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Domingo, 23 de noviembre de 2014
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PARA COMERTE MEJOR

Es innegable que en el mundo y también en nuestro país se vive un boom gastronómico: una explosión de cocinas étnicas, realities con cocineros top, ferias populares para acceder a comida gourmet y regional, preocupaciones medioambientales y ecológicas, el gusto por el buen diente y finalmente la lisa y llana necesidad de alimentarse más y mejor. En este contexto, en diciembre llegará a la Argentina Chef, la película recomendada nada más y nada menos que por Anthony Bourdain, el más famoso chef televisivo. Dirigida y protagonizada por Jon Favreau, cuenta las vicisitudes de un cocinero que decide abandonar un restaurante cinco estrellas de California para salir a la ruta con un camión de comida. Y mientras tanto, también se puede leer El cocinero, de Harry Kressing, oportuna reedición de un libro de 1968 que plantea un cierto contrapunto a tanto auge culinario: la cocina como una de las bellas artes que también puede ser una poderosa arma de conquista.

Por Mariano Kairuz
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EL REPARTO PRINCIPAL DE CHEF: EN EL CENTRO DEL FOODTRUCK, EL DIRECTOR Y ACTOR JON FAVREAU; A SU DERECHA, SOFIA VERGARA, Y A LA IZQUIERDA, SU FIEL AYUDANTE, INTERPRETADO POR JOHN EGUIZAMO, Y EL JOVEN EMJAY ANTHONY COMO SU HIJO.

Anthony Bourdain tuiteó esto: “Acabo de ver Chef, de Jon Favreau. Muy irresistible. Captó bien todos los detalles importantes. ¡Buen trabajo Papi Chulo!”. Favreau, director y protagonista de Chef, sabe muy bien lo que significa esta recomendación del autor de Confesiones de un chef, estrella gastronómica entre las estrellas gastronómicas, el Celebrity- Chef por definición en la era del boom del reality culinario y los food-bloggers. Es como cuando Stephen King le dedica unas palabras a un libro policial, de terror o ciencia ficción, y se las cita en la contratapa o en la publicidad: una recomendación que vale millones. Ahora, el tipo que describió la mugre y los egos y la adrenalina de las cocinas y las manos llenas de quemaduras y los dedos encallecidos y salió por el mundo en busca del plato perfecto, dice que Favreau entendió cómo es este asunto que hoy se ve, desde afuera, tan engañosamente glamoroso.

Chef se suma a una larga, venerable y suculenta tradición de películas que hacen de la comida y en especial de la cocina su centro –esas películas que nos hacen oler sus ollas humeantes y salivar con sus colores picantes; como La fiesta de Babette o la tal vez menos recordada pero enorme Big Night, de Stanley Tucci–, pero es ante todo un relato que pertenece a la era Bourdain. A la era del reality, del franquiciado internacional de Top Chef y Hell’s Kitchen y Master Chef (ya se anunció una nueva edición por Telefe, así como la primera del Master Chef Kids); de Gordon Ramsay, del auge de la cocina peruana y de elgourmet.com. Y de Roy Choi, el celeb-chef coreano-americano al que se le adjudica la cocreación de otra moda del boom gastronómico del nuevo siglo: el food-truck, el camión de comida, un asunto que tiene su propio reality (que puede verse acá en cable por FX), y uno de los temas sobre los que hace eje la película de Favreau (en la que Choi sirvió de asesor y entrenador para su actor/ director) y el vehículo perfecto para hablar de una de las estrellas del momento: el plato creativo y “gourmet” pero sencillo y popular a la vez. Como esos fideos vietnamitas que obsesionan a Bourdain en sus viajes y en su programa y en sus libros, o como el combo waldorf + lasagna con boloñesa + mousse de chocolate con salsa de frutos rojos con el que Elba Rodríguez se impuso en la emocionante final del Master Chef argentino.

