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Domingo, 24 de octubre de 2004
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Música - Elliott Smith, a un año de su suicidio

Corazón roto

Hace poco más de un año, Elliott Smith, uno de los cantautores más raros y sensibles de los últimos tiempos, decidió quitarse la vida hundiéndose un puñal en el corazón. Ahora acaba de salir From a Basement on the Hill, el maravilloso disco que estaba terminando de grabar cuando se dio cuenta de que ya no quería seguir.

Por Rodrigo Fresán
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Como muchos –como la mayoría–, descubrí a Elliott Smith en la banda de sonido del regular film Good Will Hunting del irregular Gus van Sant. Esa película que escribieron Ben Affleck y Matt Damon y que ganó un Oscar al mejor guión y perdió un Oscar a la mejor canción. Se sabe que la idea de Van Sant era que todo el soundtrack estuviera compuesto por canciones de Smith. Un poco como lo que hizo Mike Nichols con las canciones de Simon & Garfunkel en El graduado, o Robert Altman con las de Leonard Cohen en McCabe & Mrs. Miller, o Hal Ashby con las de Cat Stevens en Harold and Maude. Se sabe también que a los productores les pareció un tanto arriesgado. ¿Quién era ese Smith? ¿Cómo confiar en alguien con un apellido tan común y con semejante facha? Así que de los quince tracks –entre los que acabaron apareciendo Gerry Rafferty y The Waterboys y Al Green– finalmente fueron seis para Smith. Cinco canciones viejas de sus tres muy lo-fi e intimistas primeros discos –Roman Candle (1994), Elliott Smith (de 1995 y con una portada con la foto de dos personas saltando desde la azotea de un edificio; “deporte” que Smith practicó en una ocasión luego de una pelea con su novia) y el magistral Either/Or (1997), más una canción nueva. La canción nueva y oscarizable que se llamaba y se sigue llamando “Miss Misery” y empieza con un verso triste, como suelen empezar las tristes canciones de Smith. Allí se oye, con esa voz suave y fina, pero firme y afilada: “De algún modo me las arreglaré para disimularlo a lo largo del día con la ayuda de Johnny Walker Red”. Y después: “Sé que preferirías que me vaya antes que ver cómo soy; pero en cualquier caso estoy en esta vida”.
La noche de los Oscar de 1998, más de 200 millones de personas vieron a Smith tal como era y –seguramente, con una ayudita de Johnny Walker Red– cantando “Miss Misery” embutido en un absurdo smoking blanco by Prada junto a Celine Dion, quien –como cabía esperarlo– se llevó la estatuilla dorada por esa titánica canción –hoy clásico a la hora de musicalizar velorios– que asegura que su corazón seguirá y seguirá sin importar que el mar esté infestado de icebergs sin piedad y que los barcos invulnerables se hundan.
Un Grammy, cinco años y unos meses más tarde, la noche del 21 de octubre de 2003, Elliott Smith se clavó dos veces el cuchillo en el corazón en un desolado bungalow de Echo Park, Los Angeles. Un suicidio antiguo y desesperado y casi shakespeareano, pero sin público en la platea. Y su corazón no sigue, pero siguen sus canciones y ahora se edita From a Basement on the Hill, el magnífico y triste disco en el que estaba trabajando cuando descubrió que ya nada podría ayudarlo y que lo mejor era irse para no seguir en esta vida.

