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Domingo, 31 de julio de 2005
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NOTA DE TAPA

Simplemente sangre

Hace cinco años, el fotógrafo Diego Levy pidió en el diario en el que trabajaba fotografiar para la sección que nadie quiere: policiales. Un año después, estaba invirtiendo el dinero de un premio y de su propio bolsillo para extender el trabajo a otras tres ciudades latinoamericanas, infinitamente más violentas que Buenos Aires. El resultado es Sangre, un trabajo de alrededor de 80 fotos que ahora expone en la Fotogalería del San Martín. En esta entrevista, el mismo Levy indaga en las diferencias entre Río, BA, DF y Medellín, demuele el mito del fotógrafo atormentado por sus imágenes y cuenta todo eso que las fotos no muestran.

Por Mariana Enriquez
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Sangre inaugura el martes 2 de agosto, a las 19 en la Fotogalería del Teatro San Martín, Corrientes 1530.

A Diego Levy siempre le gustaron las fotos de policiales y encontró su oportunidad de hacerlas de forma sistemática en el 2000, cuando empezó un taller de reportaje fotográfico con Jorge Sáenz. Cada participante elegía un tema durante un año, y Levy se dedicó a su pasión: “Quería hacer un paisaje de Buenos Aires visto por ese lado”. Trabajaba en Clarín, y le pidió a su jefe que le asignara los policiales, cosa que no fue demasiado compleja: “Es un género muy menor dentro del periodismo y el fotoperiodismo –explica–, muy bastardeado. Nadie le da pelota, nadie quiere hacerlas, a nadie le interesa. En general nunca llegan a tapa a menos que sea un caso muy sonado, siempre van a las páginas de atrás, no son entrevistas... Además, yo empecé este trabajo antes de la paranoia por la seguridad en Argentina, ni siquiera era un tema de agenda”.

Ese mismo año lo echaron de Clarín, pero logró publicar sus fotos de Buenos Aires violenta como un ensayo en La Nación. El trabajo ganó el premio de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano de Gabriel García Márquez, y con los 25.000 dólares recibidos Levy decidió extender el trabajo a otras ciudades. Ese fue el origen de Sangre, el ensayo con instantáneas de la violencia en Buenos Aires, Medellín, México DF y Río de Janeiro.

¿Por dónde empezaste?

–Por Río de Janeiro. Me fui veinte días. Nunca pensé que iba a poder hacerlo, porque en este trabajo, a diferencia de otros, ninguna foto puede ser prevista, no se sabe lo que va a pasar y nada se puede organizar. Me podría haber vuelto sin nada: el trabajo es producto del azar. Me había costado un huevo hacer Buenos Aires: después de un año de trabajo edité sólo 20 fotos. Para hacer las 80 fotos de este ensayo tuve que ir a cuatrocientas situaciones. En la mayoría llegás tarde, cuando ya no hay nada.

¿Hay que trabajar muy rápido?

–Muchísimo. En el momento no ves nada, hay tanta tensión en la situación que laburás concentrado y rápido y muchas cosas se te escapan. Todo tiene una vida corta, las situaciones son breves, laburás muy frío; enseguida viene la ambulancia y la policía y levantan todo. Lo interesante aparece cuando revelás las fotos. Mi criterio para editar es estético, acá no hay información o periodismo. Muchas situaciones estuvieron buenas pero no está “el fotón”, porque no tuve suerte, o porque se me pasó. Un ejemplo es la foto del cuerpo cubierto con un diario; sólo se ve la mano, la saqué en Río. El diario tiene un gráfico de una especie de guía práctica del arte de la bijouterie con manitos, rarísimo. Pero cuando la saqué no vi la relación mano real / imagen de manos en el diario. Recién la vi cuando la copié.

¿Cuánto estuviste en cada ciudad?

–Salvo en Buenos Aires, donde el trabajo fue distinto, estuve unos veinte días en cada una. Es una medida de tiempo justa por cuestiones prácticas y de logística. Yo me pagaba el pasaje, el hotel, la comida y además trabajaba en una revista cuando hice los viajes, así que me escapé sin goce de sueldo. Era acomodar toda mi vida a este trabajo. Más tiempo no me podía ir y me parecía que esa cantidad estaba bien, es un método. Y funcionó: cada ciudad tiene un promedio de 20 fotos. Además es un laburo muy desgastante porque estás muy tenso; estás a la pesca todos los días, y a veces pasás 20 horas sentado esperando.

