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Domingo, 29 de mayo de 2016
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Juan Palomino

ALTO PERU

La vida de Juan Palomino puede parecerse a la de algunos de los personajes que le tocó encarnar a lo largo de su carrera, sobre todo en las últimas películas que le dieron un status de actor popular, pero también tuvo y tiene un plus de errancia y aventura que le pertenece por entero. Nacido en Argentina, volvió al Perú de su padre apenas siendo un chico, y regresaría a estudiar a nuestro país en los años ochenta, para vivir en la costa atlántica añorando los sabores y paisajes del Cusco. En Perú, de adolescente, había conocido el proceso político de Velasco Alvarado que lo marcaría más adelante. Formado como un actor “serio” en la escuela de teatro de La Plata también participó en numerosos programas televisivos donde redondeó el perfil de un galán atípico. Por estos días, Palomino hace la obra teatral Ocho cartas para Julio, un espectáculo de textos y música dirigido por Daniel Berbedés sobre la relación de Cortázar con un viejo compañero del Mariano Acosta, un antagonista con el que discute amistosamente. En esta entrevista, Palomino repasa su carrera desde su incorporación al elenco estable del Teatro San Martín, recuerda su amistad con Pappo y celebra su papel de Nafta Súper en Kryptonita.

Por Juan Manuel Strassburger
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La situación hubiese pasado por surrealista e inverosímil si no fuera porque de verdad estaba ocurriendo e involucraba a: un avión en Angola corcoveando para despegar, el equipo técnico y la troupe de una película argentina en estado de pánico y shock, y un comisario de viaje con facón en mano listo para inundar de sangre el vuelo. En el medio Juan Palomino. Empujado, como en tantas de sus ficciones y sin que nadie se lo haya preguntado, a convertirse en el héroe de la escena. “Pablo César, el director de la película, había arreglado con el gobierno de Angola el aquiler de un avión ucraniano que nos iba a llevar ida y vuelta desde la capital Luanda hasta su frontera norte con el Congo para grabar unas escenas. Y eso hicimos”, cuenta el actor. “La ida transcurre sin problemas. Pero a la vuelta hacemos escala en una base militar y vemos que sube todo un contingente de gente que no estaba previsto. Los pilotos habían vendido pasajes por su cuenta y el vuelo estaba desbordado. No te miento: había personas a los costados de los asientos, en los pasillos, en los baños, sobre las latas de las películas. En todos lados. Era un infierno”, relata. Y el asunto se pondría peor. “Todos estábamos muy nerviosos. Y cuando vamos a decirles que de ninguna manera podemos despegar así, el comisario a bordo, un urso de dos metros, le pega una trompada a uno de los chicos de la producción. Lo tira al piso, con el avión ya carreteando, y ahí sí, se pudre todo”. Evidentemente, había que hacer algo y Palomino lo hizo. “Voy y le pego una trompada al tipo. Y luego otra, que lo hace trastabillar. Pero él es un urso en serio, resiste el embate, y me arroja contra una alacena llena de porciones de comida hirviendo y me quema a fondo la espalda”. Desde el piso, Palomino ve cómo el hombre se mete en la cabina y sale con un cuchillo. “Pero no un cuchillo tramontina cualquiera sino una faca, un verdadero facón de casi medio metro, con el cual encara a los pasajeros, especialmente a las chicas del equipo. No te puedo explicar los gritos de horror. Nunca había escuchado algo así”. Con la espalda ardiendo por quemaduras de grado incierto, pero aprovechando que no lo tienen en la mira, Palomino no lo duda: se levanta, corre hasta el gigante ucraniano y le salta al cuello. “Ahí, con la ayuda de otro compañero, logramos inmovilizarlo y sustraerle el facón. Los pilotos acceden a parar el avión y las puertas, por fin, se abren”. Los que se habían subido de prepo empiezan a bajar y la policía aeroportuaria detiene al comisario para alivio de todos. La pesadilla africana, por el momento, había terminado. Pero no así la tendencia a la aventura y la pulsión por lo increíble-inesperado que, antes o después, sea en un continente o en otro, siempre tuvo a la vida de Palomino como destinatario predilecto. “Últimamente miro para atrás y tomo conciencia de todas las cosas que me pasaron. Y de verdad, no puedo creerlo”, dice ahora, en el bar de Hasta Trilce, la mirada perdida en el recuerdo de algún otro momento extraño del pasado, luego de finalizar una nueva función de Ocho cartas para Julio, su última obra donde interpreta –leyendo misivas– a un interlocutor ficcional de Cortázar, un viejo compañero del colegio Mariano Acosta pero levemente inspirado en el escritor peruano José María Arguedas. “Quisimos aprovechar el centenario de su nacimiento para volver a ponerlo en escena, pero no de una manera obvia, sino a través de la mirada del otro”, cuenta sobre esta reposición que mecha momentos musicales a cargo de Fernando Lerman y Juan “Pollo” Raffo para delinear un perfil múltiple de Cortázar.

