Imprimir|Regresar a la nota
Domingo, 18 de enero de 2004
logo radar
Personajes

La ruta de las ratas

Gerd Heidemann trabajó para la revista alemana Stern, entrevistó al enigmático Traven en México, cubrió trece guerras y fue el primero en entrar al despacho de Idi Amin luego de su derrocamiento. Lo que lo hizo célebre, sin embargo, fue el viaje que lo llevó a fines de los ‘70 hasta Sudamérica, donde consiguió hablar por primera vez con Klaus Barbie, Walther Rauff y otros criminales de guerra nazis. Su carrera quedó trunca cuando le vendió a Stern unos diarios de Hitler que resultaron falsos. Hoy, dedicado por entero a armar un archivo demencial que abarca la historia completa de la humanidad, el polémico Heidemann espera revancha.

/fotos/radar/20040118/notas_r/hei.jpg
POR ARIEL MAGNUS

A los 71 años, Gerd Heidemann no tiene la pinta de Robert Redford ni el carisma de Dustin Hoffman, pero pertenece a esa generación de periodistas que las posteriores sólo pueden imaginarse cuando ven películas como Todos los hombres del presidente (1976). “Cuando apareció esa película”, recuerda Heidemann, abandonando su solitario ajedrez de computadora para conversar con Radar, “un compañero de trabajo me dijo: ‘Gerd, nosotros tenemos que ser como ellos’.” Ese colega, como muchos otros, lo dejaría en banda años después, cuando, llevado por esa ambición, Heidemann “encontró” los (falsos) diarios de Hitler y –un poco por ambición, bastante más por la mala suerte– terminó en la cárcel. Dejaba atrás una carrera larga y exitosa que, entre otras cosas, lo había llevado hasta Sudamérica tras las huellas de los criminales nazis Joseph Mengele y Martin Bormann. Una carrera demasiado larga y demasiado exitosa como para que el primer tropezón no fuera también caída. Ahora, veinte años más tarde, el olvido equivale, tal vez, a una novedad.

Hussein, Traven y los calzones de Amin
Heidemann nació en Hamburgo, la capital mediática de Alemania. A los 19 años ya tenía su propia agencia de fotos y a los 24 entró a trabajar en la revista Stern, la más importante del país junto con Der Spiegel. “Yo fui el primero en hablar con Saddam Hussein cuando todavía era vicepresidente. Un tipo simpático. Me permitió fotografiar todo, bases militares incluidas”, recuerda sin pedantería. También fue el primero en descubrir y entrevistar en México al enigmático Traven (alias Ret Marut, alias Berick T. Torsvan, alias Hal Croves), sobre quien escribió un libro y realizó varios documentales para televisión. Como “nadie se ofrecía, aunque fuera un trabajo bien pago”, fue corresponsal de trece guerras en Africa y el Cercano Oriente. En Uganda, fue el primero en entrar a las oficinas de Idi Amin luego de que éste cayera: se llevó desde actas hasta un calzoncillo. En 1965, sus fotos de la guerra del Congo le valieron la medalla de oro de la World-Press-Photo. Siempre para Stern, descubrió al abogado más importante del Tercer Reich (lo que al leguleyo clandestino le costó su pensión) y entrevistó en 1971 a Juliane Köpcke, única sobreviviente de un accidente de avión en las selvas de Perú, con la que Werner Herzog filmaría un documental en 1999. Pero ninguna de estas primicias puede rivalizar con la última que logró antes de quedar involucrado en el escándalo de los diarios de Hitler (ver recuadro). Acompañado por Karl Wolff, ex general de la SS que ya había cumplido sus siete años de prisión, en 1979 Heidemann logró hablar en Sudamérica con Klaus Barbie y otros criminales nazis.
–Durante unas investigaciones me enteré de que la Iglesia, a través del obispo Hudal, había ayudado a los nazis a cruzar hacia Sudamérica con pasaportes falsos de la Cruz Roja. Wilhem Höttl, ex jefe del servicio secreto de la SS para Italia y los Balcanes, me lo confirmó en Austria. Entonces hice un contrato por un libro que se iba a llamar SS for export y le pregunté a Wolff si no quería acompañarme. Arreglamos que él dijera que yo lo estaba ayudando a escribir sus memorias, porque sabía que no llegaría a los nazis si les decía “Buenas: vengo de la revista Stern”. Él era el dirigente más alto de la SS que aún estaba con vida: sus inferiores no se iban a callar en su presencia. Mi idea era buscar a Menguele y a Bormann. A ellos no los encontré, pero encontré a otros”.

