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Domingo, 4 de abril de 2004
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Música

Confesiones de una máscara

¿2004 año Bob Dylan? Un álbum doble en vivo (The Bootleg Series Vol. 6: Bob Dylan Live 1964 - Concert at Philarmonic Hall), un libro que investiga con obsesión de forense la creación de uno de sus hitos más grandes (A Simple Twist of Fate: The Making of Blood on the Tracks) y la edición en DVD de una película nueva y extraña (Masked and Anonymous) se confabulan para regocijar a los seguidores de siempre y dar la bienvenida a los novatos que debuten en la dylanmanía.

Por Rodrigo Fresán
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Difícil –muy difícil– sintetizar a alguien como Bob Dylan. Sesenta y tres años en la vida y más de cuatro décadas en la carretera es mucho tiempo, muchos Dylan. Pero de vez en cuando se producen conjunciones astrales que permiten, simultáneamente, revisar su pasado más o menos lejano y disfrutar de su presente. Y así, de algún modo, comprenderlo y comprehenderlo a partir de tres momentos aislados, pero sin embargo representativos. Ahora, un doble álbum en vivo (The Bootleg Series Vol. 6: Bob Dylan Live 1964 - Concert at Philarmonic Hall); un libro que investiga con obsesión forense la vívida creación de uno de sus más grandes hitos (A Simple Twist of Fate: The Making of Blood on the Tracks); y la edición en DVD de una película nueva y extraña (Masked and Anonymous) hacen de este 2004 una ocasión para el regocijo de seguidores de siempre, así como una inmejorable puerta para que entren los recién llegados a la fiesta inolvidable. Otro de esos años en que los tiempos siguen cambiando, un viento idiota no deja de soplar y el pasado puede repetirse.
Aquí está: el mismo hombre en tres instantes clave de su vida artística. El rostro veinteañero y anguloso que ya deja de ser acústico para disponerse a abrazar el fantasma de la electricidad y la primera de sus muchas y radicales transformaciones. Los rasgos más curtidos del tipo de 33 que prepara su divorcio y vuelve al Greenwich Village de sus principios para escribir las canciones del disco más íntimo y doloroso de su carrera. La máscara marcada del icono de los sesenta adentrándose en sus propios sesenta bajo el alias cinematográfico de Jack Fate con un bigotito estilo Clark Gable, un sombrero de ala ancha, la voz podrida y la mirada de lince para contemplar el naufragio de unos Estados Desunidos.
Uno y otro y otro responden al nombre de guerra de Bob Dylan. Pocas veces un solo nombre tuvo tantas caras y pocas veces un artista pop se las ha arreglado para permanecer flotando en la cresta de la ola durante tanto tiempo. Muertos Sinatra y Cash, todo parece indicar que a Dylan le tocará jugarla de Gran Clásico Vivo de Principios del Tercer Milenio. Sobreviviente de muchos naufragios privados y una enfermedad rara, casi quebrado por un accidente de moto que nunca se aclaró, Dylan encaró los noventa con calma y reflexión. Primero fueron dos discos de versiones reformadas –Goods As I Been to You y World Gone Wrong– que lo reconectaron con sus raíces; después, el agónico y al mismo tiempo vital y tan exitoso Time Out of Mind; enseguida, la revisión legítima de una fecha irrepetible en su propia leyenda: el The Bootleg Series Vol. 4: Bob Dylan Live 1966 - The “Royal Albert Hall” Concert, que se complementaría con el The Bootleg Series Vol. 5: Bob Dylan Live 1975: The Rolling Thunder Revue; y el que hasta ahora es su último disco de estudio: Love and Theft, el party-record más siniestro de toda la Historia, grabado en una sola noche de principios de milenio y, nada es casual, puesto a la venta el 11 de septiembre del 2001.