Ya repuesto del desgaste que siempre significa subir a un escenario, Palomino se muestra dispuesto a repasar esa real historia extraordinaria que es su vida. La parábola inesperada de aquel galán criollo de los 90 que supo hacerse de la clientela vacante de predecesores como Palito Ortega y Carlos Monzón (no por nada, bien norteños y “provincianos”, “cabecitas negras” capaces de despertar suspiros y referenciarse entre los sectores más clásicamente humildes del país) a este actor reconvertido en popular y de culto, capaz de protagonizar con Kryptonita (en el rol de Nafta Súper, un Superman nacido en Morón) uno de los fenómenos mayores del cine argentino del último tiempo. O de salvar un avión si es necesario.

DOS REGRESOS

Todo empezó con un pañuelo perfumado. Es el año 1959, plena primavera frondizista, y José Palomino Cortez, peruano llegado al país para estudiar medicina, se cruza en un carnaval con Alicia Mercerat, de apenas 16 años. “Bailaron toda la noche, cada uno con su máscara de carnaval. Y al final, él, como hacía mucho calor, le regaló su pañuelo para que pueda secarse las mejillas. Y ella, que estaba encantada, se lo llevó consigo para sentir su perfume sobre la almohada hasta quedarse dormida. Desde entonces, hasta hoy, no se separaron más”, relata un sonriente Palomino. Aunque la historia, desde el principio, no fue un lecho de rosas. Porque el padre de Alicia (“Un suboficial de la marina de guerra, peronista y nacionalista, de esos que te tiran San Martín, Rosas y Perón cada tres palabras”, cuenta Juan) enseguida aprobó la relación y adoptó a José como uno más de la familia. Pero del otro lado la respuesta no fue recíproca. “Al poco tiempo mi mamá quedó embarazada de mí y se casaron. Pero entonces mi abuelo paterno le reprochó: ¡¿Qué haces casándote, huevón?! ¡Yo te mandé a estudiar! ¡No a tener hijos! Y ahí nomás dejó de enviarle plata. Mi padre, entonces, que venía de una familia con plata en Perú, tuvo que abandonar la facultad y meterse de apuro a ser enfermero en el Hospital Italiano y a vender libros de manera ambulante a ver si conseguía un mango”.

Pero el esfuerzo –y pese al apoyo del suegro peronista– no alcanzó. Y pronto José tuvo que retornar, triste y derrotado, a su tierra natal con el pequeño Juan en brazos. “Ahí papá se desarrolló en las relaciones públicas, en la cerveza cusqueña y, curiosamente también, en la radio y televisión. Porque terminó participando como actor en el primer programa de ficción del canal 4 de Cusco. Evidentemente, mi temita con la actuación venía de algún lado”, sonríe Juan, que por entonces vivía una vida “normal” y sin sobresaltos hasta el estallido de un suceso que fracturó a la sociedad peruana y tuvo consecuencias sobre el resto del continente: la revolución en forma de golpe militar del general Juan Velasco Alvarado. “Fue antes y un después”, confirma Palomino.