Chile
La primera escala fue Santiago de Chile. Allí visitaron a Walther Rauff, responsable de los “transportes de gas” donde murieron cerca de cien mil personas. Rauff le contó de su escape por Siria hacia Chile, de su amistad con Pinochet, de sus contactos con los servicios secretos británicos y alemanes. “Le pregunté por qué habían puesto en funcionamiento los carros para gasear a la gente y me contó que antes losfusilaban en las fosas, pero que tuvieron que pensar otro método porque a Himmler los pedazos de cerebro le manchaban el capote”.
Heidemann se interrumpe para buscar un libro de tapas de cuero. Es su cuaderno de bitácora, que se abre con un saludo de Rauff. El autógrafo pretende ser gracioso: “W. Rauff, criminal de guerra aprobado por el Estado”.
–Desde la primera entrevista, lo que más me sorprendió fue que los nazis escapados le preguntaban a Wolff –que había sido la mano derecha de Himmler– si lo de los judíos era cierto o no. Wolff les decía que sí, aunque no en esas cantidades. “Pero Himmler era demasiado cobarde como para hacer eso sin órdenes”, le objetaban los otros. Y Wolff decía: “Bormann lo convenció”. Y después se ponían a discutir sobre el número de muertos.
Argentina
De Santiago pasaron a Buenos Aires, donde Heidemann cuenta que a Wolff lo reconocían y saludaban por la calle. Se entrevistaron con ex miembros de la Ustasha y ex SS como el referente de Goebbels, Wilfred von Oven, en Bella Vista, o H. J. Woehler en Martínez, “uno de los más jóvenes de la vieja época”, según se lee en el cuaderno de bitácora.
–Según lo que me dijeron, cuando llegaban a Buenos Aires primero iban a una pequeña pensión alemana en San Isidro. Mientras buscaban trabajo, Perón les daba de 1200 a 1400 pesos por mes. En ese entonces el peso estaba uno a uno con el franco suizo, o sea que era buen dinero. Muchos fueron empleados en la empresa Otis. Eso me pareció especialmente macabro, porque Otis fabricaba hornos a gas.
En Bariloche se encontró con Franz Ruffinengo, “el hombre que embarcó a todos los nazis en Génova y les dio pasaportes. Fue oficial de la Luftwaffe. Después de la guerra se quedó en Génova y trabajó para la Delegación Argentina de Inmigración Europea. En el ‘47 se fue para Argentina, después de que algún diario publicara que estaba ayudando a los de la SS. Fue secretario de Rodolfo Freude, el secretario de Perón. Probablemente haya sido él quien convenciera a Perón de que llevara a los alemanes para allá con la idea de transformar el país rural en una nación industrial”.
Ruffinengo –del que “todos decían que no les había pedido ni un cigarrillo para ayudarlos a escapar”– lo invitó a su casa en las montañas. “Era como el Berghof de Hitler, con los mismos ventanales panorámicos”, dice Heidemann, mientras manotea uno de los cientos de biblioratos que atosigan las paredes de su casa. Lo abre: de un lado se ve la casa de Ruffinengo fotografiada por él en El Bolsón, del otro un recorte de revista con el chalet de Hitler en Bavaria. La similitud es casi ofensiva: “Hizo hasta el cartel con los colores nazis: blanco, rojo y negro. Si lo ponés en una novela nadie te lo cree: el mismo tipo que sacó a los nazis de Alemania se construye su Berghof en un lugar que parece Bavaria.”
La estadía en nuestro país le depararía otras sorpresas.
–Con el ex SS Sepp Vötterl viajamos a Villa General Belgrano, en Córdoba. Había alguna fiesta en la ciudad y fuimos a algún local donde también se reunían algunos judíos. “Mirá”, me dice Vötterl, “éste también es uno de los gaseados”. Y hablándole a ése: “¿Cuánto recibís de pensión de Alemania?”. “1820 marcos”, creo que le contestó el otro. Y Vötterl: “¿Ves? Todos los gaseados viven ahora acá. En Buenos Aires hay 350 mil. Y todos reciben su pensión desde Alemania. Así que ‘¡Salud!’” Y el judío le contesta: “¡Salud, cerdo nazi!” Y brindaban como los mejores amigos. Escuchar todo eso me daba mucha vergüenza. Cuando volví, algún colega me dijo que tendría que haberles hecho tragar sus palabras. Pero, ¿pensás que me hubieran dicho algo si cada tres palabras yo les gritaba “asesinos,asesinos”? Yo sabía que si quería llegar a algo, tenía que aullar con los lobos. Sobre todo teniendo a Wolff (“lobo”) a mi lado.

