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Domingo, 10 de julio de 2016
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El buen amigo gigante

A LO GRANDE

En su último largometraje, que se estrena en Argentina el 14 de julio, Steven Spielberg regresa al mundo infantil y a los efectos especiales después de Lincoln y Puente de espías, de la mano de Roald Dahl, el escritor británico que llegó a convertirse en el clásico de la literatura para chicos más importante del siglo XX. El buen amigo gigante cuenta las aventuras de una niña criada en un orfanato y su flamante compañero de un tamaño cuatro veces más grande que el de un hombre común. Los libros de Dahl llegaron varias veces a la pantalla –de Willy Wonka a Matilda, de La maldición de las brujas a Jim y el durazno sangrante– y esta vez, vía Spielberg y su guionista Melissa Mathison, fallecida el año pasado, también se trata de un cruce entre fantasía e imaginación no exento de una visión más oscura sobre el mundo que adultos y niños comparten aunque sus miradas sean irremediablemente distintas.

Por Diego Brodersen
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Más rápido que una bala. Más poderoso que una locomotora. Capaz de pasar edificios por encima en un solo salto. Arriba, en el cielo. ¿Es un ave? ¿Es un avión? ¿Es Superman? No, es El Gran Gigante Bonachón. O, como ha sido rebautizado en español para su primera incursión cinematográfica, El Buen Amigo Gigante. El último largometraje de Steven Spielberg –y el primero dedicado a un público infanto-familiar luego de la seguidilla “para adultos” de Lincoln y Puente de espías– encuentra al cineasta en territorios ya explorados, un universo cuya cartografía resulta familiar tanto para los lectores de las novelas y cuentos de Roald Dahl como para los seguidores de la obra del director. La mirada asombrada de un niño o de un mayor que ha regresado momentáneamente a la infancia, toda una marca registrada en Spielberg, ocupa aquí el centro de atención de principio a fin, como si la famosa escena del primer avistamiento de los dinosaurios en Jurassic Park se reprodujera infinitas veces, en miles de millones de formas y circunstancias. De alguna manera no literal, El Buen Amigo Gigante es E.T.-El extraterrestre de nuevo; no casualmente, Spielberg volvió a trabajar aquí, luego de más de dos décadas, junto a Melissa Mathison –quien falleció el año pasado–, la guionista de ese gran clásico del formato “chico encuentra y se hace amigo de un ser extraño y aterrador pero amigable”. Y es también Hook, aunque el material de base lo obligue a navegar otros mares para llegar a la misma desembocadura, al puerto de los miedos infantiles transformados en fantasía sanadora. Es, finalmente, un regreso al cine de gran presupuesto y efectos especiales, esquema esencial de una porción de su filmografía. En la colmada conferencia de prensa que tuvo lugar durante la última edición del Festival de Cannes, donde el film tuvo su première mundial, Spielberg –acompañado de sus productores, guionista y actores–, puso en perspectiva su nueva aventura: “Para mí no fue volver al pasado sino revisitar algo que siempre me gustó hacer, esto es: contar historias que surgen de la imaginación. Cuando hago películas sobre la Historia la imaginación tiene que hacerse a un lado. Pero aquí no hay barreras, uno se siente liberado, libre de hacer cualquier cosa. Pero sí es cierto que me devolvió sentimientos similares a los que sentía cuando era un realizador más joven”.

Más allá de los cambios tecnológicos y las expectativas de los espectadores de hoy en día, fiel a la costumbre y a la tradición narrativa que descansa en cada gen de su Adn, El Buen Amigo Gigante posee una respiración, un patrón rítmico de movimientos que se resiste a las híper velocidades y guiños autoconscientes de una parte importante del cine familiar contemporáneo.

