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Domingo, 3 de octubre de 2004
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España revive

El mes pasado, en el Festival de Cine y Derechos Humanos de Santiago del Estero los documentales Las fosas del silencio y Los niños perdidos del franquismo fueron la prueba palpable del momento sin precedentes por el que atraviesa España: de la mano de los nietos que hablan con sus abuelos, apoyados por equipos de documentalistas, escritores, arqueólogos, periodistas y forenses que trabajan sin recibir ni un centavo del Estado, la Madre Patria comienza a desenterrar las miles de fosas comunes del holocausto franquista. Radar habló con ellos.

Por Angel Berlanga
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Excavaciones en fosas comunes.
Treinta mil desaparecidos, fosas comunes, identificación de cadáveres a través de análisis de ADN, eliminación sistemática y planificada de los enemigos y de parientes directos de los enemigos, ajusticiamientos ejemplificadores para que el pánico creciera en el cuerpo de los vivos, torturas, hijos arrancados a sus padres para entregarlos a familias “sanas” que adscribían al ideario de la dictadura, Iglesia involucrada en crímenes aberrantes. La enumeración, que bien podría corresponder a lo que fue alumbrado aquí tras el fin del Proceso Videla, Massera y compañías, se ajusta a lo que está saliendo a la luz en España por estos días y da cuenta de lo ocurrido allí durante 1936 y los años subsiguientes, cuando el dictadorísimo Francisco Franco encabezó el alzamiento militar que desembocaría en guerra civil, casi cuatro décadas de gobierno y una represión tan feroz que, según las investigaciones de algunos historiadores, implica más de cien mil asesinatos. El horror de los crímenes parece tan asombroso como el silencio de los testigos y los familiares que, ahora, empiezan a animarse a contar públicamente qué ocurrió y a buscar los cuerpos de padres, abuelos y hermanos asesinados por la Falange o el ejército nacional y enterrados en fosas comunes ubicadas en montes y cunetas, a los costados de los caminos y de los cementerios, sin identificación alguna. En León y en Extremadura, en Asturias y en Cataluña, en Andalucía y en Galicia, hombres y mujeres de más de 70 años vencen al silencio y hablan. Sus hijos –la generación siguiente– quedaron a mitad de camino entre el miedo grabado a fuego por el franquismo y la euforia consumista de los primeros años de la democracia española. Es de la mano de la otra generación, la de los nietos, que las historias comienzan a rescatarse de un olvido definitivo: la combinación entre su necesidad por saber y la de los viejos por evocar, sumada al trabajo de las organizaciones empeñadas en la recuperación histórica, poco a poco va estableciendo nombres, fechas, lugares y metodologías de la matanza franquista.
El gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero también parece querer dar apoyo e impulso a esta corriente de reparación histórica: acaba de decretar la creación de una comisión interministerial para el estudio de la situación y el establecimiento de derechos de víctimas, perseguidos y represaliados de la guerra civil y del franquismo. La disposición también prevé la elaboración de un informe “sobre las condiciones que permitan el acceso a los archivos públicos y privados”, de un proyecto de ley que otorgue “un adecuado reconocimiento y satisfacción moral” a las víctimas y la participación en las audiencias de las organizaciones y “asociaciones representativas de las personas afectadas” que, en rigor, son las que vienen reclamando la intervención del Estado nacional para investigar ya desde la gestión de José María Aznar. Las simpatías ideológicas de Aznar hacen imaginable lo siguiente: ni un euro para apoyar a las entidades que buscan los restos de los familiares desaparecidos; miles de euros, en cambio, para repatriar los cadáveres de los soldados de la División Azul que Franco envió en apoyo a Hitler. Rodríguez Zapatero es nieto de una de las víctimas del dictador: su abuelo, el capitán Lozano, fue fusilado a poco del levantamiento golpista. “Yo vi desde pequeño la frustración en mi casa –le dijo hace unos días al escritor Juan José Millás–, y no sólo porque cuando fusilaron a mi abuelo mi padre se había quedado sin padre y mi abuela sin esposo, sino porque se habían quedado sin país.” La creación de la comisión acaso sea un indicio de que cumplirá su promesa electoral. (Aunque conviene no olvidar la máxima del Pocho Perón: la creación de una comisión investigadora es ideal para no averiguar nada.)

