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Domingo, 30 de mayo de 2004
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Libros

El ingeniero de almas

El conde Lev Tolstoi hizo de goma el género novela: lo estiró, lo tensó, lo rellenó y lo reformuló a su antojo hasta inventar un género superior del que él es único exponente. La demoradísima edición de sus Diarios en castellano (recién publicados por el sello El Acantilado en dos tomos que suman mil páginas) nos permite descubrir, por fin, cómo fue la vida de Tolstoi según Tolstoi y cómo ocurrió, paso a paso, la gestación del escritor más portentoso de todos los tiempos.

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Por Juan Forn

Es bastante insólito que recién ahora, a noventipico años de la muerte de Tolstoi, se publiquen por fin sus Diarios en castellano. A tal punto es insólito que más de uno tendrá la sensación de ya haberlos leído en su momento. Las razones de este equívoco son varias. Primero, porque unos cuantos fragmentos aparecieron en forma de libro, hace años de años (aunque seleccionados de tal manera, por ese nefasto discípulo de Tolstoi llamado Chertkov, que quedaron convertidos en “textos piadosos” del maestro). Segundo, porque las biografías de Tolstoi citan a destajo de los Diarios (y no sólo del aspecto piadoso de su carácter, pero la bibliografía sobre los últimos años de Tolstoi, especialmente sobre su fuga de Yasnaia Poliana y su agonía y muerte en la desolada estación de Astapovo, seguida paso a paso por el mundo entero a través de la prensa, es tan abundante y abrumadora que echa un manto de santidad sobre un hombre muchísimo más fascinante por lo que tenía de humano que por lo que tenía de santo). Tercero, porque el mismo Tolstoi puso muchísimo de sí en sus novelas, además de iniciar su carrera literaria con tres textos autobiográficos (Infancia, Adolescencia y Juventud). Hay, además, infinidad de ensayos brillantes sobre Tolstoi (Elías Canetti, Isaiah Berlin, Edmund Wilson, Nabokov, Lukacs, Steiner, Maugham, Gorki, Papini y un larguísimo etcétera). Todo lo que podría saberse sobre él parece haber sido dicho ya: de ahí el engañoso efecto déjà-vu que produce esta feliz aparición de los Diarios en nuestro idioma.
Por otro lado, está la historia en sí de los Diarios, accidentada como pocas. Y no me refiero a los de los últimos años, cuando Tolstoi debía esconderlos, o llevar diarios paralelos, para que su esposa y sus discípulos no litigaran por lo que decía en ellos y por su publicación. Los diarios y cuadernos de notas de Tolstoi ocupan trece de los noventa volúmenes de sus Obras Completas, Edición del Jubileo, iniciada en 1928 en la Unión Soviética y prolongada hasta 1958. Pero ni siquiera entonces se trataba de una versión completa, por la censura de pasajes enteros a la que sometieron el material los editores de la Academia de Ciencias de la URSS: muchos fragmentos referidos a lo sexual, pero no sólo esa clase de intimidades fueron silenciadas (vale recordar que Tolstoi ya había sufrido censura en vida, en todos sus libros, aunque el culpable en ese caso era el zar). Sobre ese material parcial trabajaban las biografías que citaban fragmentos de los Diarios. Así iban a seguir las cosas hasta que un cuarto de siglo después, en 1980, la mexicana Selma Ancira, que estudiaba filología en Moscú, descubrió este enmascaramiento cuando obtuvo acceso a los originales de los Diarios (que se encuentran en la Biblioteca Lenin y en “la habitación de acero” del Museo Tolstoi). Tendrían que pasar otros veinticinco años más hasta que esta puntillosísima fanática de Tolstoi lograra condensar en mil páginas una suerte de destilado de los Diarios, y encontrara editor de tan inmoderado libro (el sello catalán Ediciones El Acantilado, que acaba de publicarlo en dos exquisitos tomos).