La crítica norteamericana leyó en Chef (que se estrena por acá dentro de un par de semanas con el recalentado y poco digestivo subtítulo “La receta de la felicidad”) una suerte de paralelo de la carrera de Favreau, que irrumpió en la escena del cine independiente hace casi dos décadas con un par de muy buenos y celebrados proyectos propios, Swingers y luego Made, y en los últimos años estuvo al mando de equipos muy grandes y muchos millones de dólares para los estudios hollywoodenses, con las superproducciones Iron Man 1 y 2 y la frustrada Cowboys & Aliens. Favreau pareció por un tiempo moverse con comodidad entre ambos mundos, aportándole toques personales y cierta descontracturación a productos masivos (caso de la primera Iron Man), pero el sistema mostró sus limitaciones en los últimos tiempos, y su regreso a un film relativamente pequeño, de financiación independiente, totalmente diseñado por él mismo, como es Chef, se parecía un poco, no se puede negar, al arco de su protagonista en la película, un prestigioso cocinero que renuncia a la jefatura de un importante restaurante californiano por “desavenencias” creativas con su dueño (cameo amistoso y muy simpático de Dustin Hoffman) y sale a la ruta con un food-truck, para vender sandwiches y tacos en algunas de las ciudades con más personalidad culinaria de Estados Unidos, como Austin y Nueva Orleáns.

EN BUSCA DEL SANDWICH PERFECTO

Que la de los alimentos es una cuestión profundamente política –la abundancia, la escasez y la distribución; aquello de vivir para comer o comer para vivir, o para apenas sobrevivir; el problema de dónde y cómo se produce y se consume, de cómo se divide el mundo las capacidades de producción y exportación de ingredientes, de cómo se educa a las nuevas generaciones para comer, de la salud, de la necesidad, el placer y el exceso– es obvio y no es el tema central de Chef pero, como toda película inteligente sobre la cocina y los foodies, aparece al menos en la superficie, a través de otros asuntos no menores como la inspiración, la vocación, el marketing y el esnobismo. Cuando Carl Caspers (Favreau) larga su sólido puesto como jefe de cocina tras pelearse con su jefe, y se pone on-the-road, su intención es recuperar el placer del sandwich perfecto. Ya nos ha probado para entonces que puede hacer cosas sofisticadas, que encarna a la perfección la imagen del cocinero como artista moderno, pero que lo bueno no tiene por qué ser estrambótico. Siempre hay algo de demagogia en estas afirmaciones, pero a Caspers le queda sincero porque está más bien gordo, y lo vemos comer: lo vemos comer de todo eso que cocina, y también el sandwich de queso que prepara para su hijo, y también la comida chatarra que primero se niega a comprarle a éste para finalmente acceder. Le gusta comer, como a cualquiera, bien, y a veces normal, y a veces incluso mal. Toda la segunda parte de la película habla sin sermonear del auge de las cocinas locales y étnicas y de las raíces latinas de buena parte de los mejores platos del mundo y de algunos de los mejores cocineros que se hicieron de abajo, quemándose en cocinas de mala muerte. Otro de esos detalles del mundo de la cocina profesional, que Bourdain –que ha dedicado muchas páginas a sus ayudantes de cocina hispanohablantes, legales e indocumentados, y a cuánto aprendió trabajando con ellos– debe haber apreciado en Chef. A Favreau lo acompañan dos cocineros latinos, interpretados por John Leguizamo (el leal Martin) y Bobby Cannavale (Tony, que ejecuta una traición menor, quedándose al frente de la cocina de su ex jefe). “Quiero que mi hijo pruebe un auténtico sandwich cubano”, dice Caspers en un bar de Little Havanna, Miami, al que acompaña a su ex esposa –la siempre despampanante colombiana Sofia Vergara– a buscar al padre de ella –un veterano músico cubano– y al desvencijado colectivo que su adinerado primer ex (otro cameo amistoso: Robert Downey Jr.) está dispuesto a ofrecerle para que lo acondicione y monte su propio food-truck.