MISTER MISERY
No está del todo aclarado el suicido de Elliott Smith. El caso continúa abierto, hay quienes acusan a su novia o a algún dealer, no se halló carta del suicida en la escena del asunto. En realidad, no hacía falta. Aquí está From a Basement on the Hill. Pocas veces un disco se pareció tanto a un adiós. Y pocas veces discos anteriores –los tres casi artesanales y ya mencionados, más las dos celebradas “superproducciones”, XO (1998) y Figure 8 (2000), que grabó para el sello DreamWorks– se parecieron tanto al diario íntimo de un suicidio anunciado. Tampoco es casual que el director de cine Wes Anderson haya escogido la canción “Needle in the Hay” para la escena del intento de suicidio del tenista confundido y enamorado en The Royal Tenenbaums. Toda la música que produjo Smith en sus treinta y cuatro años de este lado –el rugido grunge pero sofisticado de sus canciones en los tres álbumes de la banda de Portland Heatmister; los susurros acústicos de sus tres entregas para el sello indie Kill Rock Stars; y las tormentas neopsicodélicas de sus dos discos en una compañía major desbordando mellotron, chamberlin, percusiones, bronces y amor por los Beatles del White Album y Abbey Road (Smith grabóun cover de “Because” para el soundtrack de American Beauty), el Big Star de Third/Sisters Lovers, y el Elvis Costello de Imperial Bedroom– es música para despedirse apenas minutos después de decir hola, sonidos de fondo y de frente para una vida dura y complicada. Niñez difícil con padres divorciados (antes de morir dejó armada, sin ofrecer explicaciones, una Fundación Elliott Smith para Niños Maltratados y los Sherlock Freuds del métier ya han detectado múltiples alusiones a lo que le hicieron allá lejos y hace tiempo, pero en la siempre cercana infancia), alcohol, cocaína, heroína, crack, medicamentos de nombres raros y largos, y entradas y salidas de instituciones psiquiátricas de ésas donde te electrifican el cerebro y hacen que te olvides de consumir sustancias controladas, pero también que te olvides de todo lo demás. Los casi últimos tiempos fueron malos tiempos: Smith no podía terminar su disco, quería que fuera doble y que canciones melódicas se alternaran con canciones experimentales, armó un escándalo en un concierto de Beck y agredió a un policía y pasó la noche en el calabozo, se peleó con los capos de su discográfica por la certeza paranoica de que los empleados de DreamWorks habían entrado a su casa para llevarse archivos musicales de su computadora Apple. Como suele ocurrir, dicen que al final estaba mejor, había dejado las drogas y se sentía relativamente feliz y la autopsia probó que estaba sobrio y “limpio” a la hora de las puñaladas. Elliott Smith and the Big Nothing –flamante e inevitablemente breve biografía firmada por Benjamin Nugent– cuenta todo esto y poco más; porque Smith no era adicto a las entrevistas ni a las fotos (le gustaba que lo retrataran en lavanderías automáticas; detestaba que lo consideraran un folkie o “el nuevo Paul Simon”) y no hablaba mucho de lo que hacía. Frases sueltas como versos a la hora de algunas explicaciones: “Lo que hace que la gente consuma drogas para así alterar su realidad es algo que siempre me fascinó. No me gusta hablar de adictos; prefiero definirlos como dependientes”, “Me encanta grabar dos veces mi voz en mis canciones, una encima de otra, porque así no me reconozco”, “Existe una presión tan enorme para ser feliz y exitoso en los Estados Unidos. Me parece una broma. Y se supone que tienes que proyectar esa imagen de ganador todo el tiempo porque, si te niegas a hacerlo, significa que eres un perdedor”, “Me encanta cuando me confunden con un plomero”, “La gente libra batallas todos los días. Todos contra todos. Pero si se los filtra a través de algo como un libro o un disco... todo ese caos se convierte en algo que tal vez resulte más fácil de comprender”, “Mis canciones no me parecen tristes. De hecho, sólo puedo componer cuando estoy contento... Es decir. Se puede estar triste y contento al mismo tiempo y es ahí cuando me salen mis mejores canciones, cuando me siento un poco como se sentía Anna Karenina”, “Es tan raro esto de vivir de cantar canciones; pero también se me hacía raro cobrar por cuidar los jardines de los vecinos cuando era un chico”, “Yo sólo hago lo que yo hago. Si tuviera que definirlo de algún modo diría que es música interior.No sé lo que es, pero ahí está... adentro. Y ahí estoy yo”.