¿Cómo trabajaste en Río?

–Antes de viajar siempre hago contactos con gente que participa en este tipo de situaciones. En Brasil lo hice con un diario “amarillo” especializado en policiales. La metodología era ir al diario a las 7 de la mañana, hacer banco con los fotógrafos y cuando había una situación policial me iba con ellos. Es un código: si vos viajás en otra parte del mundo te reciben, te prestan la estructura, te dan una mano. Pasé veinte días en Río en 2001.

¿Entrabas con ellos a las favelas?

–Sí, con un fotógrafo del diario. Es imposible hacer el laburo solo, no sólo por la logística de enterarte que pasan estas cosas, sino porque hay códigos en cada ciudad que hay que conocer. Me movía con respeto y bajo el ala protectora del fotógrafo local. En algunos lugares no nos mandábamos, se trabaja con mucha cautela porque los fotógrafos corren peligro y se mueven en autos blindados; les disparan desde las favelas, es una actividad de riesgo. Cuando yo fui habían matado a un periodista que se llamaba Tim López: estaba con una cámara oculta haciendo una investigación de narcotráfico y le encontraron la cámara. Lo cortaron en pedazos con un sable y les prendieron fuego a los restos.

¿Con quién trabajaste en México?

–Con un grupo que se llama Los Onces. En México hay mucha “crónica roja”, muchos diarios, radios y revistas especializadas. La historia de Los Onces es así: un fotógrafo que se llamaba Enrique Metídines, de la Cruz Roja, transó con el director para que les cediera a los medios una ambulancia, en 1955. Desde entonces, todas las mañanas salen en ambulancia a las siete de la mañana siete fotógrafos, uno de cada radio, y cubren policiales. Andan por el DF en una ambulancia, con la radio obviamente, y hacen un quilombo tremendo: ponen la sirena de la ambulancia, a toda velocidad, por la vereda, no importa cómo. Trabajar con ellos fue muy loco, además lo explicás y nadie lo entiende.

¿Y en Medellín?

–Con la Fiscalía, pero yo andaba en taxi, no en el auto de ellos; no querían hacerse cargo de mí, así que iba detrás. Si me pasaba algo, que fuera en el taxi, los fiscales no querían tener nada que ver. Una decisión que me parece lógica. Es increíble, pero en Medellín no hay crónica roja especializada. Hay muchísima violencia, pero no se cubre en especial. No les importa, es muy común y no es noticia. En Brasil y en México, sí, especialmente en el DF donde hay una industria de crónica roja impactante, con cronistas de radio que van en moto y transmiten desde los lugares; además cada diario tiene un cronista motoquero. Yo nunca vi algo igual. Pero en Medellín no hay nada de eso, nada. No vi un solo periodista ni un fotógrafo ni un canal de televisión en los veinte días que pasé en Medellín en 2002.

¿Cuáles son las situaciones más habituales?

–Son parecidas y diferentes al mismo tiempo. El crimen pasa por lugares diferentes en cada lugar, el origen del crimen es distinto en cada ciudad. México a lo mejor tiene más que ver con Buenos Aires, hay más crimen común, hablo de asesinato-secuestro-robo. En Medellín tiene que ver con todo eso, pero además con cuestiones de guerrilla y paramilitares y narcotráfico. Y en Río tiene que ver con el narco, el delito común, una situación de pobreza y marginalidad implacable y la cana que es recontra violenta. Traté de incluir las diferentes situaciones en las fotos, aunque el criterio final siempre fue estético.

Contame algunas situaciones.

