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Domingo, 5 de mayo de 2002
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Guerra al miedo

Atando algunos cabos sueltos del polvorín mundial (protestas contra el Banco Mundial y el FMI, marchas de apoyo a Palestina, violencia en Medio Oriente, Le Pen segundo en el ranking político francés), la sacerdotisa del activismo globalifóbico hace foco en las formas nuevas de un viejo demonio –el antisemitismo– y explica por qué no hay que ceder al chantaje del miedo.

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Por Naomi Klein
Algo nuevo sucedió en Washington a mediados de abril. A una manifestación contra el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional se sumó una marcha antibélica, y también una manifestación contra la ocupación israelí del territorio palestino. Al final, todas las marchas terminaron uniéndose en lo que los organizadores describieron como la marcha de solidaridad con Palestina más grande de la historia de los Estados Unidos: 75 mil personas, según algunas estimaciones.
El domingo a la noche prendí el televisor con la esperanza de pescar alguna ráfaga de esa protesta histórica. Pero lo que vi fue otra cosa: vi al triunfal Jean-Marie Le Pen celebrando su flamante puesto de segundo líder político de Francia. Desde entonces he estado preguntándome si la nueva alianza desplegada en las calles de Washington podrá lidiar también con esta nueva amenaza.
La convergencia producida el fin de semana pasado en Washington llegó con mucho atraso. Pese al facilismo de etiquetas como “antiglobalización”, las protestas contra el comercio de los últimos tres años tuvieron todas que ver con la autodeterminación: el derecho de la gente a decidir cuál es la mejor manera de organizar su sociedad y su economía, ya sea introduciendo reformas rurales en Brasil, produciendo drogas genéricas contra el sida en India o resistiendo a las fuerzas de ocupación en Palestina. Cuando cientos de activistas antiglobalización confluyeron en Ramallah para hacer de “escudos humanos” entre los tanques israelíes y los palestinos, la teoría que había estado engendrándose en las calles contra las cumbres comerciales encontró su forma de acción concreta. El próximo paso era llevar ese espíritu valiente de nuevo a Washington, donde se trama gran parte de la política para Medio Oriente.
Pero perdí algo de mi entusiasmo cuando vi a Le Pen por TV, con su sonrisa radiante y sus brazos triunfales en alto. No hay absolutamente ninguna conexión entre el fascismo francés y los manifestantes pro Palestina libre de Washington (salvo que los árabes son, para los partidarios de Le Pen, lo único que hay más detestable que los judíos). Y sin embargo no pude dejar de pensar en todos los eventos recientes a los que me tocó asistir, donde la violencia antimusulmana había sufrido justas condenas pero nada se había dicho, sin embargo, sobre los ataques contra sinagogas, cementerios y centros comunitarios judíos. O sobre el hecho de que cada vez que entro en sitios informativos de activistas como indymedia.org, que adhieren a la “libertad de publicación”, tropiezo con una sarta de teorías sobre la conspiración judía del 11 de setiembre y con extractos de Los protocolos de los Sabios de Sión.
El movimiento antiglobalización no es antisemita; lo que ocurre es que no ha enfrentado plenamente las consecuencias que implica zambullirse en el conflicto de Medio Oriente. La mayoría de la gente de izquierda se limita a elegir bando. En Medio Oriente, donde un bando está bajo ocupación y el otro tiene el respaldo militar de los Estados Unidos, la elección parece clara. Pero se puede criticar a Israel y al mismo tiempo condenar el surgimiento del antisemitismo. Y también se puede estar a favor de la independencia palestina sin adoptar la dicotomía simplista “pro-palestino/anti-israelí”, reflejo especular de la ecuación “Bien vs. Mal” tan apreciada por el presidente George W. Bush.
¿Por qué preocuparse por todas estas sutilezas cuando siguen sacando cadáveres de entre los escombros de Jenín? Porque cualquiera que esté interesado en combatir el fascismo à la Le Pen o la brutalidad à la Sharon debe luchar cara a cara con la realidad del antisemitismo. El odio a los judíos es una poderosa herramienta política que está en manos tanto de la derecha europea como de la israelí. Para Le Pen, el antisemitismo es una ganga capaz de incrementar la cantidad de sus partidarios del 10 al 17 por ciento en sólo una semana.
