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Domingo, 8 de mayo de 2016
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Cine > 45 años

EL PASADO

En la nueva película del inglés Andrew Haigh, 45 años, los legendarios actores Charlotte Rampling y Tom Courtenay interpretan a una pareja a punto de cumplir su aniversario, las cuatro décadas y media del título. Pero cuando empiezan los preparativos de la celebración, aparece en sus vidas apacibles y cómodas el fantasma de un gran amor de él, anterior a este matrimonio, una chica de 27 años que murió en un accidente. Y todo se resignifica, con un estilo discreto que nunca cae en el melodrama y sin embargo resulta agobiante, con el peso del tiempo y la pérdida.

Por Paula Vazquez Prieto
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Todo comienza con una carta. Unas líneas escritas en alemán llegan una mañana invernal a la vida de Geoff y Kate para volver a hacer presente un pasado que parecía lejano y olvidado. Como esos recuerdos que se alojan tímidos en el fondo de la memoria, un amor de Geoff, anterior a su matrimonio y a esos 45 años compartidos con Kate, emerge lentamente en esa superficie calma y apacible que representa la vida que llevan juntos. Una vida que trascurre entre lecturas y paseos matinales con el perro Max, entre compras y meriendas en el pueblo, agitada apenas en esos días por los preparativos de la celebración de ese esperado aniversario. Tiempo de repasos y reflexiones, que se abre con el espectro de un accidente ocurrido en 1962 que dejó congelado en los hielos de los Alpes suizos el cuerpo sin vida de Katya, la mujer con la que Geoff compartía entonces una vida en común y un intrépido viaje por territorios sinuosos y escarpados. Tiempo que se resiste a la clausura, encadenado a esos fragmentos de memoria que se proyectan como reverberaciones en un presente que parecía confiado y previsible.

Basada en el relato corto de David Constantine, En otro país, y dirigida por el inglés Andrew Haigh, 45 años evoca en su estructura episódica el recuerdo de su fuente literaria, esa división en días a modo de capítulos que condensan la evolución de los acontecimientos desde el punto de partida que supone la llegada de la carta hacia un futuro que repentinamente se tiñe de cierta incertidumbre. Haigh elige los espacios abiertos de la pradera de Norfolk en los que la línea del horizonte, constreñida entre ese cielo abierto y el verdor de la vegetación, se asemeja a la vida de sus personajes, cómodos en su equilibrio entre lo vivido y lo esperado en el que la reaparición de lo perdido amenaza con quebrarlo. Y el rostro de sus actores refuerza esa omnipresencia de los recuerdos de juventud, de aquellos inolvidables impulsos de vitalidad. Bajo las arrugas y los anteojos de lectura de Tom Courtenay se vislumbra esa energía infinita que deslumbró tanto en la vertiginosa carrera de El mundo frente a mí, aquella película de Tony Richardson filmada en plena eclosión del Free Cinema inglés, como en los tiempos convulsos de la Primera Guerra retratados por Joseph Losey en Rey y Patria. Su interpretación se nutre de esa presencia, de ese tiempo de propósitos y de avidez de cambios, que su propio personaje recuerda con amarga constatación, más extrañado de sus renuncias que de la inexorabilidad de la vejez. Y allí está también el rostro luminoso de Charlotte Rampling, transformada aquí en una profesora de literatura cuyos pesares no agitan esa aparente contención sino que la transforman en el signo más evidente de su interés por la vida. Su Kate transita la conmoción del descubrimiento con un singular estoicismo, capaz de revelar la angustia en sus miradas y silencios.

“Mi Katya”, dice Geoff cuando evoca esa zona de su vida no compartida, opaca y misteriosa, no por ser negada sino porque sus pormenores se habían hecho indescifrables con el paso del tiempo, como lo es el alemán en el que llega escrita la noticia de la confirmación de aquella muerte suspendida. Así como recurre a un diccionario para recuperar esa verdad escondida en el texto, el recuerdo de Katya irá cobrando forma, para él, para Kate y para nosotros, a medida que avance la película. Katya sigue intacta en ese pasado lejano, literalmente congelada en las aguas profundas de un glaciar cercano a la frontera italiana. Y esa permanencia no es sólo la de su juventud, de esos 27 años eternos con los que se preservó su rostro, sino de ese estado de latencia, que se conserva en las fotos y en los videos que Kate mira a escondidas para medir a su rival. Una rival que nunca es real sino imaginada, que tiene esa ventaja que ostentan los muertos, los que nunca decepcionan ni cambian, ni trasuntan los dolores que ofrece la vida. Katya es, como sabiamente nos desliza Haigh en su puesta en escena, ese lugar del pedestal, en el altillo, entre la polvareda del olvido; es la que un día sale a la luz entre el hielo que la preserva como era en 1962, como será para siempre.

Hay algo que consigue Andrew Haigh en 45 años que tal vez sea la clave de la película: es lo que Alfred Hitchcock denominaba understatement en su famoso diálogo con François Truffaut sobre el cine y sus películas. Algo que resiste la traducción y que refiere a la modestia, a la discreción de la puesta más que a la ironía. Esa presentación en tono ligero de acontecimientos que podrían desarrollarse de manera intensa y melodramática adquiere en la tradición inglesa una suerte de contención, que suele confundirse con frialdad, no sólo en el devenir de las reacciones de los personajes ante eventos que amenazan con cambiarles la vida, sino en la definición del tono del relato. Haigh conserva esa calma aparente en la forma en la que define la conmoción subterránea de Geoff al ver regresar el recuerdo de Katya, ese pasado trunco. Pero también lo hace al retratar la subrepticia agonía con la que Kate asimila ese impacto y lidia con esos enigmas. Por ello, los espacios en los que habitan ambos, que parecían confortables al principio, lentamente se desajustan: la escalera que usa Kate para subir al altillo a husmear en los recuerdos de Katya se torna rebelde y peligrosa, la casa se convierte en un laberinto, lleno de reencuadres y vidrios repartidos; todo aquello que parecía placentero, compartido, se trastoca en un espacio arduo de bloques inamovibles que acentúan el distanciamiento.

“Estoy cansado”, dice Geoff en varias ocasiones. Ese cansancio, que también se replica en Kate a partir de la irrupción del desencuentro, no es sólo el de la vejez o el de la monotonía de la vida del retiro, sino aquél que refleja esa tenue pérdida del sentido de todo lo que ocurre a su alrededor. ¿Por qué no tuvieron hijos? ¿Por qué no hicieron viajes y se sacaron más fotos? ¿Qué los mantiene unidos después de tantos años? Todos esos interrogantes sin respuesta sobrevuelan el relato sin nunca asfixiarlo. Haigh evita las explosiones airadas sin por ello quitarle profundidad al dilema que atraviesan sus criaturas. Esa necesidad de saber, que lacera el interior de Kate, esa urgencia por entender lo que de pronto representa su vida, se asoma con dolor en los cristalinos ojos de Charlotte Rampling y es su frágil figura la que descubre la soledad que la invade aun en un entorno atestado de ruido y celebración. A través de Kate, de su mirada, Haigh logra hablar del amor y la vida en pareja, del dolor de la pérdida, de la angustia de la incertidumbre, sin gravedad ni verborragia, sino con la complejidad que supone para ella afrontar los misterios que le ofrece el estar viva.

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