De corte nacionalista de izquierda (una “rareza” para aquellos no del todo consustanciados con las ideas populares que siempre –de Torres en Bolivia a Chávez en Venezuela– anidaron en porciones importantes de las fuerzas armadas latinoamericanas del siglo XX), la revolución de Velasco Alvarado estableció una serie de medidas de fuerte intervención estatal que favoreció a las clases bajas y a los más desprotegidos como la reforma agraria, la nacionalización del petróleo y de la minería, la participación obrera de las ganancias, entre muchos otras) y que puso de muy mal humor a los sectores desde siempre privilegiados del Perú. Entre ellos, la familia de Palomino. “Mi viejo se puso inmediatamente a favor de Velasco Alvarado, lo que le ocasionó otra fricción con su padre porque justamente era uno de los perjudicados a través de sus empresas. Si algo le faltaba para convertirse en la oveja negra de la familia era apoyar la revolución”, cuenta Juan, que recuerda a su papá llevándolo de niño a presenciar los desfiles del líder militar y las manifestaciones populares en su favor. “Yo tenía 7 años. Y me quedó grabado ver a un presidente hablando en quechua. Un presidente ocupándose del cholo, del indio, del que nunca antes había recibido nada. Que el petróleo perteneciera al Estado y no a la Petroleum Company, que los campesinos empezaran a formar cooperativas, eran todas cosas que no habían sucedido antes en el Perú. Y la cara de admiración de mi viejo no me la olvidé nunca más”.

¿Cuánto de esa infancia particular influyó en las posteriores inclinaciones peronistas (mucho antes de la existencia del kirchnerismo) de Juan Palomino? Seguramente bastante. Aunque consultado al respecto, él prefiere verlo más como una progresiva adquisición de una conciencia nacional y popular, en la que jugó un papel decisivo sus primeros años de retorno a la Argentina, a principios de los 80, con sus amigos provenientes de la escuela de teatro y no tanto como un despertar disparado unívocamente por esa niñez peruana de inusual raigambre populista. “Cuando terminé el colegio, la universidad pública peruana seguía siendo tan inaccesible como en los tiempos de mi viejo. Entonces agarré mis cosas y me vine a Mar del Plata. Me instalé en lo de mis abuelos, los mismos que antes le habían abierto las puertas a mi papá, y me puse a estudiar medicina. O eso intenté... “, cuenta sobre su retorno al país que lo despidió como argentino casi recién nacido y lo recibió, años después y entre tinieblas siniestras, como un peruano hecho y derecho.

Repetiste, década y media después, el mismo camino que tu viejo...

–Ja, sí. Eligiendo para estudiar incluso la misma la carrera. Pero esta vez el resultado fue totalmente distinto.

LA COSTA Y LA MONTAÑA

Las cosas, una vez más, no fueron fáciles para los Palomino. Porque no solo Juan volvió al país sino también su padre, que animado por la decisión de su hijo mayor (y seguramente también por la espina de más de una cuenta pendiente), reunió al resto de su familia y se lanzó a su segunda aventura argentina. “Vendió todo, quemó las naves y se vino a Necochea, donde nos instalamos después de hacer parada en Mar del Plata, siguiendo el rastro de una oferta de trabajo en una oleaginosa. Vino a empezar de nuevo a los 40 años, en el país donde conoció a su amor”.

Cuesta imaginar dos lugares más antagónicos que Cusco y Necochea.

–Sí, fue bravísimo. Imaginate: invierno del ‘78. Plena Dictadura. En Necochea no había nada de nada. Caminaba por las calles del balneario como un paria. Lo único que tenía era ir al cine. Ver películas. Me la pasaba encerrado en las salas, viendo films en continuado. En los intervalos me acordaba de Cusco: sus olores, su comida, sus sonidos. Y cuando arrancaba la segunda película me volvía a evadir: entraba en un mundo de fantasía que me hacía olvidar de todo.

Si bien llegaste con DNI argentino, seguramente hablabas como peruano.

–Sí. Vestía y hablaba como un peruano.

¿Y cómo te recibió el prejuicio argentino?

–Sentí mucho la discriminación, pero no tanto por el aspecto o el acento sino por la ropa y la marca. El hecho de que mi ropa no fuera la usual y que encima no fuera de marca. El acento, curiosamente, caía bien. Siempre tuvo algo florido el acento peruano que cayó bien. Pero mi ropa, cómo me vestía, era lacerante. Tener un Rover Levis en vez de un Levis original, o unas Flecha en vez de unas Adidas, era estar en la nada. Era ser peor que nadie. Pensá que era la época de la música disco. No existía el rock nacional salvo para los que estaban enterados. No tener era no existir.

Pese a eso, no te llenaste de resentimiento.

–Me salvó el teatro. Ahí conocí a otra gente y a valorizar otras cosas. Cambió mi vida.