LA COCINA DEL SHOW

Otro de los protagonistas del boom gastronómico es el critico, el food blogger que sube y baja pulgares y entroniza y derrumba cocinas en redes sociales para legiones de seguidores que eligen dónde comer en base a la fotogenia de platos y el ingenio en menos de 140 caracteres. Es precisamente un tweet, como el que Bourdain mandó para recomendar el film de Favreau, el que dispara la crisis en la que se sumerge Caspers al principio de la historia. Las ansias de innovación, y la creatividad todavía en ebullición del chef, chocan contra la firme convicción del dueño del restaurante, que lo conmina a ir a lo seguro. “¿Qué pasaría si comprás entradas para los Stones y Jagger no toca ‘Satisfaction’? Salís del recital queriendo prenderles fuego a las butacas –lo increpa–. Tenemos un menú que ha funcionado muy bien durante cinco años. No lo cambies. Tocá tus éxitos.” En un acto de sumisión, Caspers accede inicialmente al reclamo, y como consecuencia, un influyente crítico culinario local, célebre por haber hecho cerrar locales con sus reseñas negativas, le asesta un mazazo por haberse dormido en los laureles. Iniciado a medias por su hijo en el manejo de Twitter, Caspers empieza inadvertidamente una guerra al tuitearle a su crítico, sugestivamente llamado Ramsey (como el irascible Master Chef Gordon Ramsay) Michel: “Vos no reconocerías una buena comida aunque se te sentara en la cara”. La escalada de agresiones verbales por Twitter da lugar a un episodio cara a cara que la concurrencia del restaurante registra en sus celulares, y se convierte en un escándalo rápidamente viralizado. “Vos sólo te sentás y comés y después vomitás todas esas palabras. ¡Es doloroso!”, increpa Caspers a Michel en el videíto, y de pronto pareciera que la película está lanzando un tiro por elevación contra los críticos (los culinarios y por extensión los de otras artes), por no respetar los esfuerzos ajenos ni entender sus técnicas ni dificultades: por llenarse las bocas hablando de aquello que desconocen. Por un momento, recuerda a esa invectiva contra la crítica que la obra maestra animada de Pixar, Ratatouille, volcaba en la figura del temido reseñista gastronómico Anton Ego. Pero no: así como en Ratatouille los cocineros conseguían ablandar al monstruoso crítico devolviéndolo a la memoria emocional de su infancia, a través del sencillo plato que le daba título a la película (es decir, lo ponían en contacto con aquello que alguna vez no fue tan sólo una responsabilidad profesional, sino el acto más genuino de encantamiento), Chef reivindica de algún modo a Ramsey, es conciliador: después de cargárselo por sus arbitrariedades e insensibilidad, lo incorpora como un jugador más de este universo. Que Ramsey esté interpretado por Oliver Platt, gran actor secundario y estrella teatral que es, a la sazón, hermano del reconocido crítico culinario Adam Platt, de la revista New York, parece ser parte del chiste. Finalmente, el reclamo que le hace Ramsey a Caspers, aunque lo haga de un modo gratuitamente belicoso, es válido: que vuelva a ser aquel que fascinó a sus comensales en sus inicios; el tipo arriesgado y creativo que todavía parecía maravillarse con las infinitas posibilidades del trabajo al que eligió dedicarle su vida. Eso, es, finalmente, lo que Caspers hace cuando deja la comodidad y el prestigio automático del local californiano y se pone en camino.