Bolivia
De Argentina Heidemann pasó a Bolivia, donde estuvo una semana junto a Klaus Barbie. Bajo el nombre falso de Klaus Altmann, “el carnicero de Lyon”, ex jefe de la Gestapo durante la ocupación de esa ciudad, vivía impunemente en La Paz.
–Los norteamericanos lo protegían de los franceses, que ya lo habían condenado dos veces a muerte. Todos estaban apalabrados con algún servicio secreto, y cuando en Alemania empezaba alguna investigación, les pasaban dinero para que cerraran la boca. No era sólo que Perón les decía a los norteamericanos dónde estaba cada uno de los que había pasado por Buenos Aires, sino que casi todos estaban abonados al diario nacionalista alemán que se editaba en Munich. Bastaba ver la lista de suscripción para ubicarlos.
Entre copa y copa (“yo sólo servía”, dice Heidemann), Barbie contó frente a su grabador cómo su gente persiguió, torturó y mató a los miembros de la Resistencia francesa. Y para que no queden dudas, Heidemann saca un casete y lo pone en su viejo reproductor: con fidelidad de CD, unas voces beodas gruñen sus odios y sus frustraciones. Heidemann sigue hablando sobre la cinta: “Barbie tenía un guardaespaldas del Ministerio del Interior. Una vez estábamos en el aeropuerto y un grupo de personas lo reconoció y le empezó a gritar “asesino, asesino”. El guardaespaldas casi saca su arma y empieza a disparar. Barbie me prometió que iba a conseguir que todos los judíos de La Paz pagaran un impuesto. “Me arrepiento de cada judío que no maté”, me dijo en su furia.
Lejos de tratarse de un viejo nazi jubilado, su cercanía con la actualidad política del país parecía inmejorable:
–Un día estaba con Barbie en un restaurante de los suburbios, charlando frente al grabador. En la mesa de al lado había unos oficiales jóvenes. De pronto viene uno y le pide a Barbie que vaya con ellos. Él va, y cuando vuelve me dice lleno de orgullo: “Heidemann, están planeando un golpe de Estado y me invitan a participar”. Eso fue en 1979. A los pocos meses de volver a Alemania, una mañana abro el diario y leo: “Golpe de Estado en Bolivia. Sube al poder el general Meza”.

Odessa made in Argentina
Tres meses pasó Heidemann en Sudamérica. Fue el único periodista con el que los genocidas prófugos hablaron con toda confianza. El material que recogió debió ser una sensación.
–No, en absoluto. Cuando dije que había estado una semana con Barbie y que lo había hecho hablar por primera vez, la respuesta fue: “¿Y quién es Barbie?”. Una redactora que leyó el material me dijo que no podíamos tomar a gente de la SS como testigos en contra del Vaticano, que el Vaticano no hacía esas cosas. Así es como el tema murió. Tres meses viajando y dos meses después tipiando y nada. Estaba furioso. “Para eso me dedico a hacer mi libro”, dije. Y renuncié.
Antes de que le aceptaran la renuncia, Heidemann consiguió para la Stern los diarios de Hitler. Resultaron ser falsos, como se supo una semana después de publicados. La revista le inició juicio y Heidemann acabó en la cárcel por cinco años. ¿Culpable o chivo expiatorio? La historia oficial dice lo primero; él alega lo segundo. Hay libros y documentales televisivos que señalan las arbitrariedades del fallo, pero de nada sirvieron.
Cuando salió, Heidemann promediaba los cincuenta años. Estaba quebrado, y no sólo económicamente. Se encerró en su departamento de dos ambientes de Hamburgo y se puso a compilar un archivo que contiene la historia del mundo, desde el 2300 antes de Cristo hasta hoy, día por día. Heidemann es un apasionado de las actas y las fotos, pero también de los recortes derevistas, las cuentas de hotel, las curiosidades de todo tipo y factor. Su casa es un archivo; todas las paredes están repletas de biblioratos. Hace unos meses, la administración del edificio lo conminó a trasladar parte de su museo a un sótano: tenían miedo de que los pisos cedieran.
El período que mejor cubre su archivo es la Segunda Guerra, como corresponde en un hombre con una debilidad evidente por todo lo nazi. Allí están desde las actas del servicio secreto norteamericano (“en original: siempre tuve buena relación con los servicios”) hasta el archivo completo de Heinrich Hoffmann, el fotógrafo de Hitler (“tengo acá todos los negativos de sus fotos”). Cuando algún coleccionista recibe una oferta por un souvenir de Hitler, lo llama a Heidemann para verificar que no sea una falsificación. Cuando los estudiantes de africanología quieren saber algo de las guerras que él cubrió, se instalan días enteros en su casa. Una universidad norteamericana ya le compró su material sobre Traven. Sólo los sesenta biblioratos sobre su viaje a Sudamérica siguen olvidados.
–Usaron algunas cosas en documentales, pero la mayoría está inédito. Y eso que ahí está todo. No necesito acordarme de nada. Cada frase que escuché y cada pensamiento que tuve están ahí adentro. Tengo tanto material que el único arte sería el de la omisión.
Heidemann vive del seguro social y de los pocos euros que saca vendiendo sus fotos a los medios. La eterna idea de hacer un libro sobre el tema, sumada a su precaria situación económica, le impide regalar sus cosas. Pero cuando muestra su trabajo de años lo hace con gusto. Las carpetas en cuestión guardan desde inservibles boletos de avión hasta documentos originales de Hudal, todo ordenado en folios transparentes, con una meticulosidad de filatelista. Él mismo ha desgrabado ya muchas de sus conversaciones, pero hay otras tantas que no han pasado del casete. Sólo un especialista muñido de paciencia y algún dinero podría ponderar la importancia de estos testimonios y documentos. A más de veinte años de los hechos, y después de The real Odessa de Uki Goñi, lo que los hace invalorables no es tanto su novedad como su riqueza probatoria. Pero, hablando de Odessa, ¿existió?
–Después de la guerra, Höttle trabajaba para los norteamericanos. Una vez vino Erich Kernmayer, que también era un ex SS, y le dijo: “Estás acá como la araña en su red: todos los hilos pasan por vos. ¿No podrías ayudar a los camaradas que están en peligro? Nosotros estamos dispuestos a contarles a los yanquis todo sobre Rusia, pero ellos nos tienen que dejar escapar”. Así nació la Rattenlinie, la ruta de las ratas. Y cuando a Kernmayer le preguntaban qué misteriosa organización estaba detrás de todo, él decía: La araña. Lo decía por Höttle, pero suena bien, ¿no? La organización secreta La araña. Bueno, lo mismo pasó con Odessa. Todo eso es un invento de la prensa. Los nazis en Sudamérica se encontraban a veces y se ayudaban mutuamente, pero nada estaba organizado. Además, no necesitaban ninguna Odessa: tenían a Perón.

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.