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Domingo, 27 de abril de 2003
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Incertidumbre y democracia

POR PIERRE ROSANVALLON

Lo político, tal como lo entiendo, corresponde a la vez a un campo y a un trabajo. Como campo designa un lugar donde se entrelazan los múltiples hilos de la vida de los hombres y las mujeres, aquello que brinda un marco tanto a sus discursos como a sus acciones. Remite al hecho de la existencia de una “sociedad” que aparece ante los ojos de sus miembros formando una totalidad provista de sentido. En tanto que trabajo, lo político califica el proceso por el cual un agrupamiento humano, que no es en sí mismo más que una simple “población”, toma progresivamente los rasgos de una verdadera comunidad. Una comunidad de una especie constituida por el proceso siempre conflictivo de elaboración de las reglas explícitas o implícitas de lo participable y lo compartible y que dan forma a la vida de la polis.
No se puede aprehender el mundo sin darle un lugar a este orden simbólico de lo político, salvo que se adopte un punto de vista falsamente reduccionista. En efecto, la comprensión de la sociedad no podría limitarse a la suma y a la articulación de sus diversos subsistemas de acción (el económico, el social, el cultural, etcétera), que están lejos de ser inmediatamente inteligibles salvo cuando son relacionados dentro de un marco interpretativo más amplio. Más allá de la toma de decisiones culturales y sociales, de las variables económicas y de las lógicas institucionales, la sociedad no puede ser entendida en sus núcleos esenciales si no se actualiza ese centro nervioso del cual procede el hecho mismo de su institución. Uno o dos ejemplos bastarán para convencernos.
Para comprender la especificidad de un fenómeno como el del nazismo, se ve claramente que no alcanza con analizar las diferentes tensiones y los múltiples bloqueos de la Alemania de los años treinta –salvo que se lo banalice paradójicamente, considerándolo como una simple respuesta exacerbada a la crisis del régimen de Weimar–. El objetivo del nazismo de hacer surgir un pueblo Uno y homogéneo no es comprensible si no se lo relaciona con las condiciones de resimbolización y de recomposición perversas de este orden global de lo político que trató de establecer. Para tomar otro ejemplo, la crisis que atraviesa hoy un país como la Argentina no puede interpretarse simplemente a partir de factores económicos y financieros que son su causa inmediata. No tiene sentido a menos que se la sitúe en la historia prolongada de una declinación ligada a la dificultad recurrente en hacer existir una nación fundada en el reconocimiento de las obligaciones compartidas.
Por lo tanto, conviene analizar las cosas en un nivel que podríamos calificar como “globalizante” para esclarecer de manera fructífera muchas de las más acuciantes preguntas contemporáneas.
Al hablar sustantivamente de lo político, califico también de esta manera a una modalidad de existencia de la vida comunitaria y a una forma de la acción colectiva que se diferencia implícitamente del ejercicio de la política. Referirse a lo político y no a la política es hablar del poder y de la ley, del Estado y de la nación, de la igualdad y de la justicia, de la identidad y de la diferencia, de la ciudadanía y de la civilidad, en suma, de todo aquello que constituye a la polis más allá del campo inmediato de la competencia partidaria por el ejercicio del poder, de la acción gubernamental del día a día y de la vida ordinaria de las instituciones.
Esta cuestión adquiere la mayor importancia en las sociedades democráticas, es decir, en aquellas donde las condiciones para la vida en común no están definidas a priori, establecidas por una tradición o impuestas por una autoridad. En efecto, la democracia constituye a la política en un campo sumamente abierto a partir de las tensiones e incertidumbres que subyacen en ella. Si después de más de dos siglos sigue apareciendo como el indispensable principio organizador de todo orden político moderno, el imperativo que traduce esa evidencia es también tan intenso como impreciso. Dado que es fundadora de una experiencia de libertad, la democracia no deja nunca de constituir una solución problemática para instituir una polis de hombres libres. En ella se unen desde hace mucho tiempo el sueño del bien y la realidad de lo confuso. Esta coexistencia tiene de particular que no se trataría de un ideal lejano con el cual estaría de acuerdo todo el mundo. Las divergencias sobre su definición remiten al orden de medios empleados para realizarla. Sólo por esto, la historia de la democracia no es una experiencia fracasada o una utopía traicionada.
Bien lejos de corresponder a una simple incertidumbre práctica sobre sus distintos modos de funcionamiento, el sentido flotante de la democracia participa fundamentalmente de su esencia. Alude a un tipo de régimen que no ha dejado de resistirse a una categorización que resulte libre de discusiones. De allí procede, además, la particularidad del malestar que subyace en su historia. El cortejo de decepciones y la sensación de traición que la han acompañado desde siempre han sido tan intensos como consecuencia de que su definición no ha logrado completarse. Una vacilación como ésta constituye el impulso de una búsqueda y de una insatisfacción que pugnan simultáneamente por explicitarse. Hay que partir de este hecho para comprender la democracia: en ella se encabalgan la historia de un desencanto y la historia de una indeterminación.
Esta indeterminación se inserta en un sistema complejo de equívocos y de tensiones que estructuran desde su origen a la modernidad política, como lo muestra el estudio de las revoluciones Inglesa, Norteamericana y Francesa. En principio, un equívoco sobre el sujeto mismo de esta democracia, pues el pueblo no existe sino a través de representaciones aproximativas y sucesivas de sí mismo. El pueblo es un amo indisociablemente imperioso e inapresable. Es un “nosotros” o un “se” cuya figuración está siempre en disputa. Su definición constituye un problema al mismo tiempo que un desafío. En segundo lugar, una tensión entre el número y la razón, entre la ciencia y la opinión, pues el régimen moderno instituye la igualdad política a través del sufragio universal al mismo tiempo que plantea su voluntad de construir un poder racional cuya objetividad implica la despersonalización. En tercer lugar, incertidumbre sobre las formas adecuadas del poder social, pues la soberanía popular trata de expresarse a través de instituciones representativas que no logran encontrar la manera de llevarla a la práctica. Finalmente, una dualidad que convive en la idea moderna de emancipación entre un deseo de autonomía de los individuos (con el derecho como vector privilegiado) y un proyecto de participación en el ejercicio del poder social (que, en consecuencia, pone a la política en el lugar de mando). Una dualidad entre la libertad y el poder, o entre liberalismo y democracia, para decirlo de otro modo.

Fragmento de Por una historia conceptual de lo político, el libro de Pierre Rosanvallon que Fondo de Cultura Económica distribuye en Buenos Aires por estos días.

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