SAGAS DE CUCHILLEROS

Aunque sencilla y desprovista de pretensiones analíticas, Chef es inevitablemente un producto de su tiempo, donde la cultura gastronómica tiene su reflejo permanente en la televisión pero también, y cada vez más, en el cine, al punto de que varios de los festivales internacionales más importantes han programado a lo largo de los últimos años secciones enteras dedicadas a la comida y la cocina. Primero fue la “Culinary Cinema” en la Berlinale; luego el “Culinary Zinema” (así, con “z”) de San Sebastián. Hoy los hay en muchas ciudades: Nueva York tiene uno, claro, y unos días atrás terminó la segunda edición porteña del Festival de Cine Culinario: El cine cocina, en la Alianza Francesa, con padrinazgo del famoso chef japonés Takehiro Ohno, y proyecciones de títulos como Vatel, de Roland Joffé (uno de fines de los ‘90 sobre el célebre chef de Luis XIV, que sirvió grandes banquetes para miles de comensales en el siglo XVII; con Gérard Depardieu, tan creíble como cocinero gordo por supuesto), o los documentales L’invention de la cuisine: Pierre Gagnaire, o Les alchimistes aux fourneaux de Gilles de Maistre o Le semeur. Todos estos eventos funcionan como muestra de la expansión irrefrenable de este subgénero que ya ha dado no menos de dos documentales sobre El Bulli: Cooking in Progress (el restaurante experimental de Ferran Adriá, considerado hasta hace poco el mejor del mundo) y cosas un poco más lejanas y tal vez más estrafalarias como el danés Norma at Boiling Point (sobre la cocina de un local en Copenhague que René Redzepi, chef, maneja con “precisión militar”), y también muchísimas ficciones relacionadas de modos más o menos transversales con el tema: la inglesa Perfect Sense, de David MacKenzie, imagina a un héroe cocinero y epidemiólogo que enfrenta una pandemia global que está llevando al mundo a perder los sentidos del olfato y el gusto. También es significativo que, por fuera de los festivales, en los últimos meses se hayan estrenado comercialmente en Buenos Aires películas como El Chef (Comme un chef), con Jean Reno en una carrera contrarreloj para salvar su cocina de convertirse a la moda o esnobismo de la gastronomía molecular; o el más reciente Un viaje de diez metros (producida por Spielberg y Oprah Winfrey), sobre dos restaurantes en guerra, uno manejado por una familia india, el otro por una conservadora chef francesa interpretada por Helen Mirren. O un poco más atrás en el tiempo, un film extraordinario como Julie & Julia, particular biopic de Julia Childs, la Doña Petrona estadounidense que llevó la cuisine francesa a los hogares de su país a través de la televisión. Cuando se pasa lista, se obtiene una magnitud del fenómeno; y ya tiene programado su estreno, para algún momento del año que viene, la demorada adaptación al cine de Bone in the Throat, una de las novelas policiales que Bourdain escribió y publicó con moderado éxito antes de convertirse en el chef viajero y televisivo favorito del mundo; antes de sus libros sobre la grela y la grasa de las cocinas profesionales. En esta mediana producción inglesa, un ambicioso cocinero del East End londinense enredado con la mafia se convierte en testigo forzoso de un crimen en su propia cocina. Prometen ir cayendo, de a uno, el cocinero, el ladrón, su mujer, su amante y los demás.