Historias de éstas ocurren a cada rato en el mundo de la literatura. Lo infrecuente es que el texto descubierto sea tan interesante en sí como la operación de rescate (para usar un ejemplo: por cada Libro del desasosiego que se encuentra en un baúl, hay docenas, centenares incluso, de Islas en el golfo, con perdón del pobre Hemingway). Lo que consiguió la notable Selma Ancira con su rescate es casi un imposible: un Tolstoi en estado puro. Me apuro a fundamentar. Una de las cosas que hacen atractiva la lectura de diarios es que quien escribe no sabe de sí lo que saben de él los lectores: qué le pasará mañana, en qué habrá de convertirse su vida. Tolstoi es legendario por su ojo cósmico: si el novelista por antonomasia es el que lo ve todo, tanto de sus personajes como de su época, Tolstoi es Gardel, Le Pera y los guitarristas, el non plus ultra del oficio. Ahora imagínense a Tolstoi contando a Tolstoi, y encima sin saber cómo termina esa historia. Un detalle más: a diferencia de sus libros, que reescribía y corregía como un poseso (Sofía Andreievna, su esposa, debió copiar entero el manuscrito de Guerra y Paz trece veces, es decir veinte mil páginas, a mano, claro –además de las infinitas versiones que debió hacer de cada capítulo in progress), Tolstoi redactaba sus diarios al correr de la pluma, con sus desprolijidades y tachaduras y alguna que otra palabra o frase ilegible: es decir, sin embellecimientos ni retoques posteriores. Es en ese sentido un Tolstoi en estado puro el que se nos ofrece en estos Diarios: por la formidable vehemencia y también por la desnudez formal con que él mismo relata sus anhelos y sus caídas, sus arrebatos y sus convicciones, su batalla con el mundo y consigo mismo.
Nabokov dijo alguna vez que Tolstoi es el único escritor cuyo reloj está absolutamente en hora con los relojes de sus innumerables lectores: “Su prosa lleva el compás de nuestro pulso, sus personajes se mueven con el mismo andar de la gente que pasa bajo nuestra ventana mientras leemos el libro... si hay un tiempo de Proust y un tiempo de Joyce, Tolstoi en cambio logra –como nadie– el tiempo standard, el tiempo común y corriente: el que iguala nuestro reloj y el de sus personajes”. Ése es el milagro que explica por qué ningún otro escritor ha logrado transmitir tanta vida en una ficción como él en las suyas. Pues bien, estos Diarios, aun cuando fueron escritos al correr de la pluma, sin la disciplina de las novelas y sin el propósito de producir ese efecto en el lector, logran el mismo milagro: sumergirnos desde el primer acorde dentro de la vida de Tolstoi, trasmitiéndonos el tempo que tuvo esa vida inmoderada en todo sentido. Es precisamente esa intensidad extrema que era la media habitual para él, tanto en el sexo como en el juego, la bebida, el ejercicio del coraje, la literatura y la oposición a toda autoridad (incluyendo al zar, a la cúpula de la iglesia y hasta al mismo dios), reflejadas con asombrosa naturalidad en estas anotaciones tan impúdicas y expresivas a la vez, lo que explica cómo pudo gestarse un escritor tan portentoso e irrepetible.
Fíjense, si no, cómo abre el Diario: el año es 1847, Tolstoi es un indolente y disipado estudiante de diecinueve años en la universidad de Kazán y se interna en una clínica. “Hace seis días que ingresé y durante ellos casi me he sentido satisfecho de mí mismo. Les petites causes produisent grandes effets”, dice la primera anotación. La “petite cause” era una venérea (“Me pesqué una gonorrea, por el motivo que se la suele pescar”, confiesa). El “grand effet” será la decisión de usar, a partir de entonces, la palabra escrita como método de conocimiento y autoconocimiento. Vale aclarar que Tolstoi aún no se propone ser escritor; lo que quiere es “simplemente” encontrar el objetivo de la vida humana –es decir, de la suya propia–.
Esta igualación de lo universal con lo particular, que parece ya de entrada reducir la magnitud de la tarea y condenarla al fracaso, opera exactamente al revés y prefigura la celebérrima frase “pinta tu aldea y...”. Como aquel mapa insensato imaginado por Borges, tan meticuloso en la cobertura de accidentes topográficos que terminaría teniendo el tamaño exacto del territorio que cartografiaba, el Tolstoi “íntimo” que van retratando los Diarios abarca el mismo inmoderado espacio que habrá de plantarnos frente a los ojos la suma de personajes y peripecias de Guerra y paz o Ana Karenina.
