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Domingo, 24 de abril de 2016
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EL LUGAR DE LOS RECUERDOS

Después de transitar caminos tan disímiles como el thrash, el hardcore, la electrónica y la música concreta, Benito Malacalza anidó en el folclore desde una arista experimental. Por estos días y recién mudado a la ciudad de Tarija, Bolivia, está pronto a editar su segundo disco solista, Cuises y liebres y pájaros, donde, en un cancionero nacido de la experiencia de una muerte cercana, encara su propio folclore cantándolo a pura voz y guitarra eléctrica, con influencias tanto de Larralde y Yupanqui como de Daniel Johnston y Nick Cave.

Por Juan Ignacio Babino
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Gustavo “Benito” Malacalza vivió sólo hasta los siete años en su Carmen de Areco natal pero ese poco tiempo bastó para algunas cosas: para que él vuelva y recuerde, por ejemplo, las gallinas que sus padres tenían en su casa y los tocadiscos que le desarmaba a su abuela. No parece, pero en eso puede encontrarse algo de la génesis de su música.

Nació en 1965 en aquel pueblo bonaerense pero un ajuste laboral de su padre –era ferroviario y hubo un achique muy grande– los llevó a vivir a Lanús, donde se recibió a los doce años de profesor de guitarra. De todas maneras, los veranos eran en su pueblo: “Ahí ya me empecé a urbanizar pero los veranos íbamos al campo y estaba con mis primos que eran milongueros y tocaban folclore bien rural, milonga, cifra, toda esa música del sur de la provincia. Mi papá nació muy cerca de Huanguelén, pubelo natal de Larralde, y él es una influencia muy importante para mí. Esa forma de ser tan descarnada, tan desértica, esa música que a mí me encanta. Siempre digo que Larralde es como Nick Cave, tiene esa cosa de descripción, áspera y dulce a la vez, y de mucha seriedad y teatralidad”. Ya en Lanús y en Buenos Aires, y en plena adolescencia, el derrotero de Malacalza se empezó a variar, a mezclar: coqueteó con el punk y el thrash con, por ejemplo, las bandas Revolución Paraíso y Cavernaria, frecuentó Cemento y Die Schule para escuchar y ver, entre otras, a Sumo y La Organización Negra –“cosas muy descontroladas y poderosas”–, performances de música concreta junto a su primo Francisco Pröpfl en el Centro Cultural Recoleta hacia fines de la década del ochenta, vivió de cerca el armado y surgimiento de bandas como Los Brujos y El Otro Yo. “Toda la vida estuve entretenido. Para mí la música es un juego, no puedo no verlo así, me saca de la locura de la realidad. Me importa muy poco la solvencia comercial, en eso soy medio boludo. Tendría que copiar a Los Nocheros para que me vaya mejor. Soy anti Nochero y acá está de moda. ¡Tengo que hacer un punto de rebeldía!”. Acá es Tarija, Bolivia, donde se fue a vivir hace poco y donde, entre otras cosas, conduce en la radio un programa de música junto a su pareja.

Desde comienzos de 2000 y hasta su alejamiento en 2010 formó parte de Fanfarrón –junto al ex Brujos Fabio “Rey” Pastrello: un combo de rock, folclore, cumbia y dub–. “Me dediqué a seguir con lo mío. Fanfarrón fue como un disparador para que agarre toda esa ensalada que tenía en la cabeza e hiciera folclore a mi manera”. Como si, de todo y con todo eso, hubiera salido eyectado hacia su propio folclore. Y allí, implosionar.

Su primer disco solista, aunque con una fuerte impronta de banda, fue Escalera al suelo (2012). A la instrumentación típica de cajón peruano, bombo leguero, charango, guitarras criollas, aerófonos –que toca el propio Benito– se suman programaciones y teclados, piano wurlitzer, efectos, distorsiones. Así, el disco es un recorrido por las formas folclóricas pero atravesado por aires contemporáneos –y, en menor medida, por el rock–. Hay milonga y candombe (“Una flor en la pared”), chacarera (“Palabras buenas”), aires de copla (“Escalera al suelo”, donde retoma algunas tonadas anónimas recopiladas por Ricardo Santillán Güemes, con Aníbal “La Vieja” Barrios, histórico asistente de Spinetta, como invitado). “Aquel disco fue un poco más rockero, experimental, loco” dice.

