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Domingo, 30 de octubre de 2005
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Cine > El cine de Andy Warhol en el Malba

Caras

En apenas cinco años en que se dedicó al cine, el artista que había conseguido darle una vuelta de tuerca al genio de Marcel Duchamp filmó medio centenar de películas y más de 500 pruebas de cámara. Para la gran mayoría resultaron literalmente insoportables. Pero unos pocos reconocieron en ellas el mismo valor visionario de su obra estática. La muestra Motion Pictures en el Malba –que, siguiendo el deseo de Warhol, cuelga las películas como si fueran cuadros– permite corroborar que tenían razón.

Por Alan Pauls
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Como todas las grandes obras de arte –pero sobre todo las que lo son y no les importa no parecer que lo son–, los Screen Tests de Andy Warhol son ante todo máquinas de demoler incompatibilidades. Una y otra vez, con estos modestos portfolios de imágenes en movimiento, Warhol dice: Lo sé todo y en tanto artista tengo la obligación de no saber nada. Warhol dice: Soy frío, soy el dios de la indiferencia, soy impersonal y no conozco experiencia más íntima que la experiencia erótica. No hay lección artística que no nos enseñe algo sobre los secretos del deseo: tal vez ésa sea la revelación más perturbadora que arroja Motion Pictures, la muestra con la que el Malba empieza a saldar la deuda que el público argentino tenía con una de las facetas decisivas del artista más influyente de la segunda mitad del siglo XX: Warhol cineasta.

Curada por Mary Lea Brandy y Klaus Biesenbach, Motion Pictures reúne algunos especímenes de los retratos en 16 milímetros que Warhol filmó entre 1963 y 1968 con los personajes, celebridades o anónimos, que merodeaban o animaban la célebre Factory de la calle 47, y los complementa con fragmentos de obras como Sleep (1963), Kiss (‘63), Blow job (‘64), Eat (‘64) o Empire (‘64), que pese al desparpajo con que ignoran las leyes más elementales de lo que hasta entonces se aceptaba como cine lograron pasar a la historia como “películas”. Ese apareamiento, que articula la fugacidad con la duración (cada screen test nunca dura más de 4 minutos ‘30; los trozos de films orillan la media hora) y las sobras con las obras, es una de las decisiones curatoriales fuertes de la muestra; la otra, absolutamente crucial, es la que respetó al pie de la letra las indicaciones del propio Warhol y optó por “colgar” esas piezas de celuloide de las paredes del museo como si fueran cuadros (o como si un cuadro, todo cuadro, a su manera, fuera también una proyección, un complejo de imágenes en movimiento; de ahí el valor irónico y múltiple de la expresión motion pictures, que cita la jerga industrial del cine, exhuma su dormido doble fondo pictórico y evoca las moving images, género contemporáneo que Warhol ya parecía profetizar cuando trataba como cuadros las imágenes en movimiento).

Basta asomar la nariz por la sala 3 del Malba para reconocer un aire de familia abrumador. Todas las obras son en blanco y negro, todas son mudas, todas encuadran un único elemento