Vi por primera vez la obra de Ray Metzker en una galería de Nueva York. Recuerdo haber pasado horas mirando esas fotografías una y otra vez, batiendo mi propio record de permanencia en una galería de arte.
No era para menos.
Allí estaban, perfectas, las imágenes que siempre había buscado con mi cámara. No sólo ese tipo Metzker las había encontrado veinte años antes que yo, sino que se había adelantado por largo a mis deseos futuros, y lo había hecho muchísimo mejor de lo que yo podría hacerlo nunca.
Literalmente (esto lo supe después) no podía dejar de ver esas imágenes.
Allí estaba la prueba misma de toda la oscuridad que la fotografía es capaz de registrar. Todo estaba allí. Incluso esa frontera entre la forma y la sustancia de las cosas, como sólo la luz en su ausencia puede revelar. Y en esos originales humillantes, donde parecía que había obligado hasta al último átomo de plata de sus negativos a dejar su impronta improbable.
Metzker es uno de esos tipos que ocupan un espacio con tal intensidad que nadie podría siquiera acercarse sin ser sospechado de plagio.
Toda mi obra anterior a ese encuentro quedaba reducida al equivalente de lo que sólo puede hacer una banda tributo con su grupo de culto: un puñado de covers, a veces felices, pero casi siempre patéticos.
Fue tal la parálisis que me provocó este encuentro que estuve cinco años sin poder tomar una foto. Consideré seriamente dedicarme a otra cosa (la ikebana, el yoga tántrico, y por qué no, la fritura artesanal de churros). Me dediqué a tocar la guitarra eléctrica. Fue inútil. Seguía sonando a banda tributo.
La fotografía que motiva esta nota es una de las primeras que anuló mi actitud de fotógrafo serial. Como en casi toda la obra de Metzker, la realidad parece desdoblarse en sus zonas de ficción tras el parpadeo metálico del obturador.
Metzker encuentra en una imagen cotidiana y banal, la perfecta pantalla de eso esencial que subyace y trasciende la escena. La magia de Metzker hace que nuestro ojo pueda percibir lo que repta por las sombras, los personajes que entran y salen de esas zonas de pasaje, aislados y solos, circulando por sus respectivas ficciones, yendo o viniendo hacia perfectos sitios de emboscada. Metzker encuentra en esa especie de nada que se cuela entre las cosas la sustancia latente de lo que puede ocurrir. La imagen despojada de toda anécdota (de toda cita, de toda narración) se vuelve un reflejo de lo indecible, eso que torna trascendente, maravilloso y esencial el uso de la fotografía.
Decía que nunca me pude ir de estas imágenes. Ni siquiera cuando vendí finalmente mi Leica y creí que se irían dentro de ella.
No.
Ya no podría dejar de mirar las cosas como Metzker.
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