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Domingo, 2 de octubre de 2005
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Entrevistas > Pilar Calveiro pone la guerrilla sobre el tapete

“Hay que romper el disimulo de la militancia”

En Política y/o violencia, un libro lúcido y cargado de coraje, Pilar Calveiro indaga en uno de los aspectos más polémicos y menos discutidos de la militancia durante los años ’70: las responsabilidades de las cúpulas guerrilleras en el exterminio de sus organizaciones. En la siguiente entrevista, Calveiro explica por qué propone esto que ella misma denomina un “autoescrache a la militancia”.

Por Marta Dillon
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Es cierto, el mundo ha cambiado. El muro de Berlín ya se ha dividido en múltiples –vaya palabra acorde a estos tiempos– fragmentos que recorrieron el mundo y se acomodaron en vitrinas y bibliotecas como recordatorio casi banal del fin de una lógica binaria. Apenas amanecido el tercer milenio, casi nadie desea como alguna vez “tomar el poder” en su sentido más absoluto, o al menos más institucional: tomar el Estado para cambiar desde arriba las condiciones de un territorio particular y de quienes viven en él. Otro mundo es posible, dice la disidencia, pero el mundo que se piensa vuelve a lo particular, a evocar rasgos de identidad personal que desean ser vistos, recortados de la “masa”. ¿Masa? ¿Y a qué suena ahora esa palabra? Es cierto, el mundo ha cambiado. Y aun así, sabiendo que la lógica hoy es radicalmente distinta de la lógica de hace poco más de 30 años, leer el libro de Pilar Calveiro, Política y/o violencia, una aproximación a la guerrilla de los ’70, tiene un efecto desolador. No es el análisis político de la experiencia de la militancia –y aquí la palabra “político” tiene un relieve que la autora se encarga de remarcar en una repetición casi de autoafirmación–, ya que es ese costado el que ha permanecido obturado por otra repetición: la del relato del tormento y la gesta heroica de quienes “dieron su vida” (¿la dieron?). Lo desolador ni siquiera es la pérdida temprana de ese proyecto político que alentó a las organizaciones armadas de los ‘70, y que en algún momento les permitió tomar la calle sumando tantos cuerpos y tantas voluntades que desde esta distancia resulta difícil de dimensionar (¡manifestaciones de un millón de personas en 1974!). Lo desolador –y sí, aumentado e intervenido por la distancia en tiempo y en racionalidad– es el desprecio por esos cuerpos que las mismas conducciones que los habían convocado demostraron y demuestran, con un silencio que se parece demasiado al desprecio. Calveiro apunta contra esos dirigentes, sobre todo sobre uno de ellos, Mario Firmenich, ya que es la experiencia de Montoneros la que se analiza más específicamente en este libro. Que nunca se caracterizó por la perspicacia política, es lo más llano que se dice de este dirigente quien, cuando se lo interroga por su rol en el exterminio de su organización, se encoge de hombros y ramplonamente dice: “Antes nos hicieron la guerra sucia, ahora la política sucia”. Peor que eso son los (sic) que la autora acomoda en la mitad de circulares de Montoneros de la época, que remarcan el sinsentido casi irónicamente.

Pero no alcanza con señalar a uno, o a varios. Y Calverio lo sabe, y por eso se sitúa en el centro de la experiencia y desmenuza la derrota recortando otra vez –como lo había hecho en otro sentido en Poder y desaparición– la sensación de poder absoluto que dejó el terrorismo de Estado.