LA OBSCENA ESTA SERVIDA

Y si hay algo más que caracteriza a la película de Favreau a la vez que encastra a la perfección en la tradición de películas con comida que nos hacen salivar es la potencia fotográfica y cinematográfica del plato y del proceso de elaboración, esa vieja pero probada idea de que entra primero por los ojos. Casi que nos derretimos con ese queso y en ese aceite en los que Caspers desliza sensualmente con sus dedos rechonchos el pan caliente sobre la plancha; o queremos meternos en la pantalla como si fuera 3D para probar esos fideos saltados que le prepara a su amante, que no es otra que la recepcionista del restaurante, que no es otra que Scarlett Johansson. Hablando de la cual, la actitud expectante con la que la chica, con un hombro descubierto y la boca que no aguanta más (son los expresivos labios de Scarlett, hay que recordar), espera las pastas sentada en la cama del cuartucho de mala muerte pero con gran cocina en el que pasa sus días el divorciado y atribulado cocinero de Favreau, sugiere en apenas un par de planos una revolución hormonal, una conmoción de los sentidos y de todo el cuerpo sólo comparable con la excitación sexual. Eso es poner en escena, traducir a imágenes explícitas lo que se ha dado en llamar Food Porn, la expresión más descarada y contundente de la nueva obsesión por la cocina. Food Porn es un hashtag y es también el nombre de numerosas cuentas de Twitter que actualizan permanentemente con imágenes delirantemente sensuales de comidas más elegantes o al paso, de cosas calientes y chorreantes, de sánguches a los que se les desborda el relleno (y de verdad, la moda importada del pastrón –pastrami– en fetas gruesas debería ser ilegal de tan hermosamente pornográfica que es), de pizzas con rodajas de embutidos choricescos, de quesos y salsas, de lo que quieran. No es nuevo, la revista Cuisine & Vins pareció desde mucho antes de toda esta cosa una gran revista de fotografía y las películas más recordables sobre el tema saben cómo explotar desde sus recursos visuales el sacudón sensorial que produce un plato lleno de colores, olores y temperaturas. Sólo que Favreau, gordo feliz, lleva este arte triple equis a niveles encantadores en unos cuantos momentos de Chef.

“El Food Porn, la glorificación de la comida como sustituto del sexo –escribía Bourdain (siempre está Bourdain) hace algo más de una década– no es un fenómeno enteramente nuevo. Tampoco la objetivización de la comida: la exhibición y la descripción de la comida y su preparación para un público que no tiene intención de cocinarla ni comerla.” A continuación, se reconocía como parte de una generación para la cual tener en su biblioteca pero fuera del alcance de los niños un libro como el lujoso French Laundry Cookbook es el equivalente a tener Trópico de Cáncer, de Miller, para sus padres. Y luego rastrea en El vientre de París (1873), la “obra maestra foodie” de Emile Zola, uno de los trabajos pioneros del food porn, ya que ubicaba a su hambriento protagonista en el epicentro de la comida francesa, el mercado central parisiense de Les Halles (de donde toma su nombre la brasserie neoyorquina cuyas hornallas Bourdain comandó por años) y porque “en una página repleta de descripciones generosamente detalladas, la línea que divide el sexo de la comida se vuelve permeable: son los encantos de la charcutería, el pescado, la carne y los vegetales amenazando con suplantar al sexo por completo. Entre relatos salvajemente entusiastas de ‘pilas emergentes de verduras semejante a olas que se abalanzan sobre nosotros, un río de verdura corre con fuerza a lo largo del camino, como un torrente otoñal de tierno violeta, azul violáceo, amarillo verdoso’, viene también una conmocionante visión de una lechonería: `un tesoro de cosas sabrosas que se derriten”, y la descripción de las salchichas curadas conviviendo con los frascos de mostaza, hermosos jamones oscuros, “crostas de pan tostado, lenguas de Estrasburgo, morcillas enroscadas como serpientes”; los “lagos de grasa derretida en los que se bañan suculentas fetas de carne”, y sigue, en una sucesión irrefrenable de imágenes digestivas. Un auténtico orgasmo.