UN CARIÑOSO ADIOS
Y aquí vuelve estar. From a Basement on the Hill -ensamblado por sus padre y padrastro y madre y madrastra con la colaboración de amigos músicos del muerto– es, finalmente, nada más que un solo disco donde aparecen perfectamente representados los tres sonidos de Elliott Smith: el rugido eléctrico; la ternura acústica a la hora de tocar una guitarra pellizcando las cuerdas como nadie; la euforia orquestal y centrífuga y beatlesca y el estilo entre cabaretero y funerario para aporrear las teclas de un piano y las capas de voces superponiéndose, como manos de barniz, para proteger y fortalecer la sufrida madera de más abajo. Y se dice que por ahí quedan diecinueve canciones mucho más risqué en lo sonoro e incómodas para la parentela enlo temático. Una de ellas, ha trascendido, se llama “Abused”. Internet las recibirá, seguro, con amor y morbo. O serán puntualmente editadas por la familia una vez comprobada la permanencia del desaparecido, como en el caso del sobrevalorado Jeff Buckley, de quien sólo faltan por editar sus gorgoritos en la ducha. Mientras tanto, y hasta entonces, crece y se predica el culto a Smith iluminado por la luz fantasma pero verdadera de su estrella extinguida. Se sabe que, para muchos, nada te hace sentir más vivo que un muerto. Y mejor si se trata de otro songwriter sensible y agonista, tan merecidamente fácil de ubicar junto a otros mitos deliciosamente dolorosos y suicidas como el de Nick Drake, Ian Curtis y Kurt Cobain. Los entusiastas de estos síntomas y estigmas hallarán abundante material en las crepusculares canciones del álbum. Desde los títulos –”Let’s Get Lost”, “Don’t Go Down”, “Strung Out Again”, la autodespedida de “A Fond Farewell”, “Twilight”, “A Passing Feeling”, “The Last Hour”, el casi slogan drogadicto “A Distorted Reality is Now a Necessity to Be Free” y la engañosamente ligera y mccartiana en lo musical pero lennonística en sus versos “Memory Lane” (ver recuadro), donde Smith ya se percibe como un recuerdo recluido en la cabeza de quienes lo sobrevivirán y lo mantendrán vivo en sus memorias mientras él purga su condena en un propio y privado Más Allá psiquiátrico. Lo mismo con las letras, pasen y elijan: “Ultima parada hacia una resolución / Fin del trayecto, ¿es esto la confusión?”, “Pero todo lo que podría llegar a hacer / Nunca sería suficientemente bueno para ti”, “Y la verdad que no me importa quién me seguirá hasta allí / Voy quemando cada puente que cruzo / Para encontrar un hermoso sitio donde perderme”, “Es la destrucción que te obligan a sentir / Cada vez que alguien te quiere / Me he sentido tan feo antes / Que no supe qué hacer”, “Manejan a la gente como manejan a los autos / Hasta que ya no sabes dónde estás”, “El único hacedor con el que quiero encontrarme / El hombre agonizando en el living / Cuya sombra camina por el suelo / Quien te hará cruzar esa puerta abierta / Esta no es mi vida / Es apenas un cariñoso adiós para un amigo”, “Conozco mi sitio / Y odio mi cara / Ya sé cómo empecé y cómo terminaré / jodido otra vez”... Y así durante los 59 minutos de un disco cuya portada muestra una foto sepia de Smith sentado en los escalones de la puerta de una casa con cara de cuándo vienen a buscarme, ¿eh?
Más allá de la anécdota y de la leyenda, lo que queda es el raro talento de un tipo raro como son raros –de manera diferente, pero igualmente talentosa– sus contemporáneos Beck, Aimee Mann, Ron Sexsmith, Rufus Wainwright, Ryan Adams, Josh Rouse, Jim White y ese inglés de look tan parecido al de Smith (los mismos gorros de lana, la misma mirada del que acaba de levantarse de la siesta) que responde al nombre de Badly Drawn Boy. Y algún otro. No son muchos, no abundan, hay que cuidarlos, trabajan con materiales muy sensibles.
Tuve la suerte de ver y oír en vivo a Smith. Finales del 2000 o principios del 2001, no estoy del todo seguro. La gira europea de Figure 8. Smith llegó con su banda a Barcelona y tocó en una sala muy pequeña y sin escenario, a la altura de un no muy abundante público, pero que se sabía a la perfección todas y cada una de las canciones y que lo tenía tan cerca como para contemplar sin dificultad las cicatrices que dejó el acné en sus mejillas de esa cara de perro de aguas mojado. Smith tocó casi todo lo que había grabado hasta entonces, pero se negó a ejecutar la preciosa “Waltz 2 (XO)”, acaso su canción más lograda. Ese sinuoso y elegante vals con percusión marcial en la que alguien se despide de alguien diciendo “Nunca voy a conocerte del todo / Pero voy a amarte de cualquier modo”. Es –me parece– una buena manera de definir el fino y por siempre misterioso arte de Elliott Smith. Un tipo que un día dejó de escribir y cantar y, cuando ya no pudo aguantar el ruido cada vez más fuerte de su corazón, cuando los latidos fueron más potentes que su voz y que su música, como la suicidaAnna Karenina, tal vez triste y contento al mismo tiempo, sin smoking blanco y tan cansado de flotar, buscó y encontró y se hundió en un cuchillo.

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