Mucho se ha dicho, por ejemplo, sobre la fatuidad del joven Tolstoi. Pero nadie la describe mejor que él mismo, cuando dice que, para vivir como joven soltero en la sociedad moscovita, es indispensable una renta mínima anual de veinte mil rublos. Esa suma equivale a doscientos mil dólares actuales y, vale aclarar que, en su edad madura, cuando Tolstoi era leído en el mundo entero, todos sus libros juntos no llegaban a reportarle esa cifra anual en derechos de autor (y su hacienda de Yasnaia Poliana daba sólo diez mil). ¿Cómo hacía Tolstoi para acceder a semejantecantidad de dinero? Jugando, y endeudándose: “No me gusta lo que se puede obtener a cambio de dinero pero me gusta dilapidarlo”. Así, por ejemplo, perdió la casa original de Yasnaia Poliana (debió construirse otra, mucho más modesta, cuando finalmente dejó Moscú y el ejército) en una partida de shtoss que duró dos días y dos noches, al término de los cuales escribió: “Me resultó hasta tal punto desagradable que me gustaría olvidar que existo”. Lo que no quita que, pocos días después, anote lo siguiente: “Hoy encargué una silla de montar que hace juego con mi abrigo circasiano y con el cual perseguiré mujeres cosacas. Aún paso horas desesperadas frente al espejo porque mi bigote izquierdo no se acomoda como el derecho”. Lo portentoso en Tolstoi es que, a continuación, nos ofrezca el
siguiente juicio sobre el tema pecuniario: “Es extraño que todos ocultemos el hecho de que uno de los resortes principales de nuestra vida es el dinero. Como si fuera algo vergonzoso. Tomemos las novelas, las biografías: en todas se trata de eludir las cuestiones de dinero, cuando es allí donde radica el interés si no mayor al menos más constante de la vida, y en donde más se expresa el carácter de un hombre”.
Cuando anota en su Diario que es “capaz de sentir con una fuerza terrible”, también lo dice literalmente. Como prueba, en diferentes niveles, vayan los tres fragmentos que siguen: “Hoy, cuando me estaban afeitando, imaginé en forma vívida cómo una herida mortal infligida a un hombre ya herido puede cambiar instantáneamente su estado de ánimo: de la desesperación a la mansedumbre” (1853); “Conozco la finalidad de mi vida: el bien, al que estoy obligado con quienes dependen de mí (aún no se ha casado; se refiere a los campesinos de Yasnaia Poliana) y con mis compatriotas. Con los primeros estoy obligado porque me pertenecen; con los segundos porque tengo el talento y la inteligencia que tengo” (1858); “Si hubiera sido perseverante en mi pasión por las mujeres, habría tenido éxito y buenos recuerdos; si hubiera sido perseverante en mi abstinencia, habría estado orgullosamente en paz conmigo mismo. Si hubiera sido perseverante en la manera de ser vanidoso habría tenido éxito en el servicio y un buen pretexto para estar satisfecho; si hubiera sido perseverante en la manera de ser virtuoso podría desdeñar mis fracasos y estar más cabalmente satisfecho de mí mismo. Soy tan ambicioso que no sé elegir entre la gloria y la virtud. Desde lo más pequeño hasta lo más grande, este defecto de constancia destruye mi vida” (1860).
Toda la vida de Tolstoi es una lucha sin cuartel por superar las contradicciones, por hacer de sí mismo una persona que pueda aceptar (“Lo que has hecho sólo será verdadero bien cuando ya no estés tú para arruinarlo”, escribe en 1882), pero son precisamente esas contradicciones, la intensidad y la simultaneidad de esas contradicciones, las que hacen tan ancho y tan profundo, tan bestialmente humano. Con casi ochenta años cumplidos era capaz de decir, con apenas días de diferencia: “La abundancia de libros es una calamidad. Hay que establecer la costumbre de avergonzarse de publicar en vida. ¡Cuánto sedimento se asentaría y que agua más pura correría!”, y poco después: “Sigo siendo sensible y vanidoso y quiero publicar hasta el día en que me muera”. A veces logra en una sola frase la dicotomía y la enajenación de esa dicotomía: “Mientras perseguía y mataba sin piedad una liebre por el bosque pensé en lo inocentes que deben ser los asesinos. Piensan en otra cosa mientras matan sin conflicto”.