Luego, recorre otros hitos de la novela erótico-gastronómica, como High Bonnet, 1945, de Idwal Jones; My Life and Loves, de Frank Harris y Quiet Days in Clichy, en el que Henry Miller trueca a sus personajes obsesionados por el sexo “que avanzan fornicando a exóticos lugareños” por “un grupo de maniáticos gourmets y gourmands en una búsqueda similarmente demencial del placer culinario” y las evocaciones ancestrales que les llegan a través del paladar y el olfato. “Uno lee todo esto y no sabe si decir, ¡comamos! O ¡sodomízame, idiota!”. Pero finalmente se pregunta cuándo fue que pasamos de aquello a esto como quien se pregunta, para trazar una línea histórica de la civilización, cómo pasamos de la mera satisfacción de la necesidad fisiológica al hedonismo desatado. Hace no tanto, dice, en los ’70, cuando él y muchos de su generación empezaban a cocinar, que no tenían idea de lo que estaban haciendo. “Pero mírennos ahora: Emeril –alguna vez el Ron Jeremy del mundo de la comida– tiene una sitcom, Jamie Oliver –¿la nueva Marilyn Chambers?– es objeto de deseo, anunciado de manera provocativa en la tapa de su libro y en televisión como ‘El chef desnudo’. (...) Todo lo que tiene que ver con la comida y los chefs se ha vuelto sexy de alguna manera. Y así como puede ponernos contentos este interés no esperado, nadie está más confundido acerca de por qué es así que nosotros mismos, los chefs, convertidos en estrellas de rock. Siempre supimos, mientras salíamos a contratar publicistas y asesores de imagen, que éramos los mismos miserables y monomaníacos personajes de siempre con los mismos nada simpáticos hábitos personales y ese olor a salmón ahumado y ajo al final del día laboral.”

En todo caso, concluía su ensayo Bourdain, cabe esperar que pasemos del porno a la consumación, que así como alguna vez, en los años ’50, la gente leyó sobre sexo “antes de entregarse indiscriminadamente a sus placeres en los ’60, ’70 y tempranos ’80”, “ahora también nos estemos acercando a una encrucijada, y en lugar de simplemente leer sobre las pequeñas buenas cosas que encontramos en los libros de cocina, empecemos de nuevo, tras una larga ausencia, a cocinarlas, y a redescubrir lo mejor de nosotros y mantenerlo cerca”.

EL HOMBRE ES UN ANIMAL QUE CENA

Con esta cita, y con otra antes (“El hombre es un animal que cocina”), tomadas ambas de un Antiguo Libro de Cocina, abre El cocinero (The Cook), el libro de Harry Kressing que La Bestia Equilátera publicó hace unas semanas con absoluto sentido de la oportunidad, pero que a diferencia de Chef no es otro avatar de su época sino que fue publicado originalmente en 1968. Y lo cierto es que la historia de Kressing ofrece una suerte de contrapunto al auge actual, con una idea sobre la cocina como una de las bellas artes que parte de un punto de vista más bien aristocratizante; de ascenso social, empoderamiento y eventual encumbramiento a través de los poderes encantatorios del plato perfecto. La prosa del libro es precisa y concisa y está enteramente volcada en diálogos y acciones, sin perder nada de tiempo en psicologismos ni disquisiciones sobre el lugar del chef en la cultura contemporánea. Su protagonista es un cocinero que llega para emplearse en la enorme casa de una familia adinerada pero en decadencia y condenada a la extinción. La situación del pueblo al que arriba en su bicicleta Conrad Venn, el espigado y oscuro cocinero del título, en la primera página del relato, queda clara y perfectamente descripta en unos pocos párrafos iniciales. El castillo de La Prominencia, que domina desde su colina el pueblo de Cobb, fue el hogar durante generaciones de la familia Cobb, los únicos, prósperos terratenientes de la región. Sus tierras fueron históricamente administradas por dos familias irreconciliablemente enemistadas: los Hill y los Vale (“colinas y valles”). Muerto el último Cobb varón, el testamento indicaba que La Prominencia quedaría cerrada hasta tanto los dos clanes –que tenían prohibido vender o regalar sus tierras– se reconciliaran y unieran mediante el matrimonio. Apenas llega al pueblo, el astuto Conrad se asegura su puesto en la casa de los Hill utilizando sólo las palabras justas. Enseguida se dedica a inspeccionar la ciudad, a su comunidad, sus proveedurías, los bares locales, y el deficiente personal de servicio de sus empleadores. Las siguientes 200 y pico de páginas cuentan cómo reorganiza la cocina, y a través de una dieta especialmente preparada para sus empleadores, para sus vecinos y amigos, y para cada potencial comensal, va ganándose a unos y a otros. Kressing nunca nos adelanta la estrategia de su hábil y temible protagonista, sino que se va desplegando ante nosotros conforme avanza el relato. Ocasionalmente recurrirá a la violencia o a la extorsión, o el chisme, para deshacerse más rápido de un contendiente, de un modo que lo vemos venir pero –al igual que a sus personajes– terminamos de comprender cuando ya es demasiado tarde y estamos inevitablemente atrapados en su plan, el cocinero se va apoderando de La Prominencia. Su plan se vale de la comida en un sentido impecablemente moderno para el lector que descubra el libro hoy: como fuente de salud (o de enfermedad), de placer (o de amargura), de felicidad o desdicha infinita. Hasta a gatos y perros salvajes se gana Conrad a través del estómago, y eventualmente, sin que sus jefes parezcan advertir cómo, los ha convertido a ellos en su personal de servicio.

