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Domingo, 17 de enero de 2016
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David Bowie

UN RAYO MISTERIOSO

El 8 de enero pasado, David Bowie editó su último disco, Blackstar; ese mismo día cumplía 69 años. El 10 de enero, apenas cuarenta y ocho horas después, los medios anunciaron su muerte. Nadie sabía que estaba gravemente enfermo: fue un secreto guardado con fidelidad por su círculo íntimo. El impacto mundial creció gracias a la sorpresa y la incredulidad: había decidido, con el disco y los oscuros videos que lo acompañaban, convertir su muerte en una obra de arte. Con David Bowie se fue la estrella pop más importante del siglo XX y uno de los artistas más peculiares nacidos del rock: ídolo glam en los 70, Duque Blanco del funk y la música negra, vanguardista en Berlín con Brian Eno, productor de Iggy Pop y Lou Reed, colaborador de Queen, Mick Jagger y Tina Turner, fue una superestrella en los 80. Y en los años ‘90 se reinventó como un explorador de nuevas tendencias musicales y padrino de artistas emergentes, desde Arcade Fire hasta Madonna, pasando por Marilyn Manson, Trent Reznor o Pixies. Actor de Nagisha Oshima, Nicolas Roeg y Jim Henson. Icono queer y explorador infatigable de lo nuevo, hizo todo sin prejuicios, con un talento deslumbrante y una afabilidad reconocida por todos. Desde ayer, una constelación cercana a Marte lleva su nombre.

Por Marcelo Figueras
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Casi todas las remembranzas de Bowie subrayan su habilidad para mudar de persona pública. (En estos días, el adjetivo “camaleónico” se merece vacaciones.) Lo que brilla por su ausencia, sin embargo, es la contextualización de esos cambios. Puede que la debilidad de Bowie por el fashion confunda a muchos, sugiriendo que cambiaba por cambiar nomás, como tantas colecciones de haute couture. Pero ninguna de sus metamorfosis fue caprichosa. Empezando por la que empujó a David Jones, el hijo de la camarera y el empleado de una proto ONG, a adoptar el nombre de un aventurero –uno pendenciero, además, que ya había prestado su nombre para bautizar al más fálico de los machetes.. y convertirse en Bowie. (Habría que explicar por qué el rock se apropió de la tradición literaria del nom de plume –los nombres de fantasía de los actores de Hollywood no cuentan, son funcionales mas no simbólicos–, para colaborar con la necesidad de ciertos artistas de redefinirse a sí mismos: Bob Dylan, Johnny Rotten, Joe Strummer, Elvis Costello, Richard Hell, Freddie Mercury, Sting.) Mientras fue David Jones, un nombre simple y repetido, Bowie no hizo más que fracasar. (“Todo se aprende del fracaso”, dijo alguna vez.) Cuando la existencia de un segundo Davy Jones se hizo ostensible –éste era parte de la banda prefabricada para imitar a Los Beatles que se llamó, apropiadamente, The Monkees–, la usó como excusa para convertirse en otro: El Artista Antes Conocido como David Jones. Porque, a mediados de los 60, el rock ya había dejado de ser tan sólo un estilo musical: más bien oficiaba como un portal mágico, que separaba la posguerra gris de la posibilidad de vivir una existencia fabulosa. Pero en ese 1967 –el de Sgt. Pepper, nada menos–, Jones hizo algo más que crear un alter ego y sacar su primer disco: se metió en la escuela de danza y actuación del legendario Lindsay Kemp. Que le enseñó algo esencial, fuera del horario de clases: “Su vida cotidiana era la cosa más teatral que yo había visto”, dice Bowie en la biografía que David Buckley llamó Strange Fascination. Trabajar de artista tenía su gracia, pero concebir la vida entera como una obra de arte era más tentador. “Y yo –prosigue Bowie– me uní al circo”. A partir de entonces, no hubo separación entre obra y vida. Así como cada ojo registra imágenes distintas, que el cerebro unifica, David Bowie fue el concepto que intentó crear una unidad funcional entre el nombre dado y el apellido elegido, entre el hombre y el artista, entre dos dimensiones de una misma existencia que –a eso apostaba– debían retroalimentarse. (La gresca a puñetazos del pendenciero Jones proto-Bowie, que lo dejó con la pupila izquierda dilatada para siempre, se convirtió en un emblema de su naturaleza dual. Nunca intentó ocultar ese “defecto”: uno de sus gestos fundantes como artista, que transformó el accidente feliz en una expresión de su otredad.)