Los trabajos de la documentalista y periodista Montserrat Armengou son una buena muestra de lo que está saliendo a la luz en España. Las fosas del silencio y Los niños perdidos del franquismo fueron estrenados en la Argentina durante el mes pasado en Santiago del Estero, en el marco del Festival de Cine y Derechos Humanos. Esta catalana de 39 años que trabaja para la televisión regional sostiene que en España hubo un holocausto: “Y no es una exageración. La violencia franquista puesta en marcha tras el golpe fue perfectamente diseñada: hubo una campaña planificada de represalias masivas e indiscriminadas para someter y aterrorizar a la población”, dice. “Lo que hemos hecho nosotros es levantar temas que eran absolutamente desconocidos: a partir de estos documentales la gente empieza a tomar conciencia de que los españoles tenemos desaparecidos y niños robados a sus familias. Son tiempos muy interesantes: se ha generado un debate sobre el olvido durante la transición. En España ahora se habla de Comisiones de la Verdad. Hasta ahora, a nadie se le había ocurrido hacer una.”
“Es que Franco fue el padre espiritual de Pinochet”, decía Manuel Vázquez Montalbán, que también padeció la cárcel franquista. Las decenas de testimonios recogidos por Armengou y su equipo en los documentales dan cuenta de horrores que también podrían haber inspirado a los militares argentinos. “Los sacaban de las casas a la una de la madrugada, los montaban en un camión, los llevaban a las tapias del cementerio e, iluminados por los faros, los fusilaban”, evoca un testigo de Extremadura en Las fosas del silencio. Se secuestraba y/o se detenía, se asesinaba, se hacían desaparecer los cuerpos y no se daba ningún tipo de explicación; con el tiempo la metodología se maquilló y, tras “juicios sumarísimos” (que ni llegan a ser caricaturas legales), se fusiló más oficialmente, lo que implica la existencia de certificados de defunción pero no necesariamente el establecimiento de dónde fueron enterrados los cuerpos. “No oigo a nadie decir que se olviden del Holocausto, o de Auschwitz –dice en el documental una mujer, al pie de una fosa común abierta en León–. Pero en España hubo que correr un tupido velo y olvidar a nuestros familiares, olvidar nuestras angustias. No se puede buscar responsables. No sé por qué hay que hacer borrón y cuenta nueva.” Uno a uno, los ancianos van desenterrando historias de horror y muerte:
“A mi madre la violaron delante de la iglesia, y nunca más supimos de ella”.
“A mi padre lo mataron tres falangistas y nunca supe dónde lo enterraron”. “Cuando mataron a mi padre, mi madre se puso loca, perdió la razón. Yo quiero abrazar los huesos de mi padre”.
Los relatos de las ancianas en Los niños perdidos no son menos espeluznantes:
“A mi hijo lo llevaron a bautizar y no me lo devolvieron; lo traje nueve meses encima, y casi no lo conocí”.
“Nos metieron en trenes de ganado para trasladarnos del campo de concentración. Y ahí los niños se murieron, porque los dejaron a pleno sol. Unos guardias civiles se acercaron y dijeron ‘¡Cómo huele esto!’ Y les dijimos: ‘Porque hay mierda, y dos niñas muertas’. Y entonces las madres tuvieron que dejar a las niñas muertas en el andén y entrar otra vez al vagón para llevarlas presas a Madrid”.
“En la cárcel siempre estaba de la mano de mi madre. Sólo nos separaron una vez, pero fue para separarnos definitivamente. Me sacaron de la cárcel y me metieron en un tren con otros niños sin que las madres lo supieran”.