1964 Todas las fechas y títulos mencionados más arriba –se sabe– no son otra cosa que piedras que ayudan a demarcar el camino y bocetar el mapa. Porque se sabe –Dylan es el primero en admitirlo y advertirlo– que su verdadera obra tiene lugar on the road, en los escenarios y no en los discos, en cualquiera de las escalas de su Tour Interminable. Y Dylan no miente. Es ahí donde más feliz se lo suele ver por estas noches en que cada vez toca más el piano por –circulan los rumores– problemas de espalda, o de artritis, o porque se le canta. Y el que se cruce con el doble pirata Don’t Shoot the Piano Player, que no lo deje escapar, porque ahí se escucha con buen sonido y gran asombro lo que hace y deshace con las teclas un entusiasta Dylan.
En 1964, la historia era la misma –el mismo entusiasmo–, pero otra: Dylan era el prócer de protesta, el iluminado de la canción contestataria, el principesco novio de la Reina Joan Báez. Y a nadie se le pasaba por lacabeza que, apenas tres meses después, ese muchacho de elegante look proletario –pero ya más hip que folk– iba a meter los dedos en el enchufe y electrificar su pelo y su música y desconcertar a periodistas (disfrutar también del verborrágico y semipirata Bob Dylan: The Classic Interviews 1965-1966) en largas entrevistas llenas de códigos secretos y jeroglíficos y afirmaciones como “Tengo mala vista. Inténtenlo ustedes: ver el mundo como lo ve Bob Dylan”.
Lo cierto es que Dylan ya era anfetamínico antes de engancharse con las pastillas de todos los colores. Dylan ya iba muy rápido. Y así ni siquiera le dio tiempo a la Columbia de sacar en su momento este The Bootleg Series Vol. 6: Live 1964 - Concert at the Philarmonic Hall, que hace cuarenta años ya tenía tapa y número de serie (el 2302) en el catálogo de la discográfica y que –al igual que lo ocurrido con otro live de 1963 en el Carnegie Hall que será redimido como parte de la Bootleg Series– se vio enterrado por la avalancha de material nuevo que presentó durante 1965-66: ese triple KO que fueron Bringing it All Back Home, Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde y aquel primer atisbo de la gira sin fin donde instruiría a sus músicos para que tocaran “fuckin’loud” y ahogaran las voces de aquellos que le gritaban “¡Judas!”.
Así que lo que se escucha ahora de aquel entonces todavía unplugged -que apropiadamente sale a la venta el mismo día que el DVD de aquel Dylan Unplugged en MTV 1995– es la calma que precede a la tormenta: concierto completo con Dylan felizmente fumado o beaujolaisiado, divirtiendo y divirtiéndose con el público, compartiendo algunos temas con la insoportable Joan Báez y ofreciendo una primera camada de greatest hits entre los que se cuentan formidables versiones de The Times They Are A-Changin... y Don’t Think Twice, It’s All Right” (entre otros), así como sketches tentativos del futuro cercano como It’s Alright Ma (I’m Only Bleeding) y Mr. Tambourine Man. En algún momento de aquella noche del 31 de octubre de 1964, entre canción y canción, se escucha la voz de Dylan diciendo, confesando, bromeando: “Hoy es Halloween. Llevo puesta mi máscara de Bob Dylan. Voy disfrazado”.
En resumen: otro gran momento para añadir a esa lista de grandes momentos y, ah, el indescriptible placer de salir a comprar un nuevo Dylan (por más que sea viejo) y tener que hacerle lugar para que quepa entre tantos –cada vez más– expansivos compactos de Dylan.

