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Domingo, 6 de septiembre de 2015
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LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL

FAN Un director de teatro elige su película favorita: Horacio Banega y El movimiento falso de Wim Wenders

Por Horacio Banega
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Vi El movimiento falso de Wim Wenders en 1980, en el Cine Club Chaplin, en Santa Fe. Yo tenía 16 años. Trato de recordar qué es lo que percibí en ese momento y sólo me llega desde el pasado una especie de resonancia geológica. Una imagen se presentifica: Hanna Schygulla en su auto en una autopista alemana. Alguien huye o viaja o abandona un lugar. Un abuelo y su nieta o algo así hacen números de teatro callejero. Todos los caracteres tienen una filosofía, privada o semiprivada. Están solos, muy solos, divagando en un devenir que no llega al rizoma, pero ya tampoco tiene centro. Todo esto lo supe después. En 1980 me llevé la música, la autopista, el bosque, el suicidio, y la tremenda experiencia de que el cine podía ser otra cosa distinta a lo habitual, pero no sabía qué hacer con ello.

No sabía cómo enfrentar lo real. Lo real: los otros, mi familia, la ciudad, mi cuerpo. Fui al cine club, no sé cómo me enteré de que se podía ser socio siendo adolescente, un par de veces vi a unos jóvenes y sabía o me enteré de que hacían cosas que a mí me parecían irresistibles: dejarse la barba, trabajar en algo que me imaginaba creativo, interactuar con mujeres, escuchar música, hablar, hablar, hablar, leer, leer, leer. Una vez vi donde trabajaba uno de ellos, me acerqué y le dije algo así como: quiero estar con ustedes. Daniel me miró y salió de su silencio habitual para decirme: estamos haciendo una revista under, ¿querés venir? Daniel es poeta y me presenta a su banda: Edgardo y Graciela, Omar y algunos más que ya no puedo ni siquiera intentar recordar. Fueron mis hermanos mayores. No fueron los únicos.

Caminaba desde el Cine Club por calle San Martín hasta Crespo y de ahí bajaba hasta Boulevard Zavalla, donde vivía con mis padres y mucha gente más. En mi pieza me esperaban Rayuela, Los demonios, y en algún momento las novelas policiales de James Hadley Chase. Tenía mis amigos del barrio, el Gato, Charly, Mario. Iban al Industrial y yo iba a un colegio católico privado. Nos prestábamos los libros, los chismes, las primeras aventuras, el viaje a dedo por Córdoba.

Una vez luego del servicio militar me fui a vivir a San Francisco. Charly y el Gato me acompañaron a la terminal, con sorpresa y admiración. Me fui a trabajar de diseñador o mejor, de aprendiz de diseñador de calzado con un familiar lejano. Aguanté una semana. Cuando volví a mi pieza y Charly me fue a saludar, su cara de decepción todavía me acompaña. Ese fue un movimiento falso.

Una escena de la película atraviesa y viaja en el tiempo para llegar ahora hasta aquí: Wilhelm (Rüdiger Vogler) escucha rock en su pieza y rompe el vidrio de la ventana con su mano que comienza a sangrar. Quiere escribir y se lastima la mano. Entra su madre, se lamenta sólo con la mirada y le propone que vivan separados. Wilhelm decide partir y dejar su ciudad, que le parece hermosa ahora que la va a abandonar. Para escribir. Para tener experiencias y empezar su educación sentimental. Y su aprendizaje literario. Leer mientras viaja y tiene experiencias. Lo que ahora me sigue pareciendo maravilloso de la película es el modo en que se relacionaban los que se iban encontrando en el camino. Adosarse, adherirse, apoyarse, deslizarse entre los otros y subir al auto y seguir hasta llegar a una casa, equivocados, y cenar y dormir con el dueño que estaba por matarse. Luego despedirse, irse, sin dejar rastros en la vida de los otros, sólo la leve sensación de que compartieron algo imprescindible de vivir. Desprenderse de lo que un día atrás parecía eterno. Ficción escénica y filosofía penetran toda la película, y hoy, ya en mi adultez, interpreto a posteriori el golpe que la película me propinó.

La adolescencia no termina nunca, parece decir Wenders, antes de llegar a Holden Caulfield, otro romántico. Pararse sobre la cabeza, colgarse de una lámpara, sostenerse sobre la baranda de un barquito, escribir sobre un vidrio roto, leer un poema malo bajo un árbol, irse. Abandonar la ciudad, hacer amigos en el camino, pagarles la comida, encontrar una actriz profesional, ver la muerte y el horror de los campos de concentración. Pensar. Hacer. Narrar.

Y el auto que sigue por la autobahn, atravesando el campo, la montaña y llegar a la ciudad, americana. Y el rock sonando. Ahí percibir que el camino está ya recorrido, que se pueden confundir las cosas, ir para la izquierda cuando querés ir para la derecha, estar con Mignon cuando quería estar con Hanna Schygulla, pensar que encontraste un amigo mayor hasta que te cuenta su secreto y lo único que se te ocurre es matarlo.

No sabía quién era Peter Handke. Luego lo leí hasta el hartazgo. La película me fortalece en mi creencia de que lo que nos salva (del sinsentido) es la amistad. La amistad es un gasto, por eso es muy difícil en países protestantes que se cultive este gasto que no tiene tasa de retorno asegurada, porque la amistad no es una relación familiar, sino, justamente, una relación de alianza. Las alianzas pueden salir mal. En mis años de aprendizaje tuve y perdí muchos amigos y cada relación fue particular. En esos años de formación que todavía siguen aprendí a toparme con la muerte, la tolerancia, el suicidio, la entrega, la desconfianza, la humildad, la perversión. El pasado (tema del film, junto con su correlato que es el tiempo) nos configura en tanto somos el futuro pasado. El adolescente que fui todavía sigue pensando cuál es el movimiento entre el pensar y la ficción escénica, donde está la falsedad de la vida social, y espera llegar a la montaña sólo para verla cubierta de nieve.

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