–En Río, por ejemplo, tengo muchas fotos de familiares o de manifestaciones de gente contra la policía, que es muy común. Tomé varias en la favela La Rosinha, donde viven 400 mil personas y hasta tienen city tour para turistas mediante un arreglo con la banda que maneja la favela; pagan un canon y los turistas tienen vía libre para circular. Pero también tomé fotos en el velorio de un candidato en Ciudade de Dios, porque hay mucho crimen político; la más loca fue la foto de tres cadáveres en el baúl de un auto. Me enteré de que estaban, tomé un taxi y fui solo. Cuando llegué vi el auto todo quemado y el patrullero atrás. Le pregunté al cana si se habían llevado los cuerpos, y él me dijo que no, abrió el baúl y estaban ahí, cagados a tiros y prendidos fuego. Hay de todo en Brasil, pero lo más impactante es que los muertos son muy jóvenes. En Medellín y en Río la mayoría de los muertos por muerte violenta tienen entre 15 y 20 años.

Decías que México se parece más a Buenos Aires...

–Sí, pero es una ciudad muchísimo más loca. Abundan los accidentes de tránsito, tengo cantidad de fotos de gente que se llevaron puesta conductores borrachos, o de obreros que caen de obras en construcción sin condiciones de seguridad. Y hay mucho robo de autos, te resistís un poco y te matan.

Medellín, en cambio, debe ser muy distinto...

–Es demencial, y además es una ciudad muy chica y hermosísima. Tengo una foto emblemática del grado de complejidad y locura. Es de un pibe que apareció en una bolsa de arpillera; al cuerpo lo están arrastrando con un alambre. Sucede que debajo de los cuerpos la guerrilla suele dejar bombas. Entonces cierran todo, evitan que se acerque la gente, le atan un alambre al cuerpo y desde lejos lo corren. Si no explota, van y lo levantan. También les ponen números a los cuerpos: yo fui en junio de 2003 y le saqué una foto al muerto Nº 1666 del año. Entonces tenían un promedio de 3000 por año y estaban contentos porque era poco; hace unos años tenían 7000. Para ellos es una buena cifra.

¿Tuviste miedo alguna vez?

–Algo de nervio y miedo hay porque son situaciones de mucha violencia, no tenés el control de todo y puede pasar cualquier cosa. Te puede matar la cana, los amigos del chorro, cualquiera. Antes de viajar tenía el miedo de no saber con qué me iba a encontrar y puntualmente tuve miedo una vez en Medellín. Pensé en volverme, no sabía qué estaba haciendo ahí, después de todo nadie me pidió el trabajo, nadie me lo compró, no es que tenía previsto un libro y la muestra. Yo laburaba con fiscales; un día a la mañana salió uno y a las tres horas lo habían matado. Lo vi vivo a la mañana y muerto de un tiro, con la cabeza abierta, sangrando adentro del auto, tres horas después. Creo que vi más gente muerta que viva en mi vida, pero nunca me había pasado algo así. Lo mató la policía en la ciudad, por error. Fueron a investigar un dato y parece que la policía tenía ese mismo dato e investigó por su lado, estaba haciendo guardia. La policía los vio sospechosos, les gritó voz de alto, ellos no respondieron, y le pegaron un balazo a este asistente del fiscal. Fue un error por desinteligencias. Eso me generó un poco de miedo, de querer volverme, pensé “mirá si me matan acá”, me veía muerto en la morguera por amor a la fotografía. Pero a la noche me puse las pilas y seguí.

Te resultó fácil acceder a estas situaciones.

–Muy fácil. El otro día lo pensaba en relación con la cobertura blanda del atentado en Londres. Yo creo que ahí los fotógrafos no llegan a la foto porque pasa algo y a los tres minutos está todo bloqueado, no pasa nadie. Protegen la zona. Acá es todo lo contrario, es muy fácil acceder a esta situación. Lo peor no es que acceda yo, sino que accedan pibes de cuatro años que miran los cadáveres como si fuera normal, como si fuera el destino de ellos. En muchos casos, además, lo es.

¿Te resultó menos violenta Buenos Aires después de los viajes?

–Muchísimo menos. Volvía de ahí y pensaba “acá no pasa nada”. Y reconozco que pasan muchas cosas. Pero no tiene nada que ver. En DF, por ejemplo, hay mucha gente armada, y en Medelllín trabajé con un taxista que también estaba armado. Es normal. No entienden cuando no tenés arma. Y es gente que vive con la sensación de que en cualquier momento les puede pasar, eso está muy asimilado. En Buenos Aires hay una paranoia excesiva instalada en los medios. La semana pasada hubo un móvil en vivo, más o menos en cadena, porque a un tipo le afanaron la casa en Villa Urquiza cuando se fue de viaje. ¡En vivo! Vivimos en una ciudad insegura, pero no es para tanto. En cualquier lado te afanan la casa si te fuiste y no tenés alarma. Para eso está el seguro. No es noticia que le hayan afanado el dvd y el Super Nintendo. Acá no somos conscientes de lo que pasa. En un punto, por suerte.

