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Domingo, 31 de julio de 2016
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Hitos > Intolerancia

LA GRAN ILUSIÓN

Se cumplen cien años del estreno de Intolerancia de D. W. Griffith, una película tan ambiciosa que fue considerada fallida o, según Sergei Eisenstein, como un “magnífico fracaso”. Cierto, el público no acompañó al filme y a su concepto multinarrativo –que va de lo espectacular a lo íntimo– y el realizador debió pelearse con sus acreedores y refugiarse en producciones más pequeñas, intimistas. Pero las historias que integran Intolerancia, junto con su largometraje anterior, el visualmente extraordinario e ideológicamente temible El nacimiento de una nación, definirían el concepto de superproducción y sentarían las bases de un modelo narrativo que, hasta el día de hoy, domina las mentes y dedos de los guionistas y realizadores de la industria de cine más poderosa del mundo.

Por Diego Brodersen
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MAE MARCH EN LA SECCION MODERNA DE INTOLERANCIA

“Nuestra obra está conformada por cuatro historias independientes, extendidas en diferentes períodos de la Historia, cada una con su propio juego de personajes. Por lo tanto, encontrarán que la obra va pasando de una de las cuatro historias a otra, mientras el tema en común va desarrollándose en cada una de ellas”. Esa es la aclaración, bajo la forma de un par de intertítulos (esos carteles tan típicos del cine mudo), que algunos pocos y afortunados espectadores pudieron leer en la pantalla el 4 de agosto de 1916 en Riverside, en el sur del estado de California. En realidad, la mayor parte del público no tenía demasiada idea de lo que estaba a punto de presenciar: de manera similar a la más reciente práctica de las proyecciones de testeo, esa velada David Wark Griffith presentó su última producción con un título falso, The Downfall of All Nations, y el nombre de un director inexistente, el italiano Dante Giulio, de manera que nadie ingresara a la sala con las expectativas sobrevolando la estratósfera. Es que Griffith venía de estrenar, hacía poco más de un año, El nacimiento de una nación, producción que continuaba exitosamente en cartel. Y si bien su corazón, mente y espíritu estaban invadidos por la idea de sobrepasar en ambiciones esa piedra angular de las nacientes arte e industria del cine estadounidense, los miedos y ansiedades también hacían acto de presencia. Al fin y al cabo, el hombre acababa de tirar toda la carne al asador, personal, profesional y económicamente. Un mes más tarde, en septiembre de ese mismo año, Intolerancia llegaría a la ciudad de Nueva York para su estreno formal, con su título definitivo y el agregado de una frase descriptiva: “Love’s Struggle Throughout the Ages”, la lucha del amor a través de las eras.

Es difícil hallar, en la centenaria historia del cine, un largometraje que haya superado cabalmente el nivel de ambición narrativa de Intolerancia. Por esa misma ambición, quizás, muchos la han tildado de obra maestra fallida o “magnífico fracaso” (Sergei Eisenstein dixit). Al fin y al cabo, ¿qué otro film ha intentado narrar paralelamente cuatro historias de los más diversos períodos históricos –alternando, por ejemplo, el plano de un tren avanzando a toda velocidad con otro que registra el movimiento de las ruedas de un carromato babilónico–, buscando y encontrando a cada paso relaciones formales y temáticas entre ellas? La leyenda dice que la mayoría de los espectadores de la época no lograron comprender el paso de una imagen de Cristo trocando milagrosamente agua por vino a otra donde un hugonote ensalza las virtudes de Carlos IX de Francia, pero ese es indudablemente un concepto falaz: no existen razones de peso para suponer que el espectador de cine de 1916 era menos inteligente que el contemporáneo. Sí es posible –y muy probable– que el concepto multinarrativo abrumara a algunos y enojara a otros: ¡el padre de la criatura se había pasado varios niveles en la escala de la pedantería y la pretenciosidad! Lo cierto es que Intolerancia, a diferencia de El nacimiento de una nación (una de las películas más taquilleras de todos los tiempos, teniendo en cuenta inflaciones y depreciaciones del dólar varias), no se transformaría en el enorme éxito que Griffith y sus socios esperaban, empujando a su realizador –uno de los más respetados y reconocidos en el naciente universo de eso que luego se conocería como Hollywood– a una extensa batalla con sus acreedores y a refugiarse temporalmente en producciones más pequeñas, intimistas incluso. Pero las historias que integran Intolerancia, junto con la reconstrucción de las causas y consecuencias de la Guerra Civil norteamericana en su largometraje anterior, definirían a partir de ese momento el concepto de superproducción y sentarían definitivamente las bases de un modelo narrativo que, hasta el día de hoy, domina las mentes y dedos de los guionistas y realizadores de la industria de cine más poderosa del mundo. En otras palabras: sin Griffith (que, junto a otros cineastas como Maurice Tourneur y Cecil B. DeMille, estaban disponiendo cimientos y amurando pilares en la soleada Los Angeles) no es posible comprender a Steven Spielberg, de quien con justa razón se siguen alabando su perfecta comprensión y puesta en práctica de eso que, a falta de un término más apropiado, suele llamarse clasicismo. “Fue el primer hombre en poner belleza y poesía en un entretenimiento barato”, afirmaría luego de la muerte de Griffith en 1948, en un obituario radial para la BBC, el actor y realizador austriaco-norteamericano Erich von Stroheim, otro de los genios del cine silente que dio sus primeros pasos, precisamente, asistiendo a su héroe en los rodajes de El nacimiento… e Intolerancia.

