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Domingo, 12 de septiembre de 2004
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Música

Sangre sabia

¿Es un ángel caído, un demonio devastado por el amor de Jesús o simplemente el song-writer más original de los últimos tiempos? Una cosa está clara: un álbum le bastó a Mike Pratt –surfista profesional, adicto empedernido, taxista, modelo y casi manco– para convertirse en Jim White, y sólo otros dos para consagrarse como el narrador musical de las profundidades del Sur norteamericano.

Por Rodrigo Fresán
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Había una vez una novela muy extraña de Flannery O’Connor –que con el tiempo se convirtió en una película muy extraña de John Huston– donde el protagonista crea su propia religión: la nada milagrosa Iglesia Sin Cristo. Por el camino encuentra a un sacerdote ciego y a su hija quinceañera y degenerada y las cosas no terminan muy bien, claro. La novela se llama Sangre sabia, se publicó en 1952 y muchos años después cayó en manos de un tal Mike Pratt, que –como recuerda ahora a vuelta de e-mail– se dijo entonces: “O’Connor me reveló un aspecto del Sur que yo me había empeñado en olvidar porque me estaba enloqueciendo. Su visión, sin embargo, me reconcilió con todas esas cosas que me habían atormentando tanto durante mi juventud”. Así, Mike Watt no demoró en convertirse en Jim White: otro personaje digno de figurar en cualquier página de O’Connor, otro enloquecido por el alucinante y alucinador sol lunático del Deep South. Ese sitio que está en los Estados Unidos pero que también es un estado de la mente en otro planeta. Ese lugar donde este hombre se siente como en su casa porque es su casa.

El corazón es un cazador solitario
Mike Pratt nació en Pensacola, Florida, y creció sufriendo los horrores de una familia fanática religiosa. Jim White, en cambio, suena como el hijo bastardo de un caimán y una sacerdotisa vudú parido en alguno de los pantanos que rodean Nueva Orleáns para ser enseguida bautizado por el Robert Mitchum de La noche del cazador leyendo de una Biblia de neón. Una cosa está clara: Pratt y/o White se inscriben dentro de una tradición reconocible donde comulgan también Faulkner, McCullers y el primer Capote. Las canciones de Jim White flotan como humo pesado sobre agua quieta a lo largo de tres discos magistrales
(The Mysterious Tale of How I Shouted Wrong-Eyed Jesus!, No Such Place y el flamante Drill a Hole in that Substrate and Tell Me What You See), siempre con grandes títulos: “Esposado a una cerca en Mississippi”, “El pueblo fantasma de mi cerebro”, “Dios estaba borracho cuando me hizo”, “Diez millas por recorrer en un camino de nueve millas”, “Peinando mi cabello con un estilo nuevo” o “Si Jesús manejara una casa rodante”.
Se puede definir a Jim White como un genio savant que se ha dado un golpe muy fuerte en la cabeza. O como un Beck hundido hasta el cuello en las arenas movedizas de Tom Waits. O un Leonard Cohen de labios en llamas y borracho de bourbon en los campos magnéticos del Mardi Gras. O como si los Talking Heads hubieran dejado Manhattan para mudarse a Yoknapatawpha. O como si Denis Johnson cantara lo que escribe en libros titulados Hijo de Jesús o Resurrección de un hombre ahorcado o Las estrellas al mediodía o El trono del tercer paraíso de las naciones de la asamblea general del milenio. Da igual. Jim White parece haber surgido de la nada para predicarnos sus sermones cantados bajo capas de palabras y sustratos de sonidos. Y entonces vemos con nuestros oídos qué hay allí. Y hay mucho.

