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Domingo, 23 de noviembre de 2003
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Nota de tapa

Te agarro y te mato

¿Cómo iba a reaccionar Quentin Tarantino frente a una industria cinematográfica que en menos de una década se volvió tarantinesca? Tras seis años de silencio, Kill Bill es la respuesta. Sin pirotecnia verbal, ni discusiones interminables acerca de la cultura pop, ni repasos por las últimas invenciones del habla callejera, ni referencias al cine norteamericano, ni nada de todo aquello que fundó el “estilo Tarantino”, el director contraataca con una película pletórica de citas al cine de artes marciales, yakuzas y samurais que parece obsesionada con un solo objetivo: lograr la mejor secuencia de acción jamás filmada. ¿Qué hay debajo de esta decisión? ¿Tarantino comenzó a autofagocitarse en su intento por escapar de su estilo? ¿Es una broma de tiempo en el corazón de Hollywood? ¿Por qué una película que en principio parece para cinco entendidos puede volver a cambiar el cine de la próxima década?

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POR HERNáN FERREIROS
Hay muchas formas de evaluar un título. Si se considera sólo el criterio que dice que debe dar cuenta del contenido de aquello que encabeza, entonces Kill Bill es el mejor título de la historia del cine. Absolutamente todo el argumento de la nueva película de Quentin Tarantino –segunda parte incluida– está expresado en esas dos palabras. Y encima se permite el lujo de la rima. En efecto, la “cuarta película de QT” –tal es la presuntuosa tagline del film (en realidad, considerando el episodio de Four Rooms, es la cuarta y un cuarto, pero la omisión no le resta vanidad al gesto: hasta Fellini, que no era precisamente modesto, recién empezó a contar cuando llegó al doble)– no trata sobre nada en particular, excepto la fascinación de Tarantino con el cine popular y su habilidad para rehacer los mejores momentos de las películas que más le gustan. En esto, la película es una obra maestra.

Para ser justos, hay que decir que Kill Bill, que se estrena el jueves que viene en Buenos Aires, es sólo media película. Tarantino filmó un guión de 220 páginas –más del doble del largo convencional– del que hubiera salido un film de tres horas y media. El productor Harvey Weinstein, quien hizo su fama y fortuna gracias a Pulp Fiction, pero no por ello es menos inflexible a la hora de defender su inversión, insistió en estrenarla en dos partes separadas. Así, los exhibidores podrán poner el doble de funciones por día y los espectadores terminarán viendo una película por el precio de dos. Según Tarantino, él mismo ya había tenido esa idea durante las últimas semanas de rodaje, pero no invoca los mismos motivos de usurero: “El equipo técnico de Pekín (donde se rodó buena parte de la película), que trabaja mucho y muy rápido, comentaba que esta película les estaba tomando el mismo tiempo que hacer dos”, explica Tarantino en una entrevista de la BCC. “En el set se hacían chistes sobre que se estaban filmando dos películas. Empecé a pensar que tenían razón: ¿quien oyó hablar de una película clase B de tres horas y media? Cuando Harvey Weinstein propuso estrenarla en dos partes, yo le dije: ‘Genial’, pero ya venía pensando cómo montarla de esta manera.” De modo que es apresurado arriesgar opiniones sobre el estado de la carrera de Tarantino o sacar conclusiones sobre su agotamiento o renacimiento (depende de quién hable) luego de seis años de silencio tras sólo el “volumen 1” de Kill Bill, sobre todo cuando el mismo director afirma que concentró toda la violencia en la primera entrega y que hay que esperar una segunda parte diferente, mucho más reflexiva y centrada en la exploración de los personajes. Al mismo tiempo, y aunque la conclusión dé un giro tan hábil que nos haga comernos nuestras palabras, lo cierto es que esa segunda parte todavía no existe y que esta película fue entregada al público como un trabajo terminado. No es un fragmento sino una totalidad que merece ser analizada como tal.