Una mujer relata cómo la policía mató a un niño porque lo habían bautizado Lenin; otra, que decenas de niños murieron de hambre en la cárcel, y que cuando murió la suya las monjas decían: “¡Ay, un angelito que adorará a Dios: esto es la gloria!”. A las madres detenidas les quitaban los hijos y los llevaban a asilos, donde los adoctrinaban y/o los daban en adopción; a muchas niñas las internaron en conventos de monjas. “Vinieron a buscarme al asilo cuatro veces –relata otra mujer–. Cuatro familias distintas. Cada vez hacían creerme que eran mi familia verdadera. ¿Quién soy yo, en realidad? ¿Cómo me llamo, qué años tengo, por qué me han quitado a mi padre?”.

Luego de varios años de investigación, el periodista Emilio Silva estableció que su abuelo, asesinado en octubre de 1936 junto a otras trece personas, había sido enterrado en una fosa común en las afueras de Priaranza del Bierzo, en León. En octubre de 2000 exhumó los restos; tres años después, una prueba de ADN estableció fehacientemente la identidad de su abuelo: fue la primera víctima de la Guerra Civil identificada con este sistema. El caso, que arrancó con su historia personal, reactivó la evocación de miles de historias similares y desembocó en la creación de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH). “Hasta el momento hemos exhumado cerca de 300 cuerpos, y dieron positivo 10 pruebas de ADN”, cuenta Silva desde León. “Tenemos un archivo con la información que vamos recibiendo; desde hace dos años hemos recibido más de cuatro mil cartas y correos informándonos acerca de desaparecidos –agrega–. Entre investigadores, arqueólogos y forenses seremos unas 200 personas. Y todos somos voluntarios, porque no hemos recibido ni un duro del Estado.”
Junto a Santiago Macías, otro investigador de la represión franquista y fundador de ARMH, Silva escribió Las fosas de Franco, donde cuenta su experiencia y las que sobrevinieron como consecuencia; el libro, que vendió 30.000 ejemplares en España, se publica ahora en Francia y en Estados Unidos. Silva reclama una “Comisión de la verdad” semejante a las que funcionan aquí o en Chile y censos de víctimas; espera, al respecto, las respuestas que vaya a dar la interministerial recién creada por Rodríguez Zapatero. Las tareas, de existir voluntad política, serían monumentales: hay decenas de fosas ubicadas, múltiples testimonios que contribuirían a precisar el lugar geográfico de muchas más, y miles de cuerpos por identificar. El Foro por la Memoria, otra de las entidades empeñadas en el rescate histórico, impulsó en julio pasado en Santaella, Córdoba, la apertura de dos fosas en las que se exhumaron los cuerpos de 22 ejecutados; su presidente, José María Pedreño, reclamó que sea el Estado el que se haga cargo de los análisis de ADN. El Ayuntamiento de Toledo identificó una fosa común con 727 republicanos fusilados en 1936 y abrió un registro para reclamos de familiares. Las ARMH de Valladolid y Palencia comenzaron el martes pasado los trabajos para desenterrar siete cuerpos de una fosa en la localidad de Baltanás. En Cataluña, la Generalitat hizo un mapa que registra, provisoriamente, la ubicación de 54 fosas comunes. La fosa común de Oviedo tiene una asociación de amigos y familiares propia: allí yacen 1600 cuerpos. En la de Badajoz hay 3000; en la de Mérida, 4000.
“El juez Baltasar Garzón investiga los crímenes de españoles en Argentina y Chile durante las dictaduras de los ‘70 por un sólido concepto de justicia universal; ojalá nos ayudara aquí un juez argentino o chileno”, ironiza Silva (que acaso no tenga noticias del lujo de tener un Galeano, un Nazareno), y agrega: “Por otra parte, Garzón no juzga los crímenes de la dictadura de Franco porque eso sería pulverizar la transición española, que se fundó en una especie de ‘Nos salvamos todos’. Hay que tener en cuenta que el PSOE y el Partido Comunista Español votaron a favor de la ley de amnistía que en 1977 dejó a los militares impunes”. Sobre la democracia española, la más larga de su historia, pesa un interrogante de acusación: por qué no se investigó, por qué nunca se apoyaron las iniciativas de investigación por fuera del Estado.

