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Domingo, 19 de diciembre de 2004
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Música: Relanzan la vapuleada Misa de Leonard Bernstein

Maldita Misa

En 1971 (Vietnam, hippismo, teología de la liberación), Jacqueline Kennedy le encargó a Leonard Bernstein una obra para inaugurar el Kennedy Center of Arts de Washington. Ecléctica hasta el pastiche, la Misa ultrajó a los vanguardistas con su mezcla de Stravinsky, comedia musical, caos à la Mahler, mambo, cinta cuadrafónica, jazz y crucifijo roto. Más de 30 años después, una edición de lujo (que se consigue en Buenos Aires) permite repensar las rarezas estéticas de la obra y las inclemencias que debió sufrir cuando se estrenó.

Por Diego Fischerman
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En la crítica del estreno, publicada por el New York Times el 8 de septiembre de 1971, Harold C. Schönberg decía: “Es una misa show-biz. Es la obra de un músico desesperado por estar en onda. Y, en efecto, esta misa está en onda esta semana. Pero, ¿qué hay del próximo año?”. Treinta y tres años después (la edad de Cristo, como conviene recordar cada vez que se acerca Navidad), esta Misa de Leonard Bernstein, subtitulada Una pieza teatral para cantantes, instrumentistas y bailarines y estrenada el mismo año que Jesus Christ Superstar, fue grabada en una versión ejemplar. El sello francés Harmonia Mundi registró las funciones de noviembre de 2003 en la Philharmonie de Berlín, dirigidas magistralmente por Kent Nagano, y acaba de publicar el álbum de dos discos en el que se mezclan el Stravinsky de Las bodas, el jazz, las comedias musicales, la idea de caos de las sinfonías mahlerianas, un coro amplificado, una cinta cuadrofónica, un tenor, algún ritmo de mambo, orquesta, batería, guitarra y bajo eléctrico y hasta un crucifijo roto en pedazos.
La edición, que obtuvo el sello de platino de la revista Opéra y ya se consigue en Buenos Aires, importada por Zival’s, sirve para acceder a una obra tan contradictoria como encantadora, pero también para comprobar hasta dónde el eclecticismo que erizaba el purismo de las terminales nerviosas de las vanguardias de entonces resulta hoy mucho más moderno (y de paso más llevadero) que las estéticas desde las que se lo condenaba.
La obra, encargada por Jacqueline Kennedy para inaugurar el monumental Kennedy Center of Arts de Washington, logró, según algunos críticos, “ser aún más fea que el edificio”. Schönberg, en su descripción de la noche inaugural, decía que “estuvieron los que despreciaron la obra como basura vulgar y los que señalaron el irregular tratamiento de la liturgia católica, especialmente en el momento de la destrucción de la cruz. Estuvieron también los que dijeron que Bernstein había puesto su dedo exactamente donde debe ponerlo la Iglesia actual, y que su Misa es un comentario relevante sobre los problemas religiosos. Y estuvieron aquellos, especialmente entre los integrantes más jóvenes del público, que gritaron y aplaudieron y ovacionaron y lloraron y dijeron que era lo más bello que habían oído en su vida”.
Por entonces, Estados Unidos luchaba por encontrar alguna clase de épica en el barro de Vietnam y Bernstein, un judío, escribía junto al libretista Stephen Schwarz –el mismo de Godspell, un musical rock bastante exitoso– que “cualquiera que odia a su hermano es un asesino”. Curiosamente otro judío metió mano también en los textos que se intercalaban con el ordinario de la misa: Paul Simon. Eran los tiempos –todavía– del hippismo y la teología de la liberación. En su homenaje a quien fuera el primer presidente católico de los Estados Unidos, el Tío Lenny componía una misa para la que reivindicaba, entre otras cosas, la vieja idea de representación teatral que, según sostenía, estaba en el origen de todos los rituales religiosos.
Autor de comedias musicales extraordinarias y de algunas de las mejores canciones jamás escritas (“Some Other Time” o “Lonely Town” de On The Town; “Maria” o “Somewhere” de West Side Story), Leonard Bernstein tuvo menos suerte con sus obras clásicas. Derivativas, muchas veces pretenciosas, a veces superficiales en su declamación de un humanismo bastante ingenuo, sus sinfonías y piezas corales adolecían de un defecto que antes del posmodernismo liberador de los ‘90 sonaba imperdonable: la falta de unidad estilística. En una época que rendía culto al principio de predeterminación –todo el desarrollo de una obra debía derivarse de unos pocos elementos presentes en el comienzo y de las relaciones a que pudieran dar lugar–, la música de Bernstein era precisamente la que se podía esperar de ese omnívoro incontinente y hedonista en el que confluían un pianista, un compositor, un director de orquesta, un músico de jazz yuna estrella del espectáculo. A diferencia de otros, el estilo compositivo de Bernstein nunca fue capaz de –ni estaba interesado en– separar con delicadeza su lado alto de su lado bajo. En ese sentido, resulta revelador que fuera él quien arrancó a Gustav Mahler del olvido y, mucho antes de Visconti y su Muerte en Venecia, cuando –al frente de la Filarmónica de Nueva York– eligió el Adagietto de la Quinta Sinfonía como banda de sonido para el entierro de Robert Kennedy, lo convirtió en hit.
Como Mahler, Bernstein no le teme a lo banal y acepta construir los más grandes relatos con los materiales más vulgares. Su Misa es, en muchos sentidos, un pastiche. Pero hoy es posible valorar en ella cuestiones que en 1971 pasaban desapercibidas, sobre todo su manera de registrar a la perfección el lugar y la época en que fue compuesta. La dificultad mayor para interpretarla es el ensamblaje de todos los estilos y lenguajes que la conforman. El tenor Jerry Hadley, los coros de la Radiodifusión de Berlín y Pacific Mozart Ensemble, el coro de niños Staats-und Domschor Berlín y la Orquesta Sinfónica Alemana, de esa ciudad, lo logran a las mil maravillas. La dirección de Nagano es flexible, expresiva y segura y logra, además, que lo que tiene que sonar popular suene popular. La grabación es excepcionalmente fiel.

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