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Domingo, 11 de abril de 2004
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Fotografía

Caras de palabras

Argentino largamente afincado en París, el coleccionista de escritores Daniel Mordzinski acaba de inaugurar en Barcelona Los rostros de la escritura, una muestra que reúne setenta retratos en blanco y negro de la crema de la colonia literaria asentada en Cataluña. De Bryce Echenique a Enrique Vila-Matas, de Juan Marsé a Carlos Sampayo, siempre se trata, según Mordzinski, de capturar una mirada, “el más personal de los atributos”.

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1. Manuel Vazquez Montalbán

2. Roberto Bolaño

3. Horacio Vázquez-Rial
POR RODRIGO FRESAN (DESDE BARCELONA)

De ser cierto ese dicho que asegura que una imagen vale más que mil palabras, entonces, ¿cuántas palabras vale la imagen de un escritor? Y es que los retratos de aquellos que trabajan con la letra son una cuestión compleja y no siempre un tema simpático. Porque, ¿cuál es el sentido vgde ver a un escritor: una de esas personas que practican el oficio más inocurrente de todos (sentado y casi inmóvil) y, al mismo tiempo, la profesión más ocurrente de todas (todas esas postales invisibles e imposibles de atrapar posando adentro, en el cuarto siempre oscuro del cerebro)?
Así, el fino arte de fotografiar escritores ha estado y seguirá estando plagado de momentos terribles, de vergüenzas insalvables y –por supuesto– de vistas y actitudes que acaban literalmente revelando muchísimo más de lo que se puede llegar a confesar o esconder en una entrevista. Para muestra basta un ejemplo arquetípico y paradigmático: esas fotos de un orgulloso Hemingway (modelo profesional) rodeado de rifles y de cabezas de antílopes de elefantes; o esa foto de Fitzgerald (fracasado modelo) vestido de triste charro mexicano en Tijuana, poco antes de morir en Hollywood. Entre un extremo y otro hay, sí, espacio suficiente para tantos otros estilos y géneros y técnicas a la hora de fotografiar escritores.

ZOOM El método de Daniel Mordzinski, por ejemplo. Este dedicado coleccionista de escritores nació en Buenos Aires en 1960 y es ciudadano de París desde hace años (todo aquel que escribe, acude a su estudio con la misma feliz resignación con que otros marchan hacia el Louvre o al Folies Bergère), pero a menudo hace viajes largos y sufre cambios radicales de geografía e iluminación. Y un día aterriza por tu casa. Llega con sus cámaras y, sí, se sabe, está allí para sacarte una foto –para robarte un pedazo de alma–, pero no parece tener apuro alguno. Nada que ver con el frecuente vértigo de la mayoría de los siempre movidos fotógrafos. Mordzinski llega, se sienta, comienza a conversar con voz hipnótica y tranquilizadora (una voz más cercana a la de un pediatra que a la de un fotógrafo, pienso) y en algún momento te pide que le alcances algo, o que abras una puerta, o que prepares un café... Y cuando te das cuenta, ya está, ya pasó, y que pase el que sigue.
Lejos de los brutales y un tanto artificiosos trasplantes escenográficos de Annie Leibowitz o de la un tanto obvia sonrisa en el escritorio de todos los días patentada por Jill Krementz, Mordzinski te arranca del lugar de trabajo sin que esto signifique una amputación, pero sí un reacomodamiento. Y así, las fotos de Mordzinski acaban mostrándote distinto, pero más parecido a vos mismo que nunca. Y es para eso que se inventó la fotografía, supongo.

FLASH Daniel Mordzinski se refiere a una buena toma de un escritor como a “una mariposa”, en un obvio guiño-homenajeante a aquellas fotos que el fotógrafo Philippe Halsman le tomó en 1966, con la red en la mano, al perseguidor de lepidópteros Vladimir Nabokov.
Y en la última exposición de Mordzinski hay mariposas de sobra: más de setenta especímenes de coloridos escritores colgados en blanco y negro de las paredes, más con alfileres que con clavos, y, por una vez, masivamente felices de que así sea, de haber sido capturados y debidamente clasificados como nobles insectos.
Ordenada bajo el título Los rostros de la escritura, y la consigna de reunir a escritores catalanes o habitantes de Cataluña, la nueva colección Mordzinski ofrece –una vez más– su visión personal fundiéndose con la complicidad de las miradas que retrata. “La mirada es el más personal de los atributos”, define Mordzinski. Y así vemos a Alfredo Bryce Echenique abrazando la que posiblemente sea una de las tantas valijas extraviadas por Martín Romaña, a Román Gubern perdido o encontrándose en unabiblioteca, a Javier Cercas leyendo “al fresco”, hundido hasta la cintura en el agua de una pileta, a Gonzalo Garcés casi volando en una librería, a Juan Marsé jugando con un nieto, a una Maruja Torres enmarcada, a Horacio Vázquez-Rial con el torso desnudo, a Enrique Vila-Matas a media escalera envuelto en su talismánico sobretodo rojo, a Eduardo Mendoza en las profundidades de un patio, a Carlos Sampayo al otro lado del cristal, a Juan Villoro al otro lado de la puerta y al aquí firmante asomándose a una ventana de su casa a la que nunca se asomó hasta que un día llegó Mordzinski.
Y revelación curiosa: las fotos de los escritores que han muerto también parecen contagiadas de una acaso inevitable forma de mortalidad. Ahí están Roberto Bolaño, casi devorado por el abrazo de un bosque, y Manuel Vázquez Montalbán, que parece estar despidiéndose de su perro para ir hacia esa luz, ese flash último, que nos espera al final de todas las cosas, de todas las historias, de todos los libros y de todas las fotos.

CLICK “Hoy todo existe para acabar en una fotografía... La cámara convierte a todos en turistas de la realidad de otras personas y, eventualmente, de la propia”, aseguró Susan Sontag. El pasado viernes 2 de abril, el turista existencial Daniel Mordzinski volvió a Barcelona para la inauguración de Los rostros de la escritura –la muestra estará en el Palacio Robert del Paseo de Gracia hasta el 9 de mayo, enmarcada en el programa de actividades del catalán Día de Sant Jordi, gran fiesta del libro– y allí se encontró, entre árboles y copas de champagne, con varias de sus fotos en carne y hueso. También, por una vez, el fotografiado fue él, y a él le tocó responder a las preguntas de los periodistas: “Cada foto es un encuentro con el vacío. Me acerco a base de lecturas y luego el lugar en el que se desarrolla también ayuda, pero a la hora de la verdad intento olvidarme de todo, hasta de la técnica”, dijo en algún momento. “Retratar a un escritor no es más fácil ni más difícil que retratar a un ciclista en el Tour de Francia. Lo que realmente cuesta tiene más que ver con mi modelo de crear puentes entre la escritura y el público. Algo que nace de mi incapacidad de escribir”, dijo más tarde. Y yo leí todo esto en los diarios del día siguiente.
Antes, en el atardecer del viernes, Mordzinski tuvo otra buena idea, una idea impracticable mientras posaba con sus fotografiados. Dijo Mordzinski mientras se estiraban los zooms y encandilaban los flashes y tronaban los clicks: “Uy... ¡Cómo no se me ocurrió pedirle a cada escritor que viniera con una de esas camaritas desechables y me sacaran todos, y al mismo tiempo, una única foto a mí!”.
Los escritores –me consta– lo escuchamos con una sonrisa peligrosa y fuera de foco.
Ya te vamos a agarrar, Mordzinski...

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