1974 Cada vez son más los que definen a Blood on the Tracks como el mejor disco de Bob Dylan. En lo personal, sólo diré que fue el primero que me compré y el que me llevó a comprar todos los demás: todos los que habían venido antes, todos los que vinieron después y hasta ahora. Una cosa es cierta: treinta años después de su concepción, Blood on the Tracks -grabado a finales de 1974, puesto a la venta en los primeros días de 1975– es tan históricamente imprescindible como The Freewheelin’ o Blonde on Blonde o Time Out of Mind. En su momento, no sólo revolucionó lo que se entendía como “canción confesional” sino que, además, se erigió como una de las pocas ocasiones en que el siempre misterioso Dylan se desnudó un poco y mostró lo que le ocurría sin que eso significara quitarse la máscara. Ahora, Blood on the Tracks es una obra maestra perfectamente añejada. Se lo considera “el más grande álbum de ruptura sentimental de todos los tiempos”. Son muchas las cosas que ocurren en Blood on the Tracks, pero lo que hay, antes que nada, es el retrato sangrante de un Dylan separándose de su mujer Sarah Lowndes y dedicándole –y dedicándose– las mejores y más dolorosas canciones de amor y odio jamás escritas. Así que lo que hizo Dylan a los 33 años fue ponerle letra y música a la autopsia de una larga relación sentimental, y lo que hacen ahora Andy Gill y Kevin Odegard en A Simple Twist of Fate: Bob Dylan and the Making of Blood on the Tracks es practicar la autopsia de esa autopsia. Todo unlibro para todo un disco donde se analizan verso a verso la memoir rimada de Tangled Up in Blue, la diatriba multifacética de Idiot Wind y el autorretrato del cruficado en Shelter from the Storm: más de 250 páginas de biografía, análisis técnico y musical, así como la reconstrucción al segundo de la compleja génesis y desarrollo del proyecto. El diagnóstico final de un álbum que primero se grabó con producción de Phil Ramone en un par de noches en Nueva York y que Dylan, viendo que se trataba de algo acaso demasiado personal –se puede oír esa primera encarnación en el CD pirata Blood on the Tapes–, corrigió y anestesió un poco. Se extirparon versos vitriólicos que acusaban a otros músicos de “robarle a ciegas” y se regrabaron algunas canciones en Minneapolis con la ayuda de David Zimmerman –hermano de Bob– y varios músicos locales que no figuraron en los créditos del disco porque la portada ya estaba impresa. La edición de Blood on the Tracks –número 1 de ventas, celebrado por la Columbia como el retorno del hijo pródigo que se había ido a la Asylum Records dos discos atrás– funcionó como carta abierta para que Bob y Dylan volvieran a intentarlo. Pero no hubo caso. El matrimonio se disolvió definitivamente en 1977, Sara se llevó unos 36 millones de dólares y Dylan se zambulló de lleno en juergas de soltero pasado de revoluciones en las que compuso un nuevo set de canciones –esta vez de odio sin amor– que nunca llegó a grabar. Los que las escucharon aseguran que daban miedo.
Aquí y ahora –meses después de ser relanzado en su versión Stereo Multi-Channel/Hybrid SA-CD con un sonido mejorado que produce la impresión de tener a Dylan cantando en el living de casa–, Blood on the Tracks suele ser uno de los discos que Dylan más frecuenta a la hora de armar el repertorio de sus conciertos. Y Sara –madre de sus hijos– acostumbra ser la mujer que lo acompaña a recoger premios. Tres décadas atrás –un poco pasmado por los elogios de la crítica y la felicidad de sus seguidores a la hora de poder verlo y oírlo por el ojo de la cerradura–, Dylan gruñó: “Un montón de gente me dice que ha disfrutado del álbum. Difícil comprenderlo. Quiero decir: tanta gente gozando de este tipo de dolor”.