“Sophie no podía dormir. La brillante luz de la luna se colaba por una rendija entre las cortinas e iluminaba justo su almohada. Hacía horas que los demás niños del cuarto estaban profundamente dormidos”, comienza Roald Dahl su libro The BFG (siglas del inglés “Big Friendly Giant”), publicado originalmente en 1982, ocho años antes de la muerte del escritor. Casualmente, ese fue el mismo año del estreno de E.T., eventualidad que a cierto periodismo puede antojársele como señal de nexo creativo. Los primeros dos capítulos del texto original dan forma a una secuencia de hechos en la cual las ansias, dolores y miedos infantiles se corporizan y adoptan la forma de un hombre cuatro veces más grande que la media. Visual y narrativamente, esa secuencia trasladada al film es un Spielberg de pura cepa. Si bien la historia transcurre en la época del lanzamiento del libro, la iluminación de las casas londinenses (nuevamente cortesía de un colaborador usual del realizador, el director de fotografía de origen polaco Janusz Kaminski) y, en particular, del orfanato donde vive temporariamente Sophie, recuerda sin mucho esfuerzo a otras eras más victorianas. Más dickensianas. Sophie no puede dormir y se acerca a esa ventana que da a la callejuela empedrada, espanta a unos borrachos que acaban de salir del pub cercano y es entonces que ve por primera vez la sombra de su futuro amigo y compinche, su alma gemela en la tierra de los gigantes. Lo que sigue luego del rapto es una bellísima escena en la cual el BAG (o GGB o BFG) avanza y salta y corre por la ciudad como si se tratara de un peculiar y algo espástico baile, con la pequeña niña atrapada en una de sus manotas, ocultándose de los pocos transeúntes o conductores de automóviles que andan dando vueltas a esas altas horas de la noche, camuflándose entre los edificios o alterando la intensidad de las luminarias para pasar desapercibido. Un triunfo de los efectos especiales puestos al servicio de la narración, que a su vez juegan con la idea de que la enorme contextura del ser deja reducido su entorno al tamaño de una maqueta (material o digital, da lo mismo). Primer indicio del asombro que la película intenta conjurar, como lo han hecho decenas y decenas de largometrajes a lo largo de la historia del cine, de un lado y del otro de las medidas físicas, de King Kong a El increíble hombre menguante. Mientras tanto, el miedo: “El Gigante corre muy deprisa –se dijo ella– porque está hambriento y quiere llegar a casa tan rápido como pueda, y entonces me comerá para desayunar”.

LA DECISION DE SOPHIE

Suele afirmarse, no sin razón, que la literatura infantil resulta ideal para ser trasladada a la pantalla grande: los textos tienden a ser meticulosamente descriptivos y tanto la apariencia de las cosas y seres como su accionar y motivación quedan claros en una primera lectura. Los mejores autores infantiles, al mismo tiempo, entierran o dejan volar (para el caso, se trata de lo mismo) toda clase de subtextos o lecturas que pueden pasarles desapercibidas a los lectores más pequeños, pero no así a los adultos. Tal vez por ello la obra de Dahl haya sido elegida tantas veces por productores y directores cinematográficos para su adaptación fiel o libre. De Willy Wonka y la fábrica de chocolate (en cualquiera de sus dos versiones: la clásica con Gene Wilder o la más reciente de Tim Burton) a Matilda según Danny DeVito y de La maldición de las brujas de Nicolas Roeg a Jim y el durazno gigante, en la versión animada dirigida por Henry Selick, muchas palabras del autor dirigidas a su público más pequeño han sido adaptadas al cine. Sin olvidar, desde luego, la extraordinaria película de animación old fashioned de Wes Anderson, El fantástico Sr. Zorro, que en la Argentina fue directamente editada en dvd sin pasar por las salas de cine, típico ejemplo del miedo de los distribuidores ante productos que no resultan fáciles de catalogar. El mismo Gigante Bonachón ya había sido llevado a la televisión en 1989, en un telefilm animado de producción británica hoy algo olvidado. Mundos donde los animales hablan en un inglés bien british (usualmente correctísimo), los niños pobres o huérfanos encuentran amistad en criaturas excepcionales o deben escapar de las garras de villanos aún más bizarros y alguna chica de familia aparentemente normal es incomprendida por sus mediocres padres. Es bueno recordar, además, que ese clásico navideño ochentoso producido por el director de Tiburón y dirigido por Joe Dante tiene un lejano origen en un proyecto nunca llevado a cabo: “The Gremlins” fue uno de los primeros textos de Dahl y allá por 1943 la idea era trasladarlo a la pantalla de la mano de Walt Disney. De Dahl a Spielberg hay un solo paso.