“(…) Aquel solitario camino recruzado por espantados cuises y liebres y pájaros”. El pasaje pertenece al cuento Las doce a Bragado de Haroldo Conti y Benito tomó de allí el nombre de su nuevo disco, pronto a editarse: Cuises y liebres y pájaros. “Yo estaba con otro, todo demeado, llamado Suite Boliguaya. Y justo se quita la vida uno de mis mejores amigos, Diego ‘Macu’ Angione. Frené Suite Boliguaya y en un mes me salieron todas estas canciones que forman el disco nuevo, que está dedicado a él también. Y decidí hacerlo solo por esa cosa que te da la soledad de encerrarte y que te agarre un ataque de tristeza y producción. Fue catártico, en vez de explotarme la cabeza me salió esto. Me dejó un misterio que yo lo convertí en disco. Fue un duelo y un bálsamo. Me recuperó, porque estaba muy triste”.

Y sí, Cuises y liebres y pájaros tiene un decir apesadumbrado. Esa es la tonada que cruza el disco en todas sus formas: zamba, huayno, cifra, payadas. Pero cada uno de esos gestos no se cierran sobre sí mismos sino que tienen un breve punto de fuga por donde se escapan, y allí está la riqueza de todas estas canciones. Apenas algunas cuerdas de nylon –guitarra criolla, charango–, pocas percusiones y programaciones; el resto: guitarra eléctrica y voz. La imagen podría ser no la de un payador con su vihuela sino la de un cantor anónimo prendido a una Telecaster. “En este quise mostrar un poco la tristeza de la pampa húmeda, lo que era para mí nutrirme de payadores y copleros. Toda música del sur de la provincia que no está muy desarrollada en el folclore y que me gusta mucho”. Así, en esos decires sureros, él canta: “Guarda la boca que eleva y denota que el tiempo es un sueño y eso es lo que hay, protege un cerco de luces que en esta payada yo les quiero contar” (“Payadores”); “Camionero camión negro, pavimento sobre el suelo, astronauta del invierno tu cabina espacio-tiempo, ruta nueva viejo trecho, parabrisas cementerio, de los bichos que se estrellan atardeciendo en las sierras, en la nieve casi barro, las cadenas en las ruedas, en el volante templanza que el acoplao zigzaguea” (“Camión negro”); “Corazón los primeros pasos dados los ojitos encendidos los recuerdos dilatados, este blus es un huayno chacarera como borracho que espera se equivoca a puro error, ciego e sol, voy trepando por los techos recordando poetas muertos entre palabras de amor” (“Blus, huayno y chacarera”). Malacalza asegura hacer lo que él llama “una especie de folclore errático”. Y asegura que no es un disco ni fiestero ni nada. “Es verdadero, medio flaco, sin mucha producción. Es lo opuesto al otro. Tiene algo de manifiesto y algo de la impronta de Daniel Johnston, porque me fanaticé mucho con cómo hacía sus casetes y qué zarpado artista es. Aquí los errores son parte de la urgencia”. Pero asegura que, aunque esto es lo que hace, se nutre de todo. Le encanta –explica– hacer folclore y no estar hablando todo el tiempo de Yupanqui. “Me gustan aquellos que están desesperados. Y después están todos los boludos que quieren decir algo y pasan de largo. Bob Dylan por ejemplo: el tipo no canta bien, no toca bien la guitarra, compone sencillo pero debe estar entre los tres músicos más grandes de la historia. ¿Por qué? Porque tira su verdad y le importa un carajo el mercado”. Por eso –asegura– Lou Reed, Neil Young, Nick Cave son tan tremendos. Porque hacen lo que hacen a pesar de su dificultad, porque tienen la desesperación de decir algo. “Esos son los que me hacen creer en la música”, se entusiasma. “Y además, el folclore es la música tuya, no tiene por qué tener bombo leguero y guitarra criolla. Vos escuchás a Cafrune, Vilca, Víctor Jara, Violeta Parra y no te quedás quieto. Después de escuchar todo eso tenés que tomar una actitud: hacés de cuenta que no pasó nada o te hacés cargo. Todas esas bandas como Los Nocheros, El Chaqueño, Los Tekis han hecho mierda el folclore. Por plata, por poder, por fiesta, por lo que mierda sea. Han depredado algo valiosísimo”.

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