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Domingo, 5 de octubre de 2014
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LOS SONIDOS DE LO SINIESTRO

Arte La sala principal del Centro Cultural Haroldo Conti está intervenida por 1978, el documental sonoro de Roberto Jacoby en colaboración con Luciano Azzigotti y Nacho Marchiano que, desde lo conceptual, busca reponer el rumor y el clima que se escuchaba aquel año terrible, cuando el Mundial se jugó en Argentina.

Por Leopoldo Estol
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Dos artistas nacidos en los ’90, Toto Dirty y Martin Farnholc Halley, realizaron una intervención en junio del año pasado en un rincón del ex Pabellón de Armas de la ESMA, actual Centro Cultural Haroldo Conti. La intervención se distinguía por su orgullo kitsch. Varias capas de tul de colores violáceos, organizados de más claros a oscuros, se superponían a la altura de la cabeza y descendían hasta la cintura de las personas evitando que se pudiera ver qué había más allá. Atravesar el tul era abiertamente participar de un orden provocador aceptando de lleno el guiño de los artistas. Y lo que aparecía después era ridículo y quizá por ello un gesto elocuente en su contexto, un espacio exageradamente cargado pero aún transitable donde un bebé con ojos nipones en un estilo de clara influencia manga nos aguardaba cobijado en una suerte de canasta. La factura del niño no distaba demasiado de los muñecos bebé que se pueden conseguir en una juguetería; claramente sus ojos habían sido intervenidos para la ocasión... ¿Refería esta obra a la apropiación de hijos por parte del gobierno militar?

No habría una única manera de referir a las tragedias colectivas y, por eso mismo, una pieza capaz de interpelarnos con un ánimo tan desacartonado y hasta sacrílego nos ofrece la libertad de salirnos del guión de los sentimientos ya sabidos y nos regala un leve envión citadino para que sigamos elaborando nuestro pappo. Y el Centro Cultural Conti se propone como receptáculo ideal a estos fines: contribuir a la construcción de memoria, verdad y justicia a través de las armas. ¡Perdón! ¡De las artes! Como si se tratara del aviso previo a una película que los padres deberían ponderar si es apropiada o no para sus hijos, un letrero se interpone frente al público anunciando lo siguiente: “No se oirán aullidos de los tormentos ni voces de mando de los asesinos”. El nombre de la obra es decisivo para comprender: 1978. Año del único Mundial de Fútbol jugado en el país, año, fragmento de ese tiempo complicado sin ley ni vara en donde medir la vida en sociedad: los ’70.

La intervención actual en la nave central del Centro Cultural Conti fue gestada por Roberto Jacoby en equipo, como no podía ser de otra manera para quien ha hecho de la colaboración parte de su firma: esta vez son Luciano Azzigotti y Nacho Marchiano quienes suman sus miradas y sensibilidades al caldo creativo. ¿Qué se puede decir de Roberto Jacoby que no se haya sido dicho antes en estas páginas? Un artista latinomericano que puede coquetear con el mercado del arte mundial y sus espectaculares ferias, al mismo tiempo que alimenta proyectos colectivos cuyo deseo máximo es el boicot de la lógica capitalista. El romántico Jacoby, que fuera letrista de Virus, se escabulle de los privilegios que le otorga su currículum como pionero desmaterializador del arte para seguir probando... Sus compinches provenientes de una generación de treintañeros componen e inventan sus propias melodías: Luciano Azzigotti es pianista e investiga sistemas de visualización y recuperación de información musical y Nacho Marchiano es cantor pop con ensambles insólitos, absurdos y divertidos. En Tocame el Rok, Jacoby y Marchiano ya se habían animado a sacar un disco, pero en su lugar vio la luz ¡una piedra con puerto USB!

