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Domingo, 24 de noviembre de 2002
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Heavy metal

POR PETER L. BERNSTEIN
Hace más de cien años, John Ruskin refirió la historia de un hombre que se embarcó portando todas sus riquezas en una gran bolsa repleta de monedas de oro. Durante el viaje, pocos días después, sobrevino una terrible borrasca y dieron la orden de abandonar la nave. Sujetando la bolsa a su cinturón, el hombre subió a cubierta, se lanzó por la borda y se hundió prontamente en el fondo del mar. Pregunta Ruskin: “¿Poseía el oro cuando se hundía? ¿O era el oro quien lo poseía?”
“¡Oh, oro, sobremanera excelente! –escribió Colón durante su primer viaje a América–. Quien tiene oro posee un tesoro (que) contribuye incluso a llevar almas al paraíso.” Como la belleza inagotable del oro brilla como el sol, las gentes han recurrido a él para protegerse de las tinieblas que las amenazaban. Veremos sin embargo hasta qué punto la paradoja de Ruskin se nos presenta como un reto.
La pregunta de Ruskin vale para Jasón en busca del vellocino de oro, los judíos bailando en torno del becerro de oro, Creso manoseando sus monedas, Craso asesinado con oro fundido vertido en su garganta, Basilio el Bulgaróctono, propietario de doscientas mil libras de oro, Pizarro rodeado por el suyo en el momento de ser víctima de sus asesinos, Sutter, cuyo molino hidráulico desencadenó en California la fiebre del oro, o líderes modernos como Charles de Gaulle, que se engañaron concibiendo una economía estable, segura y superior gracias a la posesión del oro. Todos tuvieron el oro, pero el oro se adueñó de ellos.
Cuando en el siglo V a. C. Píndaro describió el oro como “hijo de Zeus, al que no devoran ni la polilla ni la herrumbre, pero cuya suprema posesión devora la mente del hombre”, expresó en pocas palabras toda su historia. John Stuart Mill parafraseó espléndidamente estos versos en 1848: “Puedes tocar sin temor el oro / pero si se adhiere a tus manos, te herirá presto.” El oro constituye desde luego un cúmulo de contradicciones. Los hombres creen que representa un refugio hasta que, de tanto tomarlo en serio, se convierte en una maldición.
Las naciones lo han buscado por toda la Tierra con el fin de dominar a otras, pero al cabo descubrieron que el oro controlaba su propio destino. Al final del arco iris el oro constituye la felicidad suprema, pero emerge del infierno cuando se encuentra en el fondo de la mina. Ha colaborado con algunos de los más grandes logros de la humanidad, pero también suscitado algunos de sus peores crímenes. Cuando lo empleamos para simbolizar la eternidad, eleva a las personas a la dignidad suprema, la realeza, la religión, la ceremonia. Sin embargo, el oro, vida perdurable, impulsa a los hombres hacia la muerte.
Su más misteriosa incongruencia radica en sí mismo. Es tan maleable que puede adoptar prácticamente cualquier forma; incluso los pueblos menos refinados son capaces de crear con él bellos objetos. Más aún, es imperecedero. Cabe convertir el mineral de hierro, la leche de vaca, la arena e incluso los puntos luminosos de un ordenador en algo tan diferente de su estado originario que los vuelva irreconocibles. No sucede así con el oro. Cada trozo de este metal refleja las mismas cualidades: el de lospendientes, el aplicado al halo de un fresco, el de la cúpula de la Cámara Legislativa de Massachusetts, el salpicado en los cascos del equipo de fútbol americano de Notre Dame y el de los lingotes guardados en la “hucha” oficial de Estados Unidos en Fort Knox.
Pese a las complicadas obsesiones que ha generado, el oro es en su esencia maravillosamente simple. Su símbolo químico (Au) procede de aurora. Sin embargo, pese a esta fascinante evocación de un cambio, el oro es químicamente inerte, lo que explica, entre otras cosas, que su brillo sea perpetuo. En un museo de El Cairo se exhibe un puente dental hecho de oro de casi 4500 años de antigüedad: cualquier persona podría utilizarlo en la actualidad. El oro es extremadamente denso. Un volumen de 0,028 m3 pesa media tonelada. En 1875, el economista británico Stanley Jevons observó que los 20 millones de libras esterlinas de las transacciones que pasaban cada día por la Cámara de Compensación Bancaria de Londres pesarían unas 157 toneladas si fueran pagadas en monedas de oro, “y se necesitarían ochenta caballos para transportarlas”. La densidad del oro supone la posibilidad de utilizar cantidades muy pequeñas para monedas de gran cuantía.
El oro es casi tan blando como la masilla. El del cristal veneciano era reducido a un grosor de 0,0000125 cm tras un proceso conocido como sobredorado. El rey Ptolomeo II de Egipto (285-246 a. C.) ordenó que un oso polar de su zoo encabezara un desfile festivo, seguido de un grupo de hombres portadores de un falo bañado de oro y de 55 m de altura. Usted podría estirar una onza de oro (28,4 g) hasta convertirla en un alambre de 80 km de longitud o, si lo prefiere, batirla para que se transformara en un pan de oro de 0,3 m2.
A diferencia de cualquier otro elemento de la Tierra, perdura casi todo el oro extraído, ahora en gran parte en museos, embelleciendo estatuas de antiguos dioses y sus ornamentos o en exposiciones numismáticas; resta una porción en las páginas iluminadas de manuscritos, otra en relucientes lingotes sumidos en los sótanos oscuros de los bancos centrales y bastante en dedos, orejas y dientes. Hay un residuo que permanece callado en los barcos hundidos en el fondo del mar. Si se formase con todo ese oro un cubo macizo, sería equiparable a cualquiera de los grandes petroleros de hoy en día; su peso total sería de unas 125 mil toneladas, lo que significa un volumen inapreciable si se compara con el acero producido por Estados Unidos en pocas horas; el conjunto de esas empresas posee una capacidad de 120 millones de toneladas anuales. La tonelada de acero cuesta 550 dólares –2 centavos la onza–, pero esas 125 mil toneladas de oro valdrían un billón de dólares a los precios actuales.
¿No es extraño? Con acero podemos construir edificios de oficinas, barcos, coches, contenedores y máquinas de todos los tipos; con oro no es posible construir nada. Sin embargo es al oro al que llamamos metal precioso. Nos sobrecoge el oro y bostezamos ante el acero. Cuando todo el acero se halle enmohecido y podrido y mucho tiempo después de eso, el gran cubo de oro permanecerá idéntico. El oro goza de esa clase de longevidad con la que todos soñamos.

Fragmento de El oro - Historia de una obsesión, de Peter L. Bernstein, que Javier Vergara Editor distribuye en estos días en Buenos Aires.

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