Es difícil establecer un género para Kill Bill. En el videoclub será una película de acción, subgénero: artes marciales. Pero no es el único. A grandes rasgos, pertenece por lo menos a otro subgénero, para nada incompatible con el anterior: las películas de venganza de mujeres. Tarantino afirma que se trata de un grindhouse epic, algo así como una película épica para esas salas que florecieron en los años setenta y que pasaban tres o cuatro películas de género por día: de artes marciales, de terror, eróticas. Seguramente, también se encontrarán argumentos a favor del gore, del cine de yakuzas, de samurais y mucho más. La enumeración deja en evidencia algo curioso: que la película no pertenece al subgénero creado por su director. Kill Bill no es una película tarantinesca. Lo más notorio: no hay pirotecnia verbal alguna –ni un solo diálogo merece ser citado–, no hay discusiones interminables acerca de la cultura pop, no hay negros repasando las últimas invenciones del habla callejera, niblancos hablando como negros, es decir, falta todo aquello, generalmente ligado a la escritura, que fundó el “estilo Tarantino”. Exceptuando el breve capítulo 1 –titulado “2”; ja, ja–, en el que La Novia (Uma Thurman) se enfrenta en una pelea a cuchillo con quien parece ser un ama de casa suburbana –llamada Vernita Green (Vivica Fox) la única negra de la película–, cuyo desenlace fatal es presenciado en silencio por la hija de cuatro años de la mujer, ningún otro momento reenvía directamente a la filmografía del director. Tarantino parece haber concentrado su energía mucho más en su tarea como director que como guionista. Tal vez forzando las cosas, se puede imaginar que las extravagantes secuencias de combates cuerpo a cuerpo planeadas por Tarantino son el equivalente visual del polvorín verbal de las películas previas, como si quisiera probar que puede hacer con la cámara lo mismo que hace con las palabras. Tras las tres grandes películas con las que logró todo, en ésta Quentin parece decidido a darse el gusto y ser completamente indulgente con sus propios caprichos. “Siempre consideré a los directores del cine de acción como los más cercanos al corazón del cine. Una buena secuencia de acción es cine en su forma más pura. Puede haber directores que logren más profundidad psicológica o más sentimiento, pero cuando hablamos de cine puro, estamos hablando de una buena secuencia de acción. La violencia es para mí la forma más acabada de entretenimiento cinematográfico”, concluye Tarantino.