A medida que nos acercamos al predio que ocupó la Escuela de Mecánica de la Armada las temperaturas bajo cero desafían nuestro registro distraído de la calle. Si nos dejamos llevar por lo que sabemos pasó ahí, las personas que nunca volvieron, los niños que nacieron en cautiverio, la tristeza del testimonio de los sobrevivientes, un campo de concentración se cuela por las hendijas de las cosas con una radiación que lo opaca todo. Pero el predio que perteneciera a la ESMA es accesible, sus puertas están abiertas de par en par y ésa es una primera sensación contundente de que las cosas cambian. Se puede caminar por el predio y –al propio tiempo también– se pueden ver muestras de arte.

La tríada Azzigotti-Marchiano-Jacoby encontró una forma sutil de intervención, siendo esto un gran logro dada la complejidad del espacio. Se podría catalogar la actual intervención como conceptual, que es igual a decir que la pregnancia de la idea es un rasgo fuerte de la obra. La encontrarán en la sala principal del Centro Cultural, un amplio espacio que tiene 45 metros de largo por 20 de ancho y 14 metros de alto y en donde a primera vista no se observa más que un sugerente vacío. Es un vacío que atrae nuestros pasos como un gigantesco imán porque se aceleran nuestras palpitaciones en busca de... ¡algo! Después de todo, ir a ver muestras estuvo durante mucho tiempo vinculado a observar objetos. La presente muestra pareciera invitarnos a vernos a nosotros mismos. Cuando investigamos un poco, aparecen parlantes ordenados con rigor minimalista y al levantar la cabeza hacia arriba más parlantes cuelgan oscilando levemente. Un murmullo ¿¡alegre!? ¿en este sitio? Un murmullo sobreviene e invita a detener las manecillas del reloj y volverlas 36 años hacia atrás: 1978 se instaura de pronto y causa pavor. Transcurre el Mundial de Fútbol. Y a contados pasos de allí se halla el Estadio Monumental, sede central de la epopeya mundialista, los pasos se suceden con angustia, la sucesión desordenada, los papelitos y la fallida lista de actividades que debíamos realizar en pos de pasar desapercibidos, la conciencia del ratón que huye se vuelve sobre nosotros como un poderoso artilugio pergeñado con discreta maestría.

¿Escapar? ¿De quién? Lo que pasó pasó hace tantos años y el eco que reverbera en la sala es un truco, un sonido que aunque grotesco no llega a ser miserable, ya lo decía el cartel en la entrada: ni aullidos ni voces de mando, ante todo respeto a la sensibilidad de los que se acercan. Se tratará apenas de una obra sonora emplazada en un predio donde, es cierto: se privó a personas de su libertad, personas que no fueron juzgadas, muchas de ellas asesinadas. La sonoridad propuesta por los artistas está constituida por voces igualmente anónimas. Corean canciones con algarabía. No muy lejos, en el lobby del Centro Cultural, hay otra obra, un Falcon desguazado, separado en sus muchas tuercas, que señala con aburrimiento su condición de icono, de monstruosa máquina boba que aislada en trozos parece ejercer alguna clase de justicia. 1978 –la pieza sonora– logra algo que el Falcon estigmatizado como el coche de los “malos” no puede en su obviedad, y es plasmar el abismo que separó a la ciudadanía en ese período cruel de nuestra historia. Una cosa es decirlo y otra es vivirlo en carne propia. La obra se destaca porque logra lo segundo.

Y a partir de ahí volver a repasar lo importante. Que la memoria no es algo quieto sino que su esencia es la práctica, el ejercicio diario de juntos volver a interpretar lo que pasó. ¿Cómo hacemos para no olvidar? Evitar cabecear, hay que inventar, crear, aunar, evitar los gestos condescendientes y no fracasar doblegados por el profuso torrente de datos con los que abruma esta actualidad hiperconectada y redundante. El Centro Cultural Conti está del lado de la pausa, tiene una amistosa confitería, ciclos de cine, charlas y una programación de muestras que elaboran su historia –su complicado lugar en el mundo– sin perder de vista a las personas y sus poderosas curiosidades.

1978 se puede visitar todos los días hasta el sábado 15 de noviembre en el C. C. Haroldo Conti, Avenida del Libertador 8151.

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