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Domingo, 29 de noviembre de 2015
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LA ETERNIDAD IMAGINARIA

Por Mariano del Mazo

La situación tuvo algo de espectral, como un juego de la copa. Es bastante extraña la escucha colectiva de un disco –un ritual que, al menos en primera instancia, pide soledad–; aún más extraña si se trata de un disco póstumo de Luis Alberto Spinetta que originalmente fue concebido como la grabación de un encuentro informal de amigos –Spinetta más Rodolfo García y Daniel Ferrón– macerados en mañanas de miércoles en la casa de García. El martes en el teatro Sony un grupo de periodistas más o menos veteranos desayunaban y esperaban el instante del play como quien espera una revelación. Que regresara algo de ese hombre que alguna vez escribió “mi espíritu se fue”. Hasta que se escuchó el primer sonido, nadie sabía a ciencia cierta de qué iba la cosa. A los pocos minutos, ya todos los sabían: otra vez Spinetta, quién sabe desde dónde, repartía canciones amablemente jazzísticas como quien reparte barajas mágicas.

La informalidad de las reuniones del trío está presente en algunas frases que se escuchan entre tema y tema. “Bastante feliz”, aprueba Spinetta apenas termina el tema que abre, “Apenas floto”. También en algunos silencios se escucha su respiración. El juego de la copa: el artista más unánimemente respetado y querido del rock argentino habla, respira. Spinetta murió el 8 de febrero de 2012, y desde entonces se han sucedido homenajes, discos tributo, muestras. Los Amigo, el disco que se escuchó el martes con la presencia de su adorado Rodolfo García, del bajista Daniel Ferrón y de sus cuatro hijos (Dante, Catarina, Valentino y Vera), funciona casi como una oblicua y hermosa autocelebración. Si las Bandas Eternas sugería ya desde su título un desafío al paso del tiempo y a la muerte, Los Amigo es el Lado B de la misma idea, una idea que Spinetta poetizó de un modo extraordinario. “Inútiles hojas del tiempo”, escribió en “La eternidad imaginaria”.

Si lo de las Bandas Eternas fue una apropiación del rock argentino hacia el pasado –con la autoridad que da el respaldo del arte, la multiplicidad de estilos, una obra–, desde Almendra, pero también desde versiones de Manal, Miguel Abuelo o Litto Nebbia, Los Amigo parece ser el punto de partida de un itinerario que se hunde en el futuro. La compuerta de un dique que se abre. Dante, Catarina, Valentino y Vera dieron pistas de lo mucho que ocultan los archivos de su padre, de los misterios que bullen en su bendita computadora personal como el monstruo de la laguna. Más canciones inéditas, letras, dibujos... Lo que corresponde a alguien que hacía de la creación un ejercicio cotidiano. Van despacio: en cada búsqueda se les mezcla el amor filial y la admiración artística, seguramente un mix de tristeza y revelación. Pero ya anunciaron ediciones de shows en vivo y un ordenamiento de la maltratada obra discográfica, con el lanzamiento de trabajos descatalogados en ese maltrato como Kamikaze y A 18’ del sol. Nadie padeció más la impiedad de la industria discográfica que Luis Alberto Spinetta; nadie, ni siquiera los Redonditos de Ricota, fue tan claro en su cuestionamiento como en el manifiesto “Rock: música dura. La suicidada por la sociedad”, de 1973. Eran otros tiempos.

En el tratamiento de las grabaciones de Los Amigo se nota el cuidado amoroso de músicos tan afines como el Mono Fontana y Claudio Cardone. No hay herejía posible. Fontana intervino con sus teclados y efectos en temas como “Bagualerita” y Claudio Cardone se puso al hombro los arreglos y la dirección de la Kashmir Orquesta. El disco se escucha como una gran, inspirada zapada, y en esa zapada Spinetta toca la guitarra con un swing y un gusto que ya había exhibido en Invisible, en la Banda Spinetta y en Jade. Jazzea con una Gibson Les Paul 1962 y se limpia la roña de Los Socios del Desierto para volver a ser aquel límpido instrumentista de la segunda mitad de los 70. Y canta: “Iris” –dedicada a Ana, su hermana, la que desde el primer disco de Almendra no duerme y cuenta las luces sola en su cuarto– en dos versiones, y canta aún mejor en una belleza total llamada “Canción del lugar” y su verso recurrente: “Tal vez no aceptes que otro amor vendrá”. Y toca: “El cabecitero”, “El gaitero” y “Río como loco”, un track oculto que originalmente se titulaba “Shaker” por su impronta de la vieja banda de los Fattoruso.

Las crónicas y las reseñas se multiplicarán: es tal vez el gran disco de rock argentino del año, y hay mucho para decir. Lo que quizás nadie pueda explicar es qué significa un nuevo disco de Luis Alberto Spinetta hoy, aquí y ahora. Subraya su ausencia, define el perímetro de un sitio vacante, nos deja en tensión entre el pasado y el futuro, entre la nostalgia y la resignación y ¿qué más? ¿Mañana es realmente mejor, o apenas una ilusa manifestación de la utopía que se repite como un rezo? A quién sabe cuántos minutos del sol Spinetta se empecina en enviar señales, más preguntas y certezas, como metido en una canción propia, nueva y vieja. “Tal vez no aceptes que otro amor vendrá”, canta. Luego de la escucha, luego del baldazo de poco más de media hora de simple buena música, original, bien tocada, con buen gusto, entre la perplejidad y el regocijo espiritual, ninguno de los presentes en el teatro Sony parece aceptar otro amor.

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