BLANCO Y NEGRO

David Wark no quería ser director de cine. Ni se le cruzaba por la cabeza. Su sueño era convertirse en un dramaturgo distinguido. Pero ello no ocurriría, nunca; aunque fue precisamente su actividad como actor teatral la que lo llevó, necesidades económicas mediante, a protagonizar una olvidada producción de la empresa Edison en el año 1908, a los 33 años de edad. Un film breve (como casi todos los de esa época) en el cual terminaba enfrentado a un águila de caucho atada del techo del estudio con un par de visibles sogas. El proceso que va desde ese “entretenimiento barato” a las complejidades narrativas, emocionales, psicológicas y políticas de El nacimiento de una nación –de un pequeño film de aventuras de ocho minutos a las tres horas de una épica histórica y humana– le llevó a Griffith (al cine) apenas siete años. Durante el lustro que dedicó a escribir y dirigir frenéticamente flicks –como se las solía llamar familiarmente en los Estados Unidos en aquel entonces– con un sueldo fijo de la importante productora Biograph, una filmografía de casi cuatrocientos títulos rodados a velocidad crucero, el director elaboró nuevas ideas y creó otras, pero, fundamentalmente, depuró y pulió el juego de caracteres narrativos que otros pioneros utilizaban de manera más o menos errática. Griffith no inventó ni el primer plano ni el travelling ni el montaje paralelo –como muchos insisten en repetir– pero su cabeza, nacida para el cine sin su consentimiento, sistematizó y perfeccionó todas y cada una de esas nuevas ideas que estaban siendo volcadas en las moving pictures producidas en el mundo.

Luego de renunciar a su puesto en la Biograph, y marcharse de Nueva York para establecerse en la costa oeste del país, el relativamente poderoso cineasta estaba en condiciones creativas y económicas de lanzarse a la aventura de establecerse como su propio productor, sin ser consciente de que, en poco tiempo, se transformaría en el primer director de cine independiente de relevancia. El resto es historia. El nacimiento de una nación llegó al mundo marcada por la excelencia artística y técnica y la polémica alrededor de su visión sobre el pasado reciente de los Estados Unidos. La idealización del Ku Klux Klan y el impactante nivel de racismo pondrían a la película y a su creador en una vidriera de altísima exposición. A pesar de los infinitos intentos por boicotear la presentación del film a lo largo y ancho del país, Griffith ganaría todas las batallas legales, cimentando el éxito de su producción y, al mismo tiempo, obteniendo el imaginario premio (compartido ex aequo con la alemana Leni Riefenstahl y su documental El triunfo de la voluntad) al film más importante de la historia cuya ideología es definidamente temible. ¿Cómo ir más allá de los logros de El nacimiento de una nación y, al mismo tiempo, responder directamente los ataques recibidos por expresar sus ideas, las mismas que compartían la gran mayoría de sus coterráneos de raza blanca?