¿Dónde? En la Escuela de Teatro de La Plata. Y es que ante el fracaso de una perspectiva laboral concreta (lo de la oleaginosa terminó siendo un bluff), don José Palomino muda su familia un año después a la ciudad de las diagonales con la esperanza de que ahí, sí, pudiera haber un futuro. “Ese cambio fue fundamental. Porque empecé a estudiar teatro y a entender no sólo lo que estaba sucediendo en el país, los desaparecidos y la terrible dictadura que estábamos viviendo, sino también mi propia vida. Porque venía muy baqueteado en la autoestima.

¿No tenías ya tu pinta, la que luego fue reconocida?

–No. Nada. Era un adolescente gordito que no sabía para dónde arrancar, con unos anteojos culo de botella terribles porque siempre fui miope hasta que me operé, y tenía una inexperiencia total.

ATRAPADO SIN SALIDA

En La Plata, entonces, Palomino se lanzó de lleno a la idea de ser actor y abandonó la carrera de locutor que le pagaba su padre. “Ahí él me dijo: ‘¿Ah, sí? Buscate un trabajo entonces. Porque yo no te pienso bancar el berretín’”. De alguna manera, su papá (que sí era locutor y luego también tendría su carrera como actor inusual del cine argentino, con muy buenas participaciones en películas como El Descanso, Balnearios y El fondo del mar, entre otras) repetía con Palomino lo que su propio padre había hecho con él: empujarlo a que se hiciera cargo de su propia decisión. Aunque antes de “soltarle la mano” (“Igual cada tanto me tiraba unos mangos, nunca me cortó los víveres totalmente”, aclara Juan) le consiguió trabajo en el Neuropsiquiátrico de Alejandro Korn (localidad cercana a La Plata), el lugar donde la vocación de Palomino finalmente hizo click.

“Apenas entré me puse del culo a todos. Imaginate: año ‘82, previo a la Guerra de Malvinas. Era como estar en Atrapado sin Salida. Todos locos y yo adentro, pero con ganas de hacer cosas”. Palomino, que siempre llegaba en moto y cada tanto se daba una vuelta en dos ruedas por las habitaciones, en seguida fue confinado a un cuarto oscuro a pasar facturas en una Olivetti. “Una habitación de dos por dos con apenas una lamparita en el techo”. Ahí, alentado por un par de doctores del palo, terminó escribiendo junto a su tío una obra que llegó a presentar de incógnito con varios pacientes. “Salíamos de noche en una combi a dar la función en algún lugar de la ciudad y después volvíamos”. El grupo, que continuó varios años después de la partida de Palomino, le permitió visualizar cierta práctica del oficio que luego adoptó como un camino a seguir. “Entendí el rol profundo del actor, en el sentido de tener una conexión con tu alrededor, con lo que está pasando. Si no, no me interesa”.

Los ochenta pasaron raudos para el actor (“No curtí el under porteño: ni el Parakultural de Batato, ni Cemento. Lo vi de lejos”, señala), pero también productivos, porque después de varios años en el Teatro de la Comedia de La Plata quedó seleccionado para probarse en el elenco estable del San Martín. Y quedó. “Ahí empecé a hacerme un nombre en Buenos Aires. Aparecieron las críticas en los diarios y me conocí un poco más con mis colegas”. Y es de prever que el asunto hubiese continuado por esos carriles bastante tiempo (quizás todo el tiempo), pero entonces –como suele suceder en estos casos– el diablo metió la cola. “Mi mujer de entonces, Alicia Ferrer, fue a probarse a un casting y quedé yo”. La chance era una participación especial en Telefé, que le valió la simpatía de Cecilia Roth y Miguel Ángel Solá (“Mis padrinos”, destaca Juan) y el inesperado ingreso a Amores, un unitario de Jorge Doria. “Ahí él tuvo un gesto muy lindo porque no sólo les pidió al elenco que me ayudaran y me la hicieran fácil porque venía del teatro sino que después fue y me recomendó a Gustavo Yankelevich”. ¿Conclusión? Contrato directo con el canal por un año. Ahora era un hombre de la tele.

