldo, sentado. Y allà desperté otra vez en la mañana, muerto de frÃo, con fiebre, todavÃa aterrado.
Nunca más volvió aquello. Me pasó sólo una vez.
Aunque a los pocos dÃas, durante la siesta, hubo un gran revuelo y conmoción en la cocina. Vi que una empleada subió apresurada en busca de mi madre; a nosotros no nos dejaban acercarnos. Llegó un doctor después de un rato, y los mayores cuchicheaban yendo y viniendo, haciendo apartes. Salà rápido por la puerta principal y di la vuelta a toda la casa. Y me ubiqué agachado bajo las ventanas en donde sucedÃa el incidente. Varias voces nerviosas se trenzaban; y el llanto de mujeres. La voz de Saldumbide, el jardinero, sobresalÃa atronadora cada tanto. DecÃa cosas raras que no supe comprender, y repetÃa:
–¡El ángel! ¡El ángel! –y su mujer, Marta, sollozaba.
–¡Es un milagro! ¡Cristo, nuestro señor! ¡Ha visto a Cristo! ¡Milagro!
El médico ordenaba hervir una aguja de jeringa, mamá pedÃa calma.
–¡Agárrenlo! –decÃa la empleada, golpeaban muebles contra muebles. Jarras se partÃan en el piso. Incluso por el ruido adiviné algún cachetazo. Después de un momento apareció cierta calma salpicada de murmullos y, en el fondo, Saldumbide recitaba:
–El de abajo es el mismo que el de arriba, que es donde El, El quiere que yo viva...
–¿En el bosque? –preguntaba Marta, su mujer–. Pero, ¿en qué parte?
–Déjenlo hablar.
–No le quiten el aire.
–¿Dónde? ¿Dónde? ¿En qué parte del bosque?
–Silencio, por favor.
–Está desvariando –decÃan las voces. En un momento, el jardinero aclaró: –Mi cuerpo tira hacia abajo, mi espÃritu hacia arriba, que es donde El quiere que yo viva...
Y de nuevo Marta:
–¿En qué lugar estuvo Cristo? ¿Qué te dijo? ¿Cómo era?
Y en eso escuché la voz de mi madre y la del doctor acercándose a la ventana bajo la cual estaba yo agazapado, asà que fui moviéndome despacio pegado a la pared, pisoteando las hortensias, para que no me descubriesen, y mientras lo hacÃa, pude escuchar al médico diciendo:
–Voy a llevarlo al pueblo, señora, y en el dispensario voy a meterlo varios dÃas en la cama, como la vez pasada. ¿Se acuerda de que también tenÃa una borrachera del demonio?
–SÃ, doctor, me parece muy bien... –dijo mi madre. Y en el momento en que salà corriendo la escuché decir–: todo tiene el mismo origen. Anduve un rato por el parque y me metà en el bosque. Dejándome guiar por humo logré encontrar la fogata que habÃa hecho Saldumbide; su rastrillo habÃa quedado apoyado contra el tronco de un árbol gigantesco.
Me acerqué al fuego y al mirar vi claramente entre las brasas una pata enorme de pollo ardiendo calcinada, negra, en forma de garra, muerta, por supuesto, pero que parecÃa abrirse y cerrarse en movimientos secos por el poder de las llamas.
Durante la comida, a la noche, nosotros querÃamos saber, pero papá y mamá no decÃan nada. Fer se animó y dijo:
–¿No es cierto, mamá, que Saldumbide vio al diablo?
–No, al diablo no. A Cristo –dijo la Bebi.
Pasó un rato y nadie contestó nada. Después del silencio, mamá, que estaba ocupada cortándole la carne a mi otra hermana, levantó la vista de golpe, me miró fijamente a los ojos, y dijo:
–Todo tiene el mismo origen.
Y al instante se abrió sola la ventana.
Este relato forma parte del libro de poemas Legión Religión (Las 13 oraciones), de Alejandro Urdapilleta, que editorial Colihue distribuye por estos dÃas en Buenos Aires, sucesor del extraordinario Vagones transportan humo (Adriana Hidalgo, 2000).
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