¿De qué se trata la película? Contada de manera lineal –en el film, la narración avanza y retrocede, aunque en este caso la estructura está lejos de la complejidad de los anteriores– la trama es etérea, casi inexistente. La Novia –nunca sabemos su nombre– despierta de un coma de cuatro años decidida a matar a su ex jefe y amante Bill (David Carradine o, al menos, sus pies; hay que esperar a la próxima para verle la cara) y a los cuatro integrantes del Escuadrón de Víboras Asesinas por haber irrumpido en su boda, asesinado a casi todos los presentes y, tras una larga golpiza, intentado lo mismo con ella. La primera parte muestra el enfrentamiento con dos integrantes de este grupo de asesinos de elite, Vernita y O-Ren Ishii (Lucy Liu). La segunda mostrará el encuentro con los restantes. Un problema insalvable de esta estructura tan elemental –aun con las idas y vueltas, y los desvíos con la historia de cada personaje– es que condena a la(s) película(s) a repetirse al menos cuatro veces: de entrada ya sabemos que vamos a ver el encuentro con cada asesino, un enfrentamiento salvaje y la victoria de La Novia, hasta el encuentro final con Bill.
Ante la ausencia de diálogos estimulantes, Tarantino no ahorra ningún recurso visual para contar su anécdota mínima. Una decena de intertítulos divide la película en otras tantas secuencias, de un subgénero distinto cada una. Entre las más logradas –junto a la inicial, la tarantinesca– hay un animé (tal como llaman los japoneses a sus películas de animación) que narra el “origen” de O-Ren Ishii, la asesina integrante del Escuadrón de Víboras Asesinas que llegó a ser la princesa del bajo mundo de Tokio. Esta secuencia –realizada por el estudio IG, que hizo, entre muchos otros animé, Jin-Roh: The Wolf Brigade– no sólo enriquece visualmente la película sino que muestra una situación que de otro modo sería intolerable para buena parte del público: una escena de sexo entre O-Ren a los 9 años y el jefe de los yakuzas que asesinaron a sus padres. Esa muerte brutal, narrada momentos antes, con la chica como testigo, reenvía a la secuencia inicial donde otra testigo muda presencia el asesinato de su madre, y es invitada a vengarse en el futuro. Este reflejo de una muerte en otra sugiere que la violencia es circular e interminable. Es uno de los pocos momentos en que Kill Bill parece estar hablando de algo más que de su mundo cerrado.
En efecto, la película transcurre en un universo de bolsillo en el que no se usan armas de fuego sino irrompibles sables de samurai, en el que los mutilados tienen mangueras con muy buena presión en lugar de arterias, en el que se puede revertir la parálisis con fuerza de voluntad, en el que todo parece tomado de una vieja película de género. Desde el traje amarillo de Uma Thurman –el mismo que usa Bruce Lee en su película póstuma, Game of Death– hasta ciertos personajes –el legendario Sonny Chiba resucita para esta película a Hattori Hanso–, o el mismo David Carradine –claramente elegido sólo porque hizo Kung Fu (antes de que el guión estuviera terminado, Tarantino había pensado en Warren Beatty), todo remite a otra cosa. Reponer el conjunto de las referencias sería duplicar la mente de Tarantino. El sistema de citas es infinito, laberíntico. (Algunas más, al azar: cuando La Novia aparece en silla de ruedas, se escucha la música de Ironside; la primera vez que se ve a O-Ren como asesina a sueldo, viste un traje rojo similar al de Electra, la asesina del comic de Frank Miller; los secuaces de O-Ren visten como Kato, el personaje de Bruce Lee en El avispón verde; cuando Elle Driver –Darryl Hannah– va al hospital a asesinar a La Novia, silba la banda sonora compuesta por Bernard Hermann para Twisted Nerve, un thriller inglés de los sesenta; ese personaje, una asesina tuerta, está tomado de un porno de principio de los setenta llamado Thriller, en el que una prostituta se venga de su fiolo, luego de que el mantenido le arranque un ojo cuando quiere abandonarlo; el cartel de los Shaw Brothers que se ve al comienzo es el de la compañía que produjo buena parte de las películas de artes marciales de los sesenta y setenta; y se puede seguir y seguir...)