–No creo que existan los poderes absolutos, la dictadura no lo tuvo, la dictadura fue un modelo específico de autoritarismo, muy marcado, que implicó terrorismo de Estado, y eso es un poder brutal sobre la vida de las personas, pero aun así no es un poder absoluto. Para mí recordar la militancia de los años ‘70 es recordar la posibilidad del proyecto político. Creo que mirar hacia allá es mirar hacia la posibilidad de conformación de un proyecto político, y eso, esa chance, siempre acota el poder del Estado. Una puede decir: los militares ganaron sobre ese proyecto, impusieron su modelo, derrotaron, pero no pudieron nunca constituir un pensamiento único –dice la autora; pero también dice que la derrota empezó a gestarse mucho antes, al menos dos años antes del golpe de Estado de 1976, cuando la organización militar (y su lógica jerárquica, burocrática, disciplinante) reemplazó a la política y que aun así, aun sabiendo que se gestaba el final, las y los militantes caminaron hacia su propio final. ¿Por qué?

–Es cierto; creo que la derrota del proyecto político queda clara de manera relativamente temprana y la gente permanece, pero también creo que hay (había) un compromiso muy fuerte con los muertos, con el costo alto que ha tenido y que implica la muerte de la pareja, de los compañeros...

¿Pero el compromiso con los muertos no se podía traducir en un compromiso con los vivos?

–Es que el compromiso era salvar la causa por la que habían muerto y eso se antepone a la propia vida, creo que así ocurrió. También es cierto que otra gente quedó enganchada en una trampa mortal, no tenía recursos para salir del país o fue secuestrada en ese intento y tampoco tenía amparo desde las organizaciones. En fin, creo que hubo distintas circunstancias, pero algunas claves están ahí.

¿Ese fue su caso?

–Yo permanecí... yo caí de manera relativamente temprana, a principios de 1977. Para la mayoría, la falta de proyecto político a esa altura ya era bastante clara, pero hay una especie de sensación de no retorno. Estaba la certeza de que no había cómo reconstruir una vida cotidiana relativamente normal. También las condiciones represivas impedían que uno se ausentara de la militancia y se reinsertara en lo cotidiano.

¿Esa conciencia de pérdida del proyecto político era motivo de diálogo entre militantes?

–Claro que sí, de diálogo y de desacuerdo, pero lo que no había era posibilidad de canalizar el desacuerdo porque esto estaba fuertemente penalizado, entonces no había forma de constituir el desacuerdo en una línea de disidencia que pudiera cambiar las cosas.

Eso es lo desolador, entonces, al menos desde la mirada subjetiva de quien esto escribe –con perdón de la intromisión– y que no se ha permitido la duda jamás sobre la validez de aquel proyecto político que tomaría el cielo por asalto y en el que quedó desaparecido el cuerpo de su madre.

–Pero es que ese relato heroico –sigue Calveiro– es parte y continuación del vaciamiento de la política porque, aunque use palabras de la política, persiste en desaparecer el análisis en clave política. Lo mismo sucede con el relato denostador de esa experiencia. Yo lo que intento es volver a los ejes políticos y marco los que a mí me parecen importantes: la asfixia de la crítica por medio del disciplinamiento (que incluyó ejecuciones, como la autora lo escribe con nombres y apellidos), el desplazamiento del proyecto por la organización militar que hace que se pierda ese movimiento inicial de revuelta, de cuestionamiento del orden vigente, de reformulación de las relaciones personales, de familia, del lugar de la mujer, de las relaciones de pareja.

Todo eso se pierde para asumir la misma lógica del enemigo. Para medir los resultados de la contienda en función de la cantidad de armas, de la conformación de un ejército paralelo, casi un gemelo maldito del Ejército de la Nación.

¿Por qué elige situar ese nexo, “y/o”, entre las palabras política y violencia? ¿Es una opción o una alternancia?

–La idea era jugar entre lo disyuntivo y lo conjuntivo, en el senti do en que en muchos discursos democráticos se plantea la violencia como lo contrario de la política. Hannah Arendt lo plantea así. Yo creo que la relación entre política y violencia es inseparable.

¿Por qué?