El arma de Ariel Sharon es el temor, tanto real como imaginario, al antisemitismo. A Sharon le gusta decir que si resiste a los terroristas es para demostrar que no tiene miedo. En realidad, todas sus políticas estánguiadas por el miedo. Su gran talento reside en que comprende cabalmente las profundidades del miedo judío a otro Holocausto. Sabe cómo trazar paralelismos entre las ansiedades judías ligadas al antisemitismo y el miedo de los norteamericanos al terrorismo. Y es un experto a la hora de aprovechar todo eso para sus fines políticos.
El miedo primordial y familiar que utiliza Sharon –el que le permite sostener que todas las acciones agresivas son defensivas– es el miedo a que los vecinos de Israel quieran arrojar a los judíos al mar. El miedo secundario que Sharon manipula es el miedo que tienen los judíos de la diáspora a verse obligados a buscar un puerto seguro en Israel. Es el miedo que lleva a millones de judíos de todo el mundo –muchos de ellos asqueados por la agresión israelí– a callarse la boca y a mandar sus cheques a modo de anticipo por el santuario futuro.
La ecuación es simple: cuanto más miedo tienen los judíos, más poder tiene Sharon. Elegida a partir de una plataforma que pregonaba “la paz por la vía de la seguridad”, la administración Sharon a duras penas pudo ocultar su regocijo por el ascenso de Le Pen, invitando de inmediato a los judíos franceses a hacer las valijas y volver a la tierra prometida.
Para Sharon, el miedo judío es lo que garantiza que su poder no será sometido a examen, asegurándole la impunidad necesaria para hacer lo impensable: enviar tropas al Ministerio de Educación de la Autoridad Palestina para robar y destruir archivos; quemar niños vivos en sus propias casas; detener ambulancias para impedirles asistir a los moribundos.
Los judíos que viven fuera de Israel están ahora en un cepo difícil: las acciones del país que se suponía debía garantizarles su futura seguridad están ahora poniéndolos en una situación cada vez más insegura. Sharon está borrando deliberadamente cualquier distinción entre los términos “judío” e “israelí”, alegando que no pelea por el territorio israelí sino por la supervivencia del pueblo judío. Y cuando surge el antisemitismo, parcialmente, al menos, como resultado de sus acciones, es él, Sharon, el que está una vez más en posición de cosechar sus dividendos políticos.
Y la cosa funciona. La mayoría de los judíos están tan asustados que harían cualquier cosa por defender las políticas israelíes. Así, cuando un fuego sospechoso se ensañó con la fachada de la sinagoga de mi barrio, el cartel que pusieron en la puerta no decía “Gracias por nada, Sharon”. Decía: “Apoyemos a Israel. ¡Ahora más que nunca!”
Hay una salida. Nada borrará el antisemitismo, pero los judíos de fuera y dentro de Israel podrían estar un poco más seguros si hubiera una campaña que distinguiera entre las distintas posiciones judías y las acciones del Estado israelí. Es aquí donde un movimiento internacional puede jugar un papel decisivo. Ya están armándose alianzas entre los activistas antiglobalización y los refuseniks israelíes, soldados que se niegan a cumplir con sus obligaciones en los territorios ocupados. Y las imágenes más potentes de las protestas del sábado fueron las de los rabinos y los palestinos caminando codo a codo por las calles. Pero es preciso hacer más todavía. Para los partidarios de la justicia social es fácil pensar que, dado que los judíos ya tienen apoyos tan poderosos en Washington y Jerusalén, la del antisemitismo es una batalla que no necesitan librar. Es un error fatal. La batalla debe librarse precisamente porque los Sharon usan el antisemitismo como arma.
Cuando el antisemitismo deje de ser considerado un asunto judío, a cargo exclusivamente de Israel y el lobby sionista, Sharon perderá el arma más efectiva que tiene para mantener una ocupación indefendible y cada vez más brutal. Y, a manera de extra bonus, cada vez que disminuya el odio a los judíos, los Jean-Marie Le Pen se empequeñecerán con él.

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