La referencia más productiva porque es más que un guiño cool y un reclamo de pertenencia a cierto universo de sentido, porque da una clave para una lectura de esta película, está lejos del cine oriental. La trama –y el personaje central– tiene muchos puntos de contacto con La novia vestida de negro (François Truffaut, 1968), la película en la que Truffaut se da el gusto de hacer un pastiche con sus escenas favoritas de las películas de Alfred Hitchcock. Es, también, una historia de asesinatos y venganza protagonizada por una mujer y otra película confeccionada como un best of... cinematográfico. Tarantino replicó el gesto de Truffaut: se tomó la libertad de hacer una película como las que admira, al tiempo que se mide con los directores de los que aprendió el oficio.
Sólo la decisión consciente de probarse a sí mismo o de intentar superar a sus maestros pudo haberlo llevado a dedicar un tercio del metraje de esta película al combate de La Novia con O-Ren Ishii y su banda, los 88 guerreros locos. Tarantino, tras lo que evidentemente considera un premio mayor: lograr la mejor secuencia de acción jamás filmada. Es una coreografía monumental y sanguinaria, un tour de force de mutilación y formas de morir atravesado por una espada. Es un despliegue de destreza cinematográfica inusitada. Y, sin embargo, fracasa en su objetivo manifiesto: la acción no es cautivante. Hay una pericia de la realización que es indudable, pero su calculada perfección no deja lugar a la identificación. Es como ver una escena porno y percibir que cada gesto es parte de una rutina estudiada. Casi no transmite adrenalina, emoción, ganas de pararse y aplaudir. Cuando se trata de palabras, Tarantino no tiene problemas para conjurar la devoción del espectador. Hay que decir que escribió algunos de los monólogos más brillantes del cine (un recuerdo: en True Romance –Escape salvaje–, cuando Dennis Hopper demuestra al mafioso racista interpretado por Christopher Walken que todos los sicilianos son en parte negros). Sin embargo, cuando decide prescindir de las palabras, no puede lograr lo mismo. El combate de La Novia con los 88 guerreros locos resulta casi tan mecánico y monótono como el de Neo con los infinitos agentes Smith en Matrix Recargado. Pone en la pantalla la idea típicamente adolescente –o tal vez típicamente norteamericana– de que la violencia es entretenida por sí misma, que mientras todo esté en movimiento, el espectador no tiene posibilidades de aburrirse. Pero lo cierto es que si no hay una construcción imaginativa, una dosificación, y la creación de un compromiso emocional con los personajes –producto de que nos importen aunque sea un poco–, resulta anticlimática. Aunque Tarantino, a diferencia de la mayor parte de los realizadores norteamericanos, no detiene la narración para insertar una secuencia de acción (como si fueran polvos en una película softcore) sino que sigue narrando algún aspecto de su historia durante la acción, cae preso de la misma convicción que hace del cine americano una máquina que no puede producir sino otras máquinas idénticas: el convencimiento de que más grande y más rápido es mejor.

La película comienza con una cita conocida: “La venganza es un plato que se sirve frío”. Luego, leemos la referencia: “Viejo proverbio klingon”. Además de ser la única vez que una frase atribuida a una raza extraterrestre abre una película de artes marciales, este suceso nos da una clave de lectura. En realidad, se trata de un proverbio anónimo, aunque probablemente haya aparecido en un capítulo de Star Trek en boca de esos aliens. Que Tarantino haya elegido otorgar la autoría a los klingons, supone un problema para muchos espectadores: ¿quiénes son los klingons? Esa barrera puesta directamente al comienzo, indica que esta película no es para cualquiera sino para aquellos con el conjunto de conocimientos que le permitan decodificar ese nombre. Como los personajes de Arlt, Tarantino crea su sistema de referencias y de citas con despojos de la cultura de masas. En Arlt, el lugar de las citas de autoridad que corresponderían a un escritor de la cultura “alta”, a alguien con autoridad, está ocupado por referencias a folletines o revistas técnicas. Es decir, Arlt revaloriza el conjunto de saberes que no pertenecen a una elite sino que están al alcance de todos. Tarantino realiza una operación análoga, pero más compleja. Porque si bien para hablar de la venganza elige citar a los klingons antes que a, digamos, Shakespeare, la cultura de masas a la que hace referencia en Kill Bill –no sólo en esta cita sino incansablemente, insondablemente, a lo largo de toda la película– es tan opaca para cualquier espectador no especializado como lo sería una cita de Wordsworth, el poeta, para un lector de Wolverine, el comic. Es cierto que la cultura de masas se extendió tanto desde el momento en que Arlt publicaba sus novelas hasta ahora que ya no hay mucho que quede fuera. Justamente por esa razón tiene zonas (ciertos comics, ciertas películas, ciertas series de TV) cuyo credo parece totalmente ajeno a la cultura que las cobija: la voluntad peregrina de llegar a todos. La densísima trama de referencias que esta película exprime de nuestra cultura de masas –oscuras películas de karate, inconseguibles films de yakuzas o samurais, pornos olvidados y demás restos obtenidos en las zonas más lejanas de los medios masivos– hace que su espectador ideal sea alguien muy distinto del “hombre común”. No cualquier segmento de público es una elite. Pero si se toma como rasgo constituyente no el capital real sino exclusivamente el simbólico, la película de Tarantino es, efectivamente, para una elite. Desde luego, no la elite que se junta en las galas del Colón sino, por ejemplo, los pocos desequilibrados que pueden citar cronológicamente las películas de Sammo Hung. Kill Bill discrimina a sus espectadores. Es decir, trata a la cultura de masas como si fuera de elite. No explica, no reduce, no simplifica, no “educa”. En cambio, cita, cita y cita. Es como un compendio donde se revisitan los mejores combates del cine de karatecas, las mejores peleas del cine de samurais, las mejores bandas sonoras... Eso no quiere decir que no se pueda seguir si no se sabe todo sobre, por ejemplo, el cine de Hong Kong, pero, tal como le pasaría a un devoto de Gente frente a un texto de Borges, hay mucho sentido que va a pasar de largo, inadvertido.