2003 El disco Love and Theft –producido por Bob Dylan con el alias de Jack Frost y, nunca más justo y justiciero el verbo, ejecutado por su actual, magnífico y casi cabaretero quinteto de carretera– es el sonido y la estética que conforman esa extraña película llamada Masked and Anonymous. Si el álbum en cuestión funciona como una especie de travelogue sónico a lo largo y ancho de la historia de la música popular norteamericana, la película le pone imágenes al vagabundeo, adaptándolo a la lírica surrealista de esas casi novelas que son canciones de Dylan como Desolation Row, Stuck Inside of Mobile With the Memphis Blues Again, Black Diamond Bay o High Water. Estrenada en el 2003, dirigida por el productor/escritor de la serie Seinfeld, Larry Charles, sobre un bizarro guión firmado por “Sergei Petrov y René Fontaine” (transparentes alter-egos de Charles y Dylan), la película tuvo un espasmódico recorrido comercial; todavía hoy –cuando sale en DVD con abundantes extras– se discute si Masked and Anonymous es una obra maestra u otro delirio en la considerable vida de celuloide del cantautor. Y atención: Martin Scorsese está dando los últimos toques a Bob Dylan Anthology, un documental para la BBC que abarca desde los inicios hasta la grabación de Blonde on Blonde; y Todd Haynes, con la bendición del propio Dylan, se apresta a iniciar el rodaje de “una especie de biografía” titulada I’m Not There: Suppositions on a Film Concerning Dylan, donde la figura del cantautor será interpretada por varios actores, uno de ellos mujer.
Mientras tanto y hasta entonces, recapitulemos: por un lado están esos rockumentales fundacionales y nunca superados –donde Dylan hace de Dylan– que son Don’t Look Back (1967, de D.A. Pennebaker), Eat the Document (1971, de Howard Alk y Dylan; se consigue un buen DVD pirata que incluyelos más de veinte minutos de Dylan compartiendo taxi con Lennon) y la recién aparecida y un tanto desprolija Bob Dylan World Tour 1966: The Home Movies (2002, compaginación de rollos de Súper 8 filmados por el baterista Mickey Jones). Añadir los fragmentos que le corresponden en The Concert for Bangladesh (1972, de Saul Swimmer) y The Last Waltz (1978, de Martin Scorsese). Sumar a esto un puñado de videoclips casi siempre poco afortunados, el concierto para la NBC Hard Rain (1976) y apariciones que van de lo sublime a lo desconcertante en night-shows televisivos, en los Grammy, teletones y el cameo inesperado en la comedia Dharma y Greg. Pero lo verdaderamente interesante es el Dylan actor, y no olvidar que ya muy al principio a alguien se le ocurrió filmar The Catcher in the Rye con Dylan en el rol de Holden Caulfield. Y, claro, Salinger dijo no.
Lo que no impidió que en 1973 Dylan fuese el misterioso Alias en Pat Garret and Billy The Kid de Sam Peckinpah (impagable su escena leyendo una etiqueta de una lata de frijoles, y se dice que Dylan arruinó varias escenas entrando en cámara donde no tenía que aparecer); que en 1977 fuese Renaldo en su tan enervante como hipnótico docudrama de tres horas y media Renaldo and Clara (construido en base a escenas live de la Rolling Thunder Revue y viñetas improvisadas durante la gira: hay buena versión en DVD de origen brasileño); que en 1987 fuese Billy, la rock star retirada Billy Parker en Hearts of Fire de Richard Marquand (impagables las escenas en que se zambulle en la laguna con Fiona, pelea con Rupert Everett y canta A Couple More Years a las gallinas de su ruinoso rancho); y que en 1989, en la malograda Catchfire de Dennis Hopper, hiciera el breve cameo de un artista que se dedica a esculpir con la ayuda de... una motosierra. Ninguna –con excepción de la de Peckinpah– es una película memorable, pero de algún modo todas se han ganado su sitio en la historia gracias al por lo menos poco ortodoxo método actoral de Bob Dylan. El adjetivo más recurrido para definir lo que ha hecho frente a las cámaras –consultar el libro Like a Bullet of Light: The Films of Bob Dylan, del dylanólogo C.P. Lee– es, siempre, chaplinesco. Y algo de verdad hay: véase, si no, el modo en que camina y mueve su boca sin decir palabra y pone nerviosos a sus compañeros de escena.