“Tengo siete hijos y les fui leyendo The BFG a medida que iban creciendo, de forma que, de alguna manera, yo mismo me convertí en el BFG al relatarles la historia del libro. Recuerdo la hermosa manera en la cual mis hijos reaccionaban y cuando se me ofreció la oportunidad de dirigir esta adaptación pensé que era algo que me interpelaba. Fue una experiencia absolutamente alejada del cinismo”. Spielberg dixit. A medida que Sophie se adapta a su nuevo y gigantesco hábitat, la alambicada casa de su nuevo raptor/anfitrión y zonas circundantes, cae en la cuenta de que el BAG en cuestión es no sólo amistoso y gigante, sino un herbívoro en tierra caníbal. Un buscador de sueños y no un cazador de carne humana como el resto de sus escasos congéneres, llamados consecuentemente Triturahombres, Devoracarnes o Mueletripas. Ése es el punto de partida de las aventuras en esas particulares tierras que la película describe con lujo de detalles, olvidando un poco la construcción de la amistad entre niña y hombre gigante que descansa en el corazón del relato, y que el guión recupera durante los últimos tramos, cuando la decisión de volver al mundo que todos conocemos se transforma en la única opción ante una posible catástrofe. El uso extensivo de técnicas fotorrealistas a partir de la animación digital –cruzada con sets reales, aunque realizados a diferentes escalas– permite que la creación del titán en cuestión mantenga varios rasgos físicos del actor de carne y hueso que le prestó voz y movimientos: Mark Rylance. De hecho, todos los gigantes están basados en personas de carne y hueso, nueva demostración de que la vieja rotoscopía mantiene intactas sus virtudes y posee una gracia –podría decirse- humana que la creación desde cero en base a dígitos no suele obsequiar–. La otra pata, simplemente humana, está a cargo de la joven debutante Ruby Barnhill, de ojos redondos y candidez a flor de piel, logro del casting que se completa con una buena colección de actores y actrices británicos.

FLATUBOMBAS Y RETRUECANOS

¿Y existe acaso algo más británico que la Reina? Isabel II forma parte de la historia original de Dahl y también de su versión cinematográfica, reconvertida en impensada heroína a partir de esa ironía típicamente británica a la cual Dahl echaba mano de manera suave pero efectiva. El regreso de la extraña pareja a Londres tiene como destino el Palacio de Buckingham, donde el gigante es presentado en sociedad a pesar de sus dificultades para atravesar pasillos y salones. Y allí –aunque sólo en la película–, reina, gigante, niña, militares y asistentes probarán el mejunje favorito del recién llegado, la “burbusita” (“frobscottle” en idioma “gobblefunk”) y disfrutarán de explosivas y sonoras “flatubombas” (“whizzpoppers”), en una de las escasísimas secuencias de humor levemente escatológico. A la manera de Tolkien o Anthony Burguess en La naranja mecánica, Dahl inventó una ligera variación del idioma inglés para su gigante; dialecto poblado de insólitos fonemas y retruécanos que, sin embargo, no impiden que la comunicación con su única amiga en el mundo pueda llevarse a cabo sin demasiados problemas. El buen amigo gigante hace uso extensivo de esos vocablos y la versión subtitulada al español echa mano a la traducción más conocida del libro para llegar al espectador hispanoparlante. ¿Es entonces la historia del BAG un deseo sublimado de comprensión y unión a pesar de las diferencias de lenguaje, tamaño y raza?

En esa misma conferencia de prensa durante el Festival de Cannes, un par de meses antes del estreno internacional simultáneo –que aquí llega justo antes del inicio de las vacaciones de invierno–, un periodista le consultó a Spielberg por el (no tan) conocido antisemitismo de Roald Dahl. El realizador decidió responder velozmente, saliendo del brete, y afirmó que no había estado al tanto del asunto a la hora de encarar la realización del film. Y, mucho menos, cuando en el pasado les leía la historia a sus hijos. Unos días más tarde Manohla Dargis, la reconocida crítica cinematográfica del New York Times, volvió sobre el tema al entrevistar a solas a Spielberg. Su respuesta fue algo más profunda: “Creo que todos nosotros, los que nos paramos en los hombros de aquellos que iniciaron la industria, nos hemos topado con ese problema al hablar de El nacimiento de una nación, de D.W. Griffith y su exaltación del Ku Klux Klan. Ahora bien: no sé qué hubiera ocurrido de haber conocido todo esto acerca de Dahl antes de la realización de The BFG. Pero para alguien que supuestamente se decía antisemita, haber escrito historias que proponen lo contrario, que aceptan las diferencias entre razas y culturas, entre tamaños y lenguajes, como ocurre en The BFG... es una paradoja. Admiro los valores del libro y me resulta difícil creer que alguien que escribía esas historias haya expresado las cosas terribles que se le adjudican. Los artistas son complicados”. Tan complicados como Griffith: al indiscutible racismo de su obra magna de 1915, apenas un año más tarde, le superpuso Intolerancia, una oda a la comprensión y el entendimiento entre los seres humanos más allá de su ideología o sus prácticas religiosas.

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