Es probable que entre los apologistas de Kill Bill haya quien vea una revalorización del lugar de la mujer, su enpowerment, por usar un término frecuente en el microclima políticamente correcto de los norteamericanos. Lo cierto es que hay tanto girl power aquí como lo había en las películas de Russ Meyer (quien hizo Faster, Pussycat, Kill, Kill, que también trata sobre un grupo de asesinas de elite), uno de los prohombres del cine de explotación sexual. Probablemente sea ésa la genealogía reclamada por Tarantino, las del cine de explotación con mujeres sado/criminales, que incluye una larga descendencia dentro del cine más trash (que llega hasta The Long Kiss Goodnight, protagonizada por Geena Davis o las mismas Angeles de Charlie) y que poco tiene que ver con la igualdad de poder entre los hombres y las mujeres en el cine (un reclamo insufrible, por otra parte). El mejor cine de explotación –como el de Meyer– siempre muestra un notorio desbalance de poder a favor de las mujeres, acaso porque el morbo que provoca en sus espectadores provenga de encontrar en la pantalla lo que les resultaría insoportable en la vida.

Kill Bill realiza otra inversión interesante, porque si bien la película proviene del centro, Hollywood, su sistema de referencias está construido en torno a cines periféricos. En esta película –no así en las anteriores del realizador– hay mucho más cine popular chino (samurais y artes marciales), cine taiwanés, cine japonés (policiales de yakuzas) y cine italiano (spaghetti western) que cine norteamericano. Claro que más que un corrimiento de Hollywood hacia el cine que Estados Unidos llama, fiel a su política de “ellos y nosotros”, world cinema, lo que hace esta película es una operación de apropiación: toma lo que le sirve y excluye el resto. A su favor hay que aclarar que lo hace de modo menos mecánico e irreflexivo que, digamos, Los Angeles de Charlie (que incorpora un número tal de mediaciones que cualquier todo de sentido se perdió en el camino y sólo queda un conjunto de clichés: Tarantino tomó sus personajes del cine chino, el director de Los Angeles de Charlie de un videoclip de hip hop que imitaba una película de Hollywood que imitaba una película china). Frente al cine más mainstream, que finalmente termina adoptando procedimientos similares a los suyos, Tarantino demuestra clara conciencia de lo que hace. Umberto Eco define la vanguardia como aquello que imita el acto de imitar, mientras que el kitsch es aquello que imita el efecto de la imitación. Tarantino pone en evidencia los procedimientos de su imitación, por ejemplo, en las citas; no está haciendo cine de vanguardia, pero sí un cine original (su exceso visual, estilístico, genérico y su pantagruélico conjunto de citas es algo inédito) cuyos efectos –como ya sucedió– serán imitados en el futuro, cosa que, probablemente continúe degradando el cine norteamericano. En esta primera parte, Kill Bill se muestra tan grande, tan excesiva, tan vacía de todo menos de su fascinación con el cine y, por ende, consigo misma, que nos lleva a preguntarnos qué veremos cuando empiecen a llegar sus imitadores.

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