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Domingo, 28 de septiembre de 2003
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Todos los fuegos el fuego

Por Leonardo Moledo

“El infierno de Dios no necesita del resplandor del fuego.” Con esta frase Borges desestimó muchos siglos de demonología y de teología infernal cristiana, que ubicaban al Infierno en el mundo subterráneo, y lo adornaban con llamas y vapores azufrosos, lagos de plomo fundido, y toda una parafernalia asociada al calor y al castigo. Dante, por su parte, imagina a Lucifer inmerso en un lago helado que no se derrite. El Bosco y Miguel Angel adoptaron la línea del fuego en sus infiernos. La Iglesia Católica no hizo más que fortalecer la idea de un infierno en llamas, con su criminal vocación piromaníaca que le permitió quemar impunemente libros, edificios y personas (hay un horripilante cuadro de Uccello, Quema de la familia judía, en el que un padre, una madre y dos chicos están atados a la pira en beneficio de Dios).
No es del todo raro que la idea del fuego subterráneo prendiera (como corresponde al fuego) en una época saturada de religión hasta el hartazgo o la pira. Durante la Edad Media se difundió –especialmente entre los alquimistas– una curiosa teoría según la cual el centro de la Tierra estaba ocupado por una enorme y terrible región de fuego, desde donde se desprendían densas nubes de vapor: la existencia de esta especie de infierno físico, que le daba contenido empírico y hasta teórico a las conjeturas angelicales –o mejor dicho diabólicas–, estaba demostrada por el vapor y la lava que brotaban del Etna, del Vesubio y otros volcanes.
¿Pero de dónde había salido este fuego central? En 1575, el alquimista Gabriel Frascato sostenía que, puesto que la Tierra ocupaba el centro del universo, los rayos del Sol, la Luna, los planetas y todos los astros se concentraban en su centro, dando origen al fuego interior. Un poco antes, en 1518, Aurelio Augurelli, también alquimista, en su libro Vellum Aureum et Chrysopoeia, había imaginado el centro de la Tierra como un antro inmenso inundado de horrendos vapores activados por el Sol y los planetas.
Lo cierto es que la doctrina del fuego central estaba ampliamente difundida y el propio Georgius Agricola (1490-1555), a quien se considera el padre de la mineralogía, la endosó, aunque le asignó causas menos extravagantes que la acción del Sol y los planetas: para Agricola, el fuego central se originaba en la combustión del carbón y el rozamiento entre los vapores y las estrechas paredes entre las cuales éste se movía. La doctrina del fuego central también fue aceptada por los neptunistas, que la propagaron hasta entrado el siglo pasado. Naturalmente, nadie era capaz de explicar convincentemente ni el origen ni la razón por la cual el fuego central que tanto encantaba a Aurelio Augurelli se mantenía.
La verdad de la milanesa es que no hay tal “fuego central” ni nada que se le parezca: el centro de la Tierra no está ocupado por leña en combustión ni ninguna variante sino por prosaico hierro a muy altas temperaturas: las estimaciones indican que alrededor del 30 por ciento de ese calor proviene de la época de formación de nuestro planeta (hace cuatro mil quinientos millones de años), y el 70 por ciento de calor restante es producido por la desintegración de elementos radiactivos, de los cuales los más importantes son el uranio, el torio y el potasio.
Aurelio Augurelli, dicho sea de paso, en el mismo libro donde abogaba por el fuego en el centro de la Tierra, afirmaba haber descubierto el secreto de la fabricación del oro; “si el océano fuera de mercurio, yo podría transformarlo en oro”, decía. Pero, después de enviarle al papa León X una copia del mismo, esperando lo que entonces se llamaba una dádiva y hoy llamaríamos un subsidio para proseguir sus “investigaciones” –ya que a pesar de sus poderes permanecía en la pobreza–, recibió a vuelta de correo un paquete que en su interior sólo contenía un enorme saco y un papel que decía: “aquel que es capaz de fabricar oro, sólo necesita un saco donde guardarlo”.

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