Nacido y muerto en enero –en inglés, January–, Bowie fue desde entonces un ser bifronte, como el dios Jano a quien se le atribuía dominio sobre las puertas, los principios y los finales. De las tensiones que las mayorías evitan, porque suponen conflicto, Bowie extrajo materia creativa. Todo su derrotero está signado por estas paradojas. La naturalización del discurrir entre identidades sexuales. El zigzagueo entre la experimentación y el clasicismo, que confundía al sector del público que, distraido, se había perdido algún tramo del viaje. (Andrew O’Hehir, de Salon.com, dijo que sacar Let’s Dance cuatro años después de Lodger fue “como si, después de El arcoiris de la gravedad, Thomas Pynchon hubiese escrito It de Stephen King”.) Su resistencia sesentista a concebir la música tan sólo como música (aquí parafraseaba a Magritte: Ceci n’est pas une chanson.), para emplearla como una ventana abierta a universos que, aunque independientes, resignificaban lo sonoro: la plástica, la filosofía, la moda, la tecnología y la ciencia, lo político. (En su requiem musical, Blackstar, hay una canción que recrea el idioma nadsat que Anthony Burgess acuñó para La naranja mecánica.) Por eso su música se presta tan bien a la hora de potenciar otras artes. Si tuviese que explicarle a un marciano qué es el cine, le mostraría una secuencia de Mala sangre (1986) en que Denis Lavant corre por la calle, al ritmo infeccioso de “Modern Love”. Pocas imágenes capturan con tanta elocuencia el dolor y la exultancia en simultáneo que supone vivir. Otra contradicción sólo aparente: a pesar de su condición de eterno solista, vivía buscando partners creativos, a los que inspirar mientras era inspirado. Nada prueba lo bien que aprovechaba estos ires y venires, como la experiencia que supuso El hombre que cayó a la Tierra (1976). El director Nicholas Roeg lo contrató como actor, porque pensaba que Bowie –cuya figura pública era inseparable de Ziggy Stardust, un personaje inspirado por sus ocasionales socios Iggy Pop y Lou Reed, que se veía “como si acabase de llegar de Marte”– enriquecería al protagonista Thomas Jerome Newton, un alien que llegaba a la Tierra desde un planeta moribundo. Y Bowie aceptó interpretar a Newton, pero cuando terminó el rodaje, se lo llevó puesto. Partes de esa construcción ficcional sirvieron como prototipo de su nueva persona pública: el Duque Blanco del que habla Station to Station (1976), un vehículo para expresar su propia alienación, profundizada por la adicción a las drogas.

Lo que es necesario explicar, pues, no son tanto los cambios aparentes de Bowie, sino aquello que permaneció inalterable debajo de los disfraces. (Un detalle compartido por sus personajes: los dientes. Aunque rodeados por caninos vampíricos, sus tres incisivos superiores se veían idénticos, sugiriendo una perfección simétrica que no era propia de lo humano. Para mí será siempre El Hombre Cuyos Dientes Eran Todos Iguales.)

Músico excepcional, empleaba ese talento como color de una paleta más grande. Mi convicción es que Bowie era ante todo un narrador que se contaba a sí mismo –mientras se buscaba a sí mismo, como hacemos todos–, a través de sus personajes. (Apropiándose, aquí, del dicho apócrifo de Flaubert: Madame Bovary c’est moi.) Algunas formas podían variar, así como un narrador muda de géneros sin dejar de ser quien es; pero los temas que exploraba siguieron siendo los mismos y el método creativo no cambió. Este era el punto común entre figuras disímiles como el Jim Bowie histórico, tan agresivamente heterosexual, y aliens como Ziggy y el Duque Blanco: su condición de frontiermen, de exploradores. Hay artistas que escriben desde el aislamiento: encerrados en una torre, en una biblioteca, en su cerebro. Otros escribimos –ojo: no se trata de una elección, sino de un destino– con todo el cuerpo. No olvidemos que Bowie es contemporáneo de una etapa dorada de la ciencia ficción (la de Philip K. Dick y J. G. Ballard), que privilegiaba la exploración de otros estados de conciencia al viaje interestelar. Y en esas travesías, el vehículo no era nunca el Millenium Falcon, sino el propio cuerpo.