Lo siguiente es historia bastante conocida: Quereme, la última ficción protagonizada por Cris Morena con la pareja estelar de un tal “Palomino” fue un fracaso y no pasó el verano, pero instaló inesperadamente la figura de Juan a nivel nacional y lo convirtió en la nueva cara en danza para roles principales o secundarios de la tele, muchas veces como galán. “Nunca se me había ocurrido que podía llegar a ser galán, ¡mirá el prejuicio que tenía sobre mi mismo!”, ríe hoy, quien de alguna manera, y en aquellos años menemistas con fuerte inmigración interna y países limítrofes, referenció en la tele al personaje de tez trigueña, mirada profunda y modos sencillos pero compradores, que hasta entonces no estaba demasiado representado.

Es raro porque muchos de esos productos no funcionaban o no obtenían el éxito esperado. Pero vos como actor sí.

–Es verdad, creo que tuvo que ver con que evidentemente ocupaba un lugar que antes no estaba siendo ocupado. Y eso, al parecer, gustaba.

De todos esos años en “el candelero”, durante los cuales Palomino conoció de cerca la frivolidad de la farándula aunque sin perder el eje de por qué y para qué estaba ahí (“No soy actor sólo para entretener”, decía ya entonces en las entrevistas), la amistad que cimentó con Pappo –a quien conoció durante las grabaciones de Carola Casini, la serie de Polka que tramaba un romance en el mundo del automovilismo con Araceli González a la cabeza– sin duda figura entre los momentos más importantes de su vida. “Me terminó adoptando como un hijo”, resume sobre el vínculo que arrancó charlando sobre motos y motores en un alto de las grabaciones y terminó con ambos corriendo de verdad en un circuito profesional.

“‘Vos estás como el culo, boludo. Estás re mal’, me dijo cuando me conoció. Y era verdad: mis padres se habían vuelto a Perú y yo me había separado de mi novia de entonces, Belén Blanco. A vos te hace falta una familia, me decía. Este domingo te venís a mi casa, a conocer a mi vieja y a mi hermana. Y así fue. No sólo conocí a su familia sino también Boff, Vitico, Michel Peyronel, Botafogo (hoy Don Villanova), todo su mundo del taller mecánico, y bueno, nos hicimos bastante inseparables”, relata Juan, que presenció el reencuentro de Pappo con su hijo Luciano y sus primeros momentos de paternidad efectiva (“Eran tal para cual”, describe), y hasta terminó pidiéndole que fuera padrino de su propio hijo, Aarón.

¿Cómo fue?

–Se lo pedí una de las veces que corrimos con la Chevy amarilla. Estábamos en la cabina y le dije: “Quiero que seas el padrino de mi hijo”. “¡¿Qué?! Ni en pedo”, me dijo. “Sí, Pappo, quiero lo seas”. “No”. “Sí”. Y así hasta que aceptó. Nadie lo podía creer. Michel venía y me decía: de él (por Pappo) ya sabemos que está loco. Pero vos... vos estás más loco que él.

¿Y se lo tomó en serio?

–Totalmente. Venía a los cumpleaños, jugaba con él, le regala los autitos. Estaba muy pendiente.

EL TRAVOLTA DE TARANTINO

Los años siguientes post crisis de 2001 encontraron a Palomino espaciando sus apariciones en el prime (se lo pudo ver en Soy gitano, Los Roldán y Amas de casas desesperadas y, en su lugar, afianzándose cada vez más en el teatro y especialmente en el cine, su veta maœ fuerte al día de hoy, con varias recreaciones de figuras y mitos argentinos del siglo XIX como Dorrego (de Pacho O’Donnell), el Martín Fierro de José Hernández (en la última película de Gerardo Vallejo), Juan Moreira (dirigido por Eva Halac) o Monteagudo en la versión teatral de La revolución es un sueño eterno de Andrés Rivera. “Todos papeles muy interesantes que me dieron un espesor a mi carrera”, destaca. Pero también cierto riesgo de solemnidad o de encasillamiento en roles históricos que Palomino pudo desactivar con la aparición de Nicanor Loreti y películas como Diablo (en el que encarnó a un boxeador peruano, judío y peronista en delirante guerra contra la mafia) o la citada Kryptonita, basada en la novela de Leo Oyola, y su galería de superhéroes de DC transplantados al Conurbano Oeste.