A tal punto era Tolstoi un animal incurablemente literario, que cuando ya hacía tiempo que había dejado de considerar suprema la literatura (la capacidad de pintar un mundo y hacérnoslo habitar) y prefería en cambio cambiar el mundo (o cambiarnos el mundo haciéndonos cambiar con su perorata mística), escribe, en una de las últimas anotaciones de sus Diarios: “Idea para un cuento. Una persona (igual podría ser un hombre o una mujer) lee la obra de Tolstoi y empieza a formularse preguntas.Colocar a esa persona espiritualmente viva en medio de la vulgaridad de la vida tal como la conozco. Podría llegar a ser una gran obra. Tal vez la escriba”. Tolstoi sabía, por supuesto, el efecto que tenían sus novelas sobre los lectores. Lo sabía a tal punto que le pareció que ésa sería la mejor manera de predicar, de ir más lejos aún que en sus “ficciones con mensaje” (La Sonata a Kreutzer y Resurrección): construir un mundo narrativo tan completo que ya existieran en él las novelas de Tolstoi (cabe aclarar, sin embargo, que
Dostoievski ya le había ganado de mano: en Los hermanos Karamazov, el mismísimo Lucifer le dice a Iván K que “en sueños y en pesadillas, el hombre a veces ve un mundo de acontecimientos tan entretejidos en una trama como juro que Tolstoi nunca ha inventado”).
Pero quizá la más impresionante de las entradas del Diario es de 1878 (un año después de que Tolstoi publicara Anna Karenina y once después de Guerra y paz) que su autor copiaría textual años después en Mi confesión: “No había cumplido los cincuenta años, tenía una buena esposa que me quería, excelentes hijos, una amplia hacienda que sin gran esfuerzo de mi parte mejoraba y aumentaba. Sin presunción de mi parte podía considerarme el escritor más famoso de Rusia. Tenía en mí una fuerza que rara vez se da en hombres de mi clase: físicamente podía rivalizar con los campesinos más resistentes y mentalmente era capaz de trabajar durante diez horas diarias sin que mi salud se resintiera por el esfuerzo. Y mi conciencia me decía que mi vida era una estúpida y despreciable broma que alguien me había jugado”.
Por esta clase de frases, George Orwell consideraba a Tolstoi “un matón espiritual” y Edmund Wilson mostraba una impaciencia tan exasperada como infrecuente en sus ensayos: “La vida le había dado todo y por eso mismo lo enfrentaba al vacío. ¿Cómo llenarlo? Para Tolstoi, no existía ya ninguna manera de sobresalir, salvo autoennoblecerse espiritualmente”. Proust, por su parte, harto de las “repeticiones” de Tolstoi, tanto en la obra de ficción como en las anotaciones personales, cita como ejemplo esta patética frase muy posterior, de plena vejez: “Tengo ganas de heroísmo. De consagrar el resto de mi vida únicamente a servir a Dios. Pero Él no me quiere. O no quiere que vaya adonde yo quiero ir. Y yo murmuro: el lujo, la venta de mis libros, la suciedad moral, la vana agitación de la gente. No consigo vencer la amargura. Pero lo principal es que quiero sufrir, quiero gritar la verdad que me abrasa”. Gorki, en cambio, decía que “Tolstoi y Dios eran como dos osos encerrados en una cueva” y celebró haber podido ser testigo de tan supremo enfrentamiento. Isaiah Berlin, por su parte, compara a Tolstoi con Moisés, el hombre que creyó más y mejor que nadie en la Tierra Prometida, y de hecho guió a su pueblo hasta ahí, pero no pudo entrar. Alguien tan consciente de su imperfección moral que “podía cerrar los ojos pero no olvidar que los estaba cerrando”, el escritor que entendió mejor que nadie el concepto de armonía y sin embargo sólo encontraba guerra y desorden adonde posara sus ojos, fuera en su tiempo o en sí mismo, en sus novelas o en las impenitentes anotaciones de sus Diarios.

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