Este Vasco da Gama rockero se travistió mil veces, pero una seña de identidad permaneció intocada, de modo preternatural. La voz de los artistas que se expresan durante décadas suele transformarse, aunque más no sea por la edad y el uso. (Escuchen los primeros y los últimos discos de, por ejemplo, Leonard Cohen y Paul McCartney.) Sin embargo, la voz del Bowie de su primer éxito, “Space Oddity”, y la de la canción con que eligió despedirse, “I Can’t Give Everything Away” –que conviene traducir así: No puedo revelarlo todo–, son exactamente la misma, a pesar de que las separa casi medio siglo y millones de cigarrillos.

¿Cómo era, cómo es la voz de Bowie? Por lo pronto, formaba parte del arsenal de paradojas que manejaba tan bien. Porque todo, en su aspecto, tendía a marcar distancia con el resto de los mortales. Tenía la elegancia de un semidiós, o de un guepardo convertido en hombre por un hechizo. (John Landis, que lo dirigió en la divertida Into the Night, recuerda: “Le engrasamos el pelo, le impedimos que se afeitase, le pusimos una curita en la frente... ¡y aun así conservaba su estilo!”) Pero tan pronto abría la boca, demostraba que era uno de nosotros. Su voz siempre sonó próxima, el mejor de los masajes cardíacos: sedosa y profunda a la vez, trémula pero convincente, ahumada como el buen scotch y siempre ilícita, como si la Prohibición no hubiese acabado nunca. Imagino que por eso, a comienzos de los 80, cuando ya había alcanzado el equilibrio entre Jones y Bowie que nunca más rompió, no le costó asumirse como nuestro Sinatra. Para las generaciones que aún pululamos por este mundo, Bowie es La Voz: el crooner de todos nuestros requiebros, desde el romance a la insania.

Ninguna imagen resume el encanto de Bowie mejor que una de Furyo / Feliz Navidad, Mr. Lawrence (1983), la película de Nagisa Oshima. Allí interpreta a Jack Celliers, prisionero de un campo de concentración japonés. Aunque otros personajes se le parecieron más de modo superficial (el alien Newton, el vampiro de El ansia), Celliers comparte alguna de sus características esenciales menos visibles: su fiereza, su precisión y eficacia (forma parte de la clase de soldados que los soldados admiran, así como Bowie es particularmente admirado por los artistas) y su ethos. Celliers demuele la autoridad del jefe del campo, el comandante Yonoi (Ryuichi Sakamoto, también exquisito), mediante un beso. Y como castigo, es enterrado hasta el cuello y abandonado a la intemperie. A último momento, Yonoi lo visita y corta un mechón de su cabello rubio, con la intención de llevarlo a un templo para honrar al enemigo. Tan pronto Yonoi se aleja, una polilla se posa sobre la frente del moribundo, un busto de carne y hueso. Hablo de un insecto cuya información genética lo compele, desde hace siglos, a buscar la luz.

Bowie produjo un arte que, asumiendo las crueldades de la vida, se unió a la conspiración de la belleza. Por esa razón, los que porfiamos en seguir siendo autores de la narrativa de nuestras vidas –nadie escribe en la oscuridad– seguiremos aleteando detrás de la luz de su obra. El culto oficial a los héroes y a los dioses perdió fuerza en esta época, pero muchos conservamos un altar virtual, donde presentamos ofrendas. Y hoy es tiempo de homenajear al dios de los finales, que escribió el suyo con su proverbial maestría y cerró la puerta a sus espaldas sin golpear, alejándose –otra vez– de un planeta moribundo.

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