EL BESO Y LA ESPADA

El realizador tenía muy avanzado el rodaje de una película llamada The Mother and the Law –la historia de una joven madre a quien le han quitado su hijo de apenas algunos meses de edad y cuyo marido ha sido condenado a muerte por un crimen que no cometió– cuando tuvo la idea de utilizar ese relato como la pincelada contemporánea de una gran pintura que atravesara varios períodos históricos. Nacía el concepto esencial de Intolerancia, que el propio Griffith describiría más tarde, con algo de floritura poética, como “cuatro arroyos observados desde la cima de una colina. Al comienzo, esos arroyos fluyen separados, lenta y silenciosamente. Pero al fluir, van acercándose unos a otros, más y más rápido, hasta que, en el final, en el último acto, se mezclan en un único y poderoso río de emociones expresadas”. La imagen de la actriz Lillian Gish (quintaesencia de la mujer griffithiana) meciendo una cuna –según las líneas de un poema de Walt Whitman– hace las veces de unión entre los relatos, que intentan por todos los medios demostrar cómo la intolerancia atraviesa la historia de la humanidad y pone en riesgo los deseos de paz y amor universales. Intolerancia social, cultural y religiosa: el realizador evita acercarse a la racial, aunque ese tema sería central en su futuro largometraje Pimpollos rotos (1919). El conflicto entre católicos y protestantes en la Francia de los Médici, que desembocaría en la Masacre de San Bartolomé, y algunos momentos selectos del Nuevo Testamento –los segmentos más breves, ambos anclados en cierta teatralidad de origen– hacen las veces de contrapunto menor a los dos relatos que más le interesaban a Griffith: el de la madre (interpretada por Mae Marsch) y su lucha contra las duras condiciones en los barrios bajos de Nueva York y aquel otro que derivó en la reconstrucción en Los Angeles de una ciudad de la antigua Babilonia, el set cinematográfico más grande jamás erigido. La imagen de la comediante Constance Talmadge interpretando a una muchacha babilónica rebelde, cuyo comportamiento se asemeja al de una típica flapper de los años 10, habrá puesto los pelos de punta a los historiadores por su condición anacrónica, pero tiene una lógica perfecta en la narración, cuya intención última es la de provocar la empatía del espectador. De hecho, cientos de largometrajes históricos han echado mano a ese mismo recurso: trasladar una sensibilidad contemporánea a tiempos lejanos. Griffith era consciente de que, más allá de la espectacularidad de las escenografías, eran necesarios los matices íntimos de los personajes para atrapar y sensibilizar al espectador. Como en El nacimiento de una nación, la porción babilónica de Intolerancia entrelaza lo micro y lo macro; los primeros planos, las risas y llantos, con las imágenes generales de las batallas.

Fueron los italianos los que inventaron el cine histórico de gran presupuesto, con sus secuencias de masas y sus catástrofes naturales y humanas, éstas últimas usualmente bajo la forma del enfrentamiento bélico. En 1913, el productor y director Giovanni Pastrone presentó su largometraje Cabiria, que sería estrenado exitosamente en los Estados Unidos y causaría una enorme impresión en Griffith, a pesar de que, coquetería mediante, nunca confesaría haberlo visto. Cabiria hizo las veces de modelo a ser superado en tamaño y espectacularidad. Resulta imposible dejar constancia en tan poco espacio de las novedades técnicas introducidas por Intolerancia, pero baste decir que nunca antes se habían visto movimientos de cámara como los que presentan la totalidad de la ciudad desde la altura, descendiendo y acercándose lentamente a un grupo de ciudadanos en plena bacanal. El sitio de Babilonia y la batalla subsiguiente, repleta de torres movedizas incendiadas, luchas colectivas y violentas imágenes de descabezamientos, establecerían un patrón visual que todavía puede verse en películas recientes como El señor de los anillos. El cine épico nunca se extingue, sólo se oculta periódicamente para reaparecer con fuerza ante cada nuevo avance tecnológico. No casualmente, en algunas semanas llegará a las salas una nueva versión de Ben Hur, el clásico bíblico que ya tuvo dos versiones cinematográficas: la original muda de 1925 y la más famosa de 1959, con Charlton Heston a todo color, la pantalla más ancha imaginable y sonido envolvente. ¿Se puede ver y disfrutar Intolerancia hoy, a cien años de su realización, o sólo puede ser apreciada como una pieza de museo? La restauración realizada en 2013 y editada en varios territorios en formato blu-ray permite admirar sus múltiples virtudes con una calidad de imagen prístina. El imponente set de la antigüedad revela, como si fuera la primera vez, todos sus detalles; el suspenso de los últimos veinte minutos mantiene intacta su potencia (no por nada Clint Eastwood reutilizó la idea de la ejecución abortada en el último segundo en el final de Crímenes verdaderos); y el primer beso entre los protagonistas del relato moderno –que D. W. G. encuadra con una enorme creatividad y sutileza– sigue emocionando tal y como lo hizo exactamente un siglo atrás.

BABILONIA SEGUN GRIFFITH

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