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Domingo, 5 de junio de 2016
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LA MALDICIÓN DE PANGHITRUZ

Por Marcelo Valko

Esa noche de luna llena escaparía de la estancia del Restaurador. Lo venía planeando desde el mismo momento que había sido capturado en 1834 por los cristianos en cercanías de la laguna de Lanqueló, junto con otros jóvenes rankulches que estaban al cuidado de los caballos mientras los lanceros estaban de cacería. Durante casi un año lo tuvieron encerrado en Santos Lugares hasta que Rosas, de regreso de su campaña al desierto, le hace un interrogatorio minucioso. Allí descubre que el joven Panghitruz Güor (“Zorro Cazador de Leones”) es hijo de Painé (Painegner, “Zorro Celeste”) y nieto de Yanketruz. Juan Manuel de Rosas se convierte en padrino de bautismo del indiecito, al que resuelve llamar Mariano, y le otorga su apellido. Luego lo manda como peón a su estancia El Pino con sus demás compañeros. Allí están un tiempo impreciso realizando las faenas de los huincas. Cada vez que el Restaurador viene, lo manda llamar y lo trata con esa severidad cariñosa con la que Rosas supo ganarse tantas lealtades. Sin embargo, su corazón no está allí. El muchacho decide regresar con los suyos, deseo que jamás había manifestado a nadie. Una noche de luna llena escapa de la estancia con sus compañeros de cautiverio. Fueron tenazmente perseguidos y luego de muchas e inciertas peripecias consiguen regresar a Lebucó. Painé, su padre, hace una gran celebración; en tanto, en la estancia El Pino hubo azotes y cepos al por mayor debido a la distracción que permitió la fuga. Al morir el cacique en 1847, Mariano es nombrado sucesor; todos aprueban la medida, incluso su hermano mayor, Epugner. En esa época turbulenta, da muestras de una notable capacidad de mando, nadie discute sus decisiones que en general son acertadas. Pero tiene un grave impedimento, uno muy grave. Las machis, las adivinas, después de leer las vísceras, de observar el curso del sol, la carrera de las nubes, el color del cielo, de interpretar el vuelo de las aves, de paladear el jugo de las yerbas amargas y desentrañar los movimientos de los sahumerios de bosta, han profetizado, delante de todos, que jamás debe pisar tierras cristianas. Si por algún motivo cruza esa línea, será capturado para la eternidad.

Mariano Rosas acata la profecía. Jamás vuelve a traspasar la frontera, será su hermano Epugner quien dirigirá los contraataques al territorio huinca. Cuando muerte en 1877, es enterrado en su amado Leubucó. Poco después, el enclave cae en manos del comandante Racedo, quien profana su tumba y extrae los restos que remite a Buenos Aires. En un principio pretende venderlos a Europa, pero es tan exorbitante el precio que solicita, que los museos del Viejo Mundo desisten del ofrecimiento aunque se trate de semejante cacique. Ofuscado contra esos gringos que no valoran nuestras reliquias, se los obsequia a Estanislao Zeballos, que una década mas tarde termina regalándolos, a su vez, a Francisco Moreno, que disfruta como nadie verse rodeado de miles de cráneos de los vencidos que atestan los depósitos del Museo de La Plata. Allí, cumpliendo la profecía de las machis, le estampan un número capicúa con tinta indeleble y permanece en una repisa sombría durante mas de un siglo, expuesto al morbo científico y a la curiosidad del público. Recién en el invierno de 2001 fue restituido a su tierra natal después de 122 años de cautiverio. Una vez enterrado del otro lado de la frontera, por fin a salvo, se desata la venganza. La maldición que provoca la profanación del coronel Racedo y que continuaron los carceleros de sus restos desciende sobre el país. Aunque el gobierno de Fernando de la Rúa asegura que todo está bajo control, Argentina es un caos a raíz de la confiscación de los depósitos bancarios. Hay incendios, tumultos, saqueos, millares de argentinos pierden sus trabajos. Durante las protestas, decenas de ciudadanos mueren en las calles de las principales ciudades. Finalmente, el Presidente, que no alcanza a comprender lo que ocurre ni tiene capacidad de conjurar las fuerzas desatadas, renuncia y huye en helicóptero. La maldición se aplaca. Panghitruz Güor, el Zorro Cazador de Leones, descansa en paz.

Este texto corresponde al prólogo del fascinante libro Cazadores de poder: apropiadores de indios y tierras (1880-1890), de Marcelo Valko, que acaba de ser editado por Peña Lillo y Ediciones Continente. “Un libro fundamental para interpretar la etapa final de los indios originarios en la Argentina”, escribe un entusiasta Osvaldo Bayer en el prólogo. En el que además advierte: “El lector se irá indignando cada vez más cuando avance con la lectura”.

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