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Domingo, 4 de octubre de 2015
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Un artista elige su obra favorita: Florencia Levy y La lechera de Burdeos, de Francisco de Goya.

UN FAMILIAR LEJANO

Por Florencia Levy
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Invierno del 2003, Museo del Prado. Vengo caminando por un pasillo de paredes color amarillo pastel. Acabo de salir medio sonámbula de una muestra de Vermeer y el interior holandés, y tengo el cerebro impregnado de esa luz que entraba por una ventana de vidrio repartido en uno de sus cuadros. Voy atravesando las siguientes salas con la mirada clavada al piso, o al techo, negándome a ver otras pinturas para retener la mayor cantidad de tiempo posible el eco de esos interiores, el rebote de esa luz en el piso de damero.

A paso de mareado, dejo atrás la planta baja del museo y decido irme: quiero aprenderme de memoria para siempre las pinturas de Vermeer que acabo de ver y pienso que es importantísimo no desconcentrarme con ninguna otra genialidad; nada de Velázquez, ni El Bosco, ni todos esos fenómenos que llego casi a escuchar por su cercanía pero prefiero evitar en este momento. Se había arraigado en mi mente la idea de que otras imágenes espectaculares iban a separarme un poco de lo que quería recordar.

Es cuando me estoy por ir que colisiono con La lechera de Burdeos. Pego un grito callado, casi me caigo. En un balanceo extraño cierro los ojos, abro los ojos, entiendo en medio segundo lo que acaba de pasar: reconozco a la lechera, pero no como un cuadro de Goya, no como una premonición del impresionismo, ni siquiera reconozco toda una serie de características formales que hicieron que muchos especialistas afirmaran que La lechera no fue pintada por Goya sino por Rosarito Weiss, su ahijada y discípula, joven prodigio a quien muchos adjudican la real autoría del cuadro. Lo que reconozco es la imagen de la tapa de un catálogo del Museo del Prado que se apoyaba en el borde de un estante en una biblioteca de caña del living de la casa donde vivía cuando era chica. Lo que reconozco es una constelación de recuerdos enlazados a esa imagen, un sonido continuado que va desde el fondo del cuadro a otro fondo: el de las paredes color crema del living de esa casa, pasando por toda la profundidad de campo de un recuerdo que repite una resonancia sobrenatural y conocida.

Había visto esa imagen por años, todos los días. Era para mí como el retrato de un familiar lejano, una especie de tía abuela que no había llegado a subirse al barco que venía de Minsk, de Odessa o de Esmirna, y había quedado sola, se había visto forzada a cambiar su identidad y terminó vendiendo leche arriba de una mula, triste y con un fondo borroso. Asumió un final trágico y ahora era un fantasma indocumentado al que no se le veían las manos.

En la misma biblioteca de caña compartían un lugar central una copita de plata labrada, una foto de unas vacaciones en Bariloche y un retrato mío en quinto grado con dos trenzas. La lechera estaba en el estante de abajo como un pariente más, y no sé si estoy inventando pero creo que le había puesto un nombre: se llamaba Ester.

Los días siguientes volví al Museo y pasé varias horas dibujando a la lechera; descubrí todos los colores que no se notaban en la reproducción de la tapa del catálogo y me acercaba todo lo que podía para ver si adivinaba los dibujos que habían sido evidenciados por radiografías, donde se descubrió que debajo de la lechera vivía la cara de un moro y una pequeña figura de mujer en un balcón. Como si la pintura tuviera sus propios recuerdos.

Llené un cuaderno de bocetos tratando de invocarla, algunos con detalles muy precisos, otros que completan todo lo que el cuadro no muestra: las manos, la mula donde va sentada, algo invisible en el suelo donde tiene anclada la mirada perdida. Otros dibujos eran esquemas abstractos, rezos para que me devolviera algún detalle, una referencia topográfica de algo olvidado, una traducción, un fósil. La dibujaba como mapeando el borde de una zona que no se entiende donde empieza o termina un recuerdo.

Pienso en el fondo del cuadro todo borroso con esos azules y verdes medio sucios y me da euforia y nostalgia. ¿En qué momento un dato se convierte en monumento?

El catálogo se perdió en una mudanza y yo nunca volví al Museo del Prado, pero a menudo pienso en La lechera de Burdeos. Una palanca en mi cerebro me arroja de vez en cuando su imagen como una reliquia, y siempre me pregunto qué tipo de teoría se acomoda en la mente para retener con tanta devoción un detalle.

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