–Generalmente se nos plantea a la política como institucional y la máxima expresión de esa institucionalidad es el Estado como producto de un pacto, de un acuerdo; y entonces desaparece el componente violento. Pero se soslaya que en la base de ese pacto hay una relación de fuerzas, que no implica la desaparición de la violencia sino su institucionalización; es por eso que el Estado se asegura de modo legítimo el monopolio de la violencia. La sola existencia del Estado implica un núcleo violento y la resistencia, aunque no sea armada, implica formas violentas en el sentido de imposición, de forzaje, a la discusión de asuntos que el Estado, si no,obviaría. Es cierto que esa resistencia ya no es como la de los ‘70 y ya no es estadocéntrica. Pero si pensamos en los zapatistas, por ejemplo, en las nuevas militancias horizontales, no es que sean no violentas sino que no se plantean desafiar la violencia del Estado ni mucho menos potenciarla.

Pero sí ponen el cuerpo.

–Al punto que se cobran víctimas. Porque necesitan poner en acto la fuerza para obligar al Estado, que si no sería sordo o ciego, aunque no mudo.

Ahora mismo, el Estado abusa de la palabra violencia para descalificar, por ejemplo, a los grupos piqueteros.

–En ese sentido creo que lo que conecta la práctica de los ‘70 con lo que pasa ahora y por lo que tiene sentido esta revisión es porque es necesario replantear cómo es esta relación entre violencia y las formas actuales de hacer política.

La práctica del escrache, inaugurada por H.I.J.O.S., es una de esas que en algún momento fue demonizada como violenta. ¿Por qué elige usar esa figura contra sí misma cuando hasta ahora servía para señalar a los represores?

–Entre las argumentaciones del escrache se plantea romper el disimulo, esa cosa de vida normal que pretendían llevar ciertos represores. Y creo que debería usarse también contra una misma. Porque parece que someter a discusión a la militancia fuera una especie de traición a los que murieron. Pero yo creo que murieron por un proyecto y la única respuesta digna es hacer un balance político. Por eso hablo de romper el disimulo y poner sobre la mesa lo vivido, no porque sea algo de lo que hay que deshacerse si no para señalar cosas hacia delante. Para hacer, justamente, el pasaje hacia las próximas generaciones. Y esto hay que hacerlo ahora, antes de morirnos, porque somos gente grande.

Los escraches también ponían en juego una justicia alternativa, en sí misma. ¿Usted relaciona este análisis con un acto de justicia?

–Yo entiendo que la justicia en tanto ética se enuncia por los derechos de los otros y está ligada con la toma de responsabilidad. Así, asumir la responsabilidad en tanto actores políticos –como lo deberían hacer los partidos como el Radical o la Iglesia Católica– y en relación con otros, puede ser un acto de justicia.

Usted dice que la memoria responde a las urgencias del presente. ¿Por qué cree que aparece ahora esta urgencia por una revisión responsable de la práctica de las organizaciones armadas?

–Porque hay conexiones entre aquella lógica y la actual, tan es así que muchos de nosotros seguimos siendo los mismos. Muchos de los que estamos en consonancia con el discurso de la diversidad, de la multiplicidad, la democracia y otras formas de hacer política somos los que vivimos aquella experiencia, y si no buscamos la conexión nos volvemos esquizofrénicos: o lo pensamos como precioso y heroico mientras hacemos cualquier otra cosa, o tiramos aquello a la basura. Yo no tengo afán de destrazar la experiencia si no de vacunarme políticamente de peligros políticos perversos como el desplazamiento de la revuelta a la militarización, cuando aparece lo contrario a lo que se buscaba.

Teniendo una conciencia tan clara, e incluso temprana, de la pérdida de proyecto político, de las limitaciones de la conducción, del afán militarista, ¿no la nubló la bronca cuando iba, en 1977, a un camino sin retorno?

–En mi caso no predominaba la bronca sino una gran tristeza, desengaño, pérdida, éstos eran los sentimientos. Yo nunca me sentí ajena a las responsabilidades. Tal vez la bronca llega cuando te sentís estafada por otros y yo siempre me sentí parte del proceso de lo que había ocurrido. Y en ese sentido lo que predominó fue la tristeza, la sensación de derrota, de decepción.

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