¿Cómo te impacta este trabajo a nivel emocional, después de la adrenalina?

–Me acostumbré. No sigo cada caso después, ni me entero. La mirada es contradictoria, muy superficial y a la vez profunda. No es mi plan indagar. Hay otros laburos que tienen que ver con meterse en la vida de la gente y ver cómo viven. A mí no me interesa, esto es un relevamiento, un paisaje distinto de las ciudades. No me atormenta. No soy de ese tipo de fotógrafos que viven el laburo como una cuestión de involucrarse y sufrir. Hay mucho de eso en el ambiente y me parece una pelotudez. Me acostumbro a las escenas violentas como un cirujano se acostumbra a operar o un proctólogo a meter un dedo en el culo. No me pega en lo emocional, no me voy a suicidar después de una foto. No es tan importante. Tampoco creo en los que dicen que hacen esto para cambiar el mundo. Ese es un criterio muy gringo. Tuve hace poco una entrevista con una editora norteamericana importante que me preguntó por qué hacía el trabajo. Y yo le dije que porque me gustaba, me atraía la fotografía policial, la verdad. Ella se molestó, dijo que esperaba un poco más, a lo mejor un discurso más correcto; supongo que esperaba escuchar que yo quería mostrar la violencia en mi continente y contribuir a cambiarla... Pero yo no creo en eso. No tengo esas pretensiones cuando empiezo un trabajo, lo hago por razones egoístas. Si sirve para ayudar, mejor, pero yo soy fotógrafo, no una persona que va a cambiar la vida de los seres humanos en este planeta. Es una pose para la gilada: la gente quiere escuchar eso, historias de inmolación, de sufrimiento. No tenés que ser un atormentado para hacer este trabajo. Yo soy un tipo tranquilo: siempre quiero volver a mi casa, comer asado, y ver Indomables. Sólo le encontré una vuelta estética a algo que es jodido de ver, y tampoco pretendo que sea un arte visual, porque tampoco me cabe la cosa del “artista fotógrafo”; entiendo que otros lo puedan ver así, pero yo no lo entiendo. Yo soy fotógrafo, y este trabajo no tiene nada que ver con mi vida.


A lo Chandler

Por Juan Travnik

Lo que me impacta de cualquier trabajo es que alguien tenga algo para decir y lo diga claramente. Levy inserta la violencia urbana en las artes visuales sin pretensiones. No quiere ser un “artista” y eso hace que su trabajo sea mucho más potente, verdadero y creíble.

Hoy existe una manipulación de este tipo de imágenes que tiene que ver con los medios masivos. El manejo de la violencia en medios tiene que ver con operaciones políticas de las imágenes, que funcionan como elemento de presión. En ese sentido, me interesa el trabajo de Levy porque es personal: no trabajó bajo un secretario de redacción o una línea editorial, fue autogestionado. Hay independencia de opinión donde la manipulación –en tanto subjetividad– sólo tiene que ver con su propia mirada. Y muestra el horror en imágenes francas y duras sin el golpe bajo, e incluso se atreve a mostrar la crueldad cuando se ve al lado del cuerpo muerto gente que posa sonriendo, ese costado perverso y terrible de la gente que cohabita con el hecho.

Sangre está cerca de lo forense; es una mirada sobre el hecho, sobre lo que hay; si sus imágenes fueran más efectistas serían menos creíbles, uno podría suponer una exageración. Pero su mirada es seca, certera, para nada edulcorada. Es poco frecuente que los autores tomen este género, que yo defino como policial, y asocio con el policial negro a la Chandler; no son tan comunes en el campo de lo fotográfico y aunque nunca pongo mis preferencias por delante, me gusta el género, y creo que tiene que tener un espacio dentro de las artes visuales, sobre todo en una galería pública.

Juan Travnik es el director de la Fotogalería y curador de la muestra.

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