Dice Montserrat Armengou: “Durante los ‘80 y los ‘90 se instaló una gran mentira: ‘Somos un país maravilloso, hemos hecho una transición ejemplar, de exportación’. Recién ahora nosotros, la generación de los nietos, nos damos cuenta de que esa transición –sin querer juzgarla, porque se hizo como se pudo y con la renuncia de muchos de esos vencidos– se ha hecho sobre el olvido y el silencio. Esa desmemoria tiene costes tremendos para la salud democrática: en una encuesta de hace dos años se estableció que el 40 % de los chicos de entre 12 y 18 años opinaban que era lo mismo vivir en democracia que en dictadura mientras hubiera orden y progreso. Hay un desconocimiento muy grande de lo que fue la represión franquista”.
La documentalista dice que tras el fracaso del golpe de Estado del ‘81 y el repunte económico se instaló una especie de euforia que machacaba algo así: “Bueno, todo eso quedó atrás, para qué remover y abrir heridas, mira qué cojonudos somos, hemos parado a los golpistas”. “España, que siempre había estado a la cola de Europa, empezó a prosperar: con el dólar bajísimo, comprábamos en la Quinta Avenida de Nueva York como si fuéramos los reyes del mundo –explica–. Aunque en medio de esa euforia no hubiera una censura explícita, cuando proponía hacer documentales sobre la guerra me decían: ‘Pero esto a quién le va a interesar, es un rollo, la gente quiere ver otras cosas’.” Armengou, por otra parte, también destaca un cambio importante: “Las víctimas, que históricamente habían callado, ahora hablan. Continúa habiendo mucho miedo, pero la gente se animó. Y mucho más después de haber visto el primer documental; la televisión tiene muchos males, pero también un beneficio, y es que da cierto aspecto de normalidad a algunos sucesos: ‘Si lo dicen en televisión, quizá ya no sea tan peligroso’. Y entonces mucha más gente se puso en contacto con nosotros”.
El Foro por la Memoria publicó esta semana una lista de “propuestas concretas” para plantear al gobierno; en abril pasado el Equipo Nizkor, una entidad de derechos humanos dirigida por Gregorio Dionis, había redactado un documento de cuarenta páginas titulado La cuestión de la impunidad en España y los crímenes franquistas (al que adscribieron otras quince organizaciones), en el que se despliega un punteo de reclamos al Estado. Junto a la ARMH, serán las principales agrupaciones que interpelarán a la comisión interministerial creada por Rodríguez Zapatero. “Oficialmente, el Estado español nunca ha pedido perdón a las víctimas –subraya Armengou–. A mí se me cae la cara de vergüenza cuando vengo a Argentina a mostrar estos reportajes; nos la habíamos dado de tan listos, quisimos darles lecciones de democracia y de transiciones, pero tenemos las cosas a medio hacer. Aquí, mal que mal, han hecho una Comisión de la Verdad. Los documentales se pasaron en el Senado argentino, y todavía es la hora en que tengo que poner los pies en el Senado de España. Yo espero que con el nuevo gobierno esto empiece a cambiar, y que las organizaciones que han investigado empiecen a recibir fondos públicos. En España no hay banco de ADN: es hora de que se regule de una vez. La recuperación de restos de un familiar, que cada uno, a nivel individual, pueda cerrar su duelo, es tan importante como la creación de espacios de memoria. Este es un momento interesante, al que algunos empiezan a llamar “segunda transición”, pero si ahora la memoria vuelve a quedar atrás respecto a otros temas, los testimonios de los ancianos que todavía quedan por rescatarse ya no van a existir”.

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