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Domingo, 23 de noviembre de 2003
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MÚSICA

El imperio de los sentidos

Vuelve el fado. Sensus, de Cristina Branco, revitaliza la melancolía del género abrevando en Vinicius, en Chico Buarque y hasta en Shakespeare.

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Por Diego Fischerman

Algunos dicen que la palabra fado viene de fatum, que quiere decir destino. Las mujeres de Lisboa, decía Amalia Rodrigues, “crecían mirando al mar. De allí volvían nuestros hombres o las noticias de sus naufragios”. Y explicaba que las mujeres de Lisboa “lloran como sólo se llora en los puertos”. Las mujeres de Lisboa ya no son las mismas, y seguramente no sufren por las mismas cosas. Tampoco queda en pie la vieja mímesis entre fado y dictadura, propiciada por el régimen de Salazar y condenada por la Revolución de los claveles, en 1974. El fado ha cambiado, tiene nuevas figuras (Misia, Dulce Pontes, Mafalda Arnauth) y es capaz, como en el último disco de la mejor de todas ellas, Cristina Branco, de apropiarse de brasileños como Vinicius de Moraes y Chico Buarque (una versión antológica de “O meu amor”, acompañada por piano y contrabajo) y hasta de un poema de Shakespeare (en “Se a alma te reprova”).
En Sensus, Branco lleva las viejas reglas del género, sin traicionarlas, hasta un nuevo clímax. La voz grave (aunque capaz de trepar sin dificultad a los agudos), de timbre aterciopelado y oscuro y con un vibrato cálido que domina a la perfección, la lleva por un repertorio que se acerca o aleja del registro más folklórico como aquel mar a las costas portuguesas. La historia del fado está signada, además, por azares y malentendidos. Uno de ellos es el que convirtió al cittern del Renacimiento inglés en instrumento nacional y ejemplar de la música portuguesa, a partir de la guerra con España. Los instrumentos comenzaron a comprarse en Inglaterra, el cittern de cuerdas metálicas empezó a llamarse guitarra y a la vieja guitarra la llamaron violâo.
En Sensus –recién publicado localmente por Universal– están los acompañamientos a la manera de la tradicional escuela de los Paredes, con guitarra portuguesa, guitarra baja y violâo, como en la bellísima e inmensamente melancólica “Se a alma te reprova”. La resonancia de las antiguas cantigas (que en los tiempos de la colonia se afincaron en el nordeste brasileño) se filtra en “Soneto destruido”, con texto de Vasco Graça Moura. Y el fado a secas, cantado como los dioses, le da su respiración a “Um fado: Palabras minhas”, sobre un texto de Pedro Tamén. Salvo en la canción de Buarque, en dos con música de Miguel Carvalhinho (“Pastoras de estrela” y “Ca mi queria”) y en “Ninfas”, con texto extraído del Canto IX de Os Luisíadas de Luis Vaz de Camôes y música de Carlos Gonçalves, todas las músicas fueron compuestas por Custódio Castelo, arreglador del disco y marido de la cantante. Allí aparece ese raro arte, heredado por algunos brasileños como Chico Buarque, de establecer una tensión entre el texto y la melodía capaz de dotar de un nuevo sentido a ambos. Tal vez el mejor ejemplo sea “Segredo” (un poema de María Teresa Horta), donde una música casi festiva –inocua, podría decirse– acompaña las palabras “déjame cerrar el anillo alrededor de tu cuello, con mis largas piernas y la oscuridad de mi pozo”.

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