“Hoy lo siento como mi hermano menor”, dice sobre el director y luego de ganar varios premios con las películas (entre ellos el del Festival de Cine de Mar del Plata con Diablo) y acceder a un tipo de reconocimiento distinto al que venía obteniendo el último tiempo. “Lo quiero y respeto mucho. Es una persona muy sensible, muy inteligente, con la cual me llevo muy bien. Un tipo honesto, lo cual en este negocio es fundamental. Dueño de una convicción artística que también puede verse en sus películas en teoría más comerciales”, elogia.

Vos no lo conocías a Loreti, él te buscó a vos.

–Sí, cuando me llamó, él no había dirigido más que cortos. Pero apenas leí el guión de Diablo acepté de una. Le dije: “Si vos sabés hacer esto que escribiste, vamos, porque está buenísimo. Y así fue por suerte, porque cuando los vi filmando a él a su equipo dije: Ah bueno, ¡estoy en el mejor lugar qué podía estar! Y encima con tipos como Luis Aranosky. Luis Ziembrowski, Sergio Boris, luego Diego Capusotto. Loreti hizo conmigo lo que Tarantino con Travalota. Me rescató. Se dio cuenta el camino que tenía que seguir. Y me llevó por ahí.

¿A qué Palomino que no conocíamos pudimos acceder con estas películas?

–Al que soy. El que siempre quise ser. Porque obviamente me gustaron interpretar esas épicas populares del Martín Fierro, Monteagudo o Dorrego. Estoy agradecido. Pero hacer estos otros héroes como el boxeador de Diablo o el Nafta Súper de Kryptonita, con sus mayores dosis de violencia, oscuridad y rock, me hizo sentir rejuvenecido. Aarón me dijo: “¿Ves, papá? esto es una película. Por fin una peli de verdad”. Y lo mismo mis hijas.

Entre medio, y sin perjuicio de su intensa carrera actoral, Palomino mantuvo el interés por las problemáticas sociales que tenía más a mano. Por empezar, el de la comunidad peruana. Atento a la imagen negativa que lamentablemente circula en varios ámbitos, no sólo apoyó desde el principio los distintos programas de radio que su papá Palomino Cortez (regresado al país tras una breve ida a su Cusco) le dedica a la cultura incaica y su arraigo hasta hoy sino que también se sumó él mismo a Los Negros de Miércoles, una agrupación de música afroperuana que lo tiene como percusionista y recitador. “En estos días –señaló en una entrevista de 2007– los peruanos tenemos mala prensa, por eso siento que mostrar la parte musical de nuestra comunidad tiene algo de militancia cultural”.

Por otro lado, y a partir de la paranoia que generó en el mundo la ola de atentados post 11 de Septiembre, organizó junto a su colega Daniel Valenzuela el primer festival de cine en la Triple Frontera (y el tercero en el mundo organizado por actores, después del Sundance de Robert Redford y el Tribeca de De Niro) que busca contraponer otra mirada a la estigmatización mundial sobre la zona, en especial la que la oscarizada Kathryn Bigelow (The Hurt Locker) planeaba plasmar con un film por el momento abortado. “El año pasado metimos 14 mil personas en carpas, porque no hay salas allá, y para la edición de este año, a fines de octubre, pensamos meter otras tantas. Ellos querían demonizar este acuífero guaraní como un centro de perdición y mafias y nosotros mostramos totalmente otra cosa: la diversidad de culturas que florecen en la zona y su riqueza artística”.

Realmente viviste de todo, ¿qué cosas te quedan por hacer?

–Desde hace un tiempo formo parte de un colectivo de actores y actrices que cree en la construcción de un mundo mejor. Y que durante enero nos presentamos en varias plazas. Mi deseo ahora, lo que más pienso, es poder hacer un gran movimiento que nos ayude a no caer de nuevo en las equivocaciones neoliberales de los 90. Creo mucho en el rol del artista para generar universos paralelos que nos permiten revisar nuestra propia historia, nuestra identidad. Entonces, me encantaría un gran festival de poesía, cine, arte teatral con artistas venidos de toda Latinoamérica que tenga por finalidad defender nuestras democracias, lo que logramos todos estos años. Artistas en movimiento continuo con el pensamiento dispuesto. Eso quiero y me queda por hacer.

FOTO Y FOTO DE TAPA: NORA LEZANO

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