Otras voces, otros ámbitos
Pero –ya se dijo, ya se escribió en este mismo suplemento a la altura del segundo disco– antes de Jim White estaba Mike Pratt. Y su prehistoria es algo que también merece ser recorrido, por más que desafíe toda lógica y demuestre, como canta este hombre en una de sus canciones, que “la vida es esa autopista por la que conduces a ciegas”. Fue músico autodidacta, surfista profesional (la leyenda cuenta que una vez hizo surf dentro de un tornado), drogadicto empedernido, taxista nocturno en N. Y., modelo en Europa (“No recuerdo nada interesante de esos tiempos. Fue una época solitaria: tres años de no ir a fiestas ni a discotecas y pasármela en cuartos de hotel leyendo libros y escribiendo canciones”), director de un legendario cortometraje titulado The Beautiful World, actor (en La Profecía II, “aunque mi escena como sereno de morgue no aparece en la versión final”, y anfitrión en el reciente documental sureño Searching for the Wrong-Eyed Jesus, desbordante de gente rara quevive por ahí abajo y más abajo todavía), víctima de una crisis espiritual y de un accidente de trabajo en una obra en construcción que casi le costó tres dedos y lo obligó a desarrollar una particular manera de tocar la guitarra (“Hago canciones para dos dedos. Antes era un autodidacta virtuoso de la guitarra. Ahora soy muy personal, ja”).
Una noche fría en Milán, después de un desfile, Pratt se descubrió mirando fijo un televisor encendido en el escaparate de un negocio. Pasaban un video de David Byrne. Le gustó, lo hizo sentir tristemente envidioso: “Sentí que allí había alguien que había descubierto una verdad esencial escondida en el ser del hombre del siglo XX. David, como ahora Beck, fue alguien que presentó un opción distinta de lo que se suponía debe ser el pop. Señaló una sombra interesante y nos dijo ‘Hey... hay algo interesante en esa sombra: vamos a verlo juntos’. Un poco como lo que hizo Paul Simon con la música africana”. Mike Pratt volvió a Florida y se tiró en una cama y ya no quiso levantarse. ¿Para qué? Cantaba canciones raras del mismo modo en que, cuando era chico, hablaba en lenguas para orgullo de sus padres adictos a las hostias.
Un amigo lo escuchó cantar a través de una ventana, grabó las canciones, se las pasó a una amiga. La amiga es Melanie Ciccone, hermana de Madonna y esposa del song-writer Joe Henry. Un par de meses después, Mike Pratt firma contrato con Luaka Bop, el sello de David Byrne. Y se convierte en Jim White: el hombre del omnipresente sombrero roto, el alias que se inventó para poder afrontar así el pánico de los escenarios y la timidez de su camerino. “Digamos que me inventé un personalidad pública para que absorbiera esa poco placentera carga de tener que ser una personalidad pública. Lo curioso es que este Jim White resultó ser mucho más parecido a mí de lo que jamás lo fue Mike Pratt. En cuanto al sombrero roto con el que solía fotografiarme y actuar, digamos que no era otra cosa que un mito bajo el cual ocultarme hasta que encontrara una verdad mejor. Y encontré una verdad mejor. Así que ya no necesito el sombrero.”

Santuario
¿Cuál es esa verdad? A Jim White le gusta decir que su género “es el no-género, una suerte de depósito, de almacén musical donde cualquiera, si es bueno, está invitado... No creo ser alt.country, pero es una etiqueta útil para mi discográfica. Lo mío es aprovechar destellos de todas partes para colgarlos del esquelo de la música country y folk”. Un sonido donde cabe todo y todo entra mientras su voz sube y baja y por momentos adquiere una textura radial porque –explica– “crecí con una radio pegada a la oreja. Hasta dormía con esa radio a transistores siempre encendida, regalándome las voces de un mundo desconocido y lejano con el que yo soñaba. Esas voces siguen allí, y es como si yo las sintonizara cuando compongo mis canciones”.
Tal vez la mejor manera de definir lo suyo –que ha sido categorizado como ghost-funk o hick-hop o spiritual-rap o gothic-mantra o trance-south o veryalt.country– pase por definiciones extramusicales, y que su riqueza sonora y lírica provenga en realidad de –sí– otros sustratos. Por ejemplo, el modo en que Jim White entiende su fe –el Gran Tema omnipresente de sus canciones, ya traten sobre una asesina serial o una cabina telefónica en el paraíso– y cómo me explica su credo con pasión de reconvertido: “Yo crecí en un pueblo muy religioso. Jesús estaba en todas partes y todavía sigue estando allí. Así que mis referentes han sido siempre los muchos aspectos del espíritu. Mientras crecía, hice todo lo posible por abrazar las ideas más extremas de ese sistema de creencias; porque yo tengo una personalidad extrema. Y así fue como acabé descubriendo que todo aquello en lo que me habían iniciado era algo hueco y poco inspirador. De modo que pasé muchos años intentando quitarme esas gafas con las cuales había aprendido a leer el mundo. Las gafas que yo llamo Gafas de Jesús. Por fin, un día las arrojé muy lejos. Y me descubría oscuras, ciego, sin rumbo. Luego de varios años, comprendí que necesitaba de nuevo mis Gafas de Jesús para recuperar la orientación en mi vida y regresé a ese sitio donde las había arrojado y me las puse una vez más. Lo que ha cambiado –y lo que me separa ahora de los fundamentalistas– es que soy consciente de estar llevando gafas, y que lo que veo no es otra cosa que una ‘ilusión óptica’. Y que no es algo del todo limpio. Por lo tanto, no me lo tomo tan en serio. Cuando se trata de los asuntos del espíritu, es importante no engañarse a uno mismo sintiendo que se está contemplando el rostro de Dios. Muchas de las veces en que creemos ver un rostro misterioso en la oscuridad acabamos descubriendo que, finalmente, no es otra cosa que el nuestro. Lo que lo hace divino es el modo en que lo contemplamos. Dios está en el modo en que vemos. Y mi religión, ahora, conserva nada más que las partes buenas. Lo mismo sucede con mi música. Y si mañana alguien me dijese que jamás podré tocar otra nota o cantar otro verso, bueno, me dedicaría a cualquier otra cosa”.
En la religión y en la música de Jim White, ahora –por ahora– Dios maneja una casa rodante mientras escucha “a Bob Dylan y casetes motivacionales”. Le pregunto a Jim White qué es lo que maneja el Diablo. Respuesta: “Un Hum-V, supongo. O tal vez la limusina de Puff Daddy”. Sea lo que sea, seguro, en su radio siempre suena Jim White.
Aleluya.

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