Poco reeditado, The Cook se ha convertido en los años del boom mediático gastronómico en un libro de culto que los estudiantes de cocina estadounidenses se recomiendan entre ellos ávidamente en Internet y del que sólo se consiguen ejemplares usados a unos 30 dólares (entre dos y tres veces lo que cuesta una novedad en el mercado libresco norteamericano). No se dispone de mucha información sobre su origen ni sobre el escritor. La primera vez que se publicó, no se supo el nombre del autor; apenas que Harry Kressing es un pseudónimo. En posteriores reediciones se fue revelando que era neoyorquino de nacimiento, que tenía 40 años a la fecha de la primera salida del libro, y que había sido estudiante de derecho, oficial de la fuerza aérea e investigador en la Escuela de Economía de Londres. Kressing falleció en 1990; hoy sigue siendo un misterio y su pequeña gran novela es un clásico en todos los foros on line que se dedican a listar libros raros que reclaman reedición urgente. De hecho, la edición local aclara en sus primeras páginas que “aunque se han hecho todos los esfuerzos posibles, no hemos conseguido localizar a los propietarios de los derechos de esta novela de Harry Kressing” y que “La Bestia Equilátera declara su disposición a satisfacer los derechos correspondientes”.

A pesar de su carácter hoy semisecreto, The Cook tuvo una adaptación cinematográfica dirigida por Harold Prince apenas dos años después de su primera edición, con Angela Lansbury y el insípido Michael York como el protagonista. Retitulado Something for Everyone (“algo para cada uno”, una frase que describe bastante bien la manera en que el protagonista del libro extiende sus influencias sobre unos y otros), y estrenada por acá en su momento como El hombre propone... la mujer dispone (sic), hoy puede extrañar un poco que el puesto de cocinero pase a ser en la película el del mayordomo, y que con este cambio desaparezcan la significativa fascinación que exhibía el libro por las artes e idiosincrasias culinarias. Esto no quiere decir que en el libro la cocina funcione como un mero conducto narrativo, una alegoría de alguna otra cosa, sino por el contrario, que la novela parece reconocer, que la cocina y la comida son efectivamente, en el mundo real, en la vida cotidiana, algo tan importante para todos que a partir de ellas puede hablarse de casi todas las cosas que importan: política, economía, arte, cultura. Si hoy alguien hiciera una remake –y por favor, que así sea– a nadie se le ocurriría que el cocinero fuera otra cosa que un cocinero. Bourdain seguramente lo haría bien. Favreau está muy gordo para el papel, pero podría dirigirla. Y habría, de nuevo, comidas “sustanciosas” servidas en vajillas resplandecientes, y una entrega total a esas sensaciones y emociones enormes, esenciales, tan difíciles de definir, pero que son lo que nos hace lo que somos. Lo que comemos y cómo lo comemos. “Animales que cenan”. Un tuit perfecto.

UNA TAPA DE LA EDICIÓN ITALIANA DE EL COCINERO, DE HARRY KRESSING. AL LADO, LA NORTEAMERICANA, Y A LA DERECHA, LA QUE ACABA DE PUBLICAR ACÁ LA BESTIA EQUILATERA.

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