En este sentido, Masked and Anonymous es un verdadero Festival Dylan desde el momento en que el cantante Jack Fate es puesto en libertad (Dylan sale de prisión luciendo una peluca de pelo muy largo y barba casi Montecristo) para que cante en una suerte de dudoso festival a beneficio de no se entiende muy bien quién o qué. Enseguida, Dylan se baña y se emprolija –adquiriendo su look habitual de estos días: cowboy-de-luxe con bigotito de tahúr– y comienza a explorar una ruinosa Los Angeles ubicada en unos Estados Unidos tercermundistas y alternativos donde la Guerra Civil nunca terminó y el poder lo ejerce un presidente de aspecto bananero. Lo acompaña un reparto multiestelar que se ofreció a cobrar poco y filmar los fines de semana –así se explica en las sucesivas entrevistas a los actores incluidas como material adicional– “para ver de cerca cómo era Dylan”. Nombres: John Goodman como un empresario corrupto, Jessica Lange como una despótica manager, Mickey Rourke como el brazo derecho del presidente moribundo, Val Kilmer como un tipo que le rompe el cuello a los conejos (o no), Jeff Bridges como un cínico periodista atormentado por los fantasmas de Vietnam, Penélope Cruz como una fanática religiosa, Giovanni Ribisi como el monologante y atormentado ex guerrillero que ya no sabe para quién lucha, Cheech Marin como Cheech Marin, Luke Wilson como el compadre y protegé de Jack Fate y Angela Bassett como una mujer misteriosa y fatal que acaso esconda la clave de todo el misterio. Buena parte del soundtrack está conformado por extrañas versiones internacionales de Dylan –Like a Rolling Stone en italiano, My Back Pages en japonés–, pero los grandes momentos de la película son, sin dudas, aquellos en que el cantautor recién liberado comanda a su banda filmada con una sola cámara,los músicos casi inmóviles tocando en fila y en perspectiva, Dylan adelante, gruñendo la versión más bestial de Cold Irons Bound jamás oída. Cuenta el director Larry Charles que se había estipulado que Dylan grabaría entre seis y ocho canciones de su propia elección para la película. Lo único que le había pedido Charles era que, por favor, All Along the Watcher fuera una de ellas, porque se le antojaba el perfecto leitmotiv musical para Masked and Anonymous. Dylan dijo OK, alteró la lista varias veces (manteniendo el título solicitado) y cuando llegó el día del rodaje del concierto, subió y tocó y cantó y –sonríe Charles– ¿adivinen cuál fue la canción que Bob no interpretó ese día?
Al final, como corresponde a todo opus dylaniano, nada se revela en Masked and Anonymous, cuyas escenas se enganchan como postales y estampitas suspendidas en la tempestad del sonido y la furia. ¿Es Bob Dylan el hijo del presidente? ¿Jeff Bridges se comió a su padre sin darse cuenta? ¿Está borracha Jessica Lange durante toda la filmación? Lo único que se sabe es que Jack Fate termina como empezó: en la cárcel. Y por encima de su leyenda y de su rostro –casi sobre los títulos del final– se oye la voz en off de Dylan cerrando la película y, al mismo tiempo, definiendo mejor que nadie su actual estado de mente: “Las cosas acaban rompiéndose... En especial esa necesidad de todos esos órdenes y todas esas leyes. El modo que escogemos para mirar el mundo es lo que acaba definiendo cómo somos... La verdad y la belleza dependen del ojo de quien las contempla... Hace mucho tiempo que dejé de intentar entenderlo todo”.
De ahí la paradoja de que los otros –nosotros– sigamos intentando entender a Dylan sabiendo que, por suerte, no es posible. El mundo sería un sitio mucho menos interesante si hubiésemos conseguido ver qué hay debajo de esa máscara de Bob Dylan que Bob Dylan se pone todas las noches para hacer de Bob Dylan. Porque para Bob Dylan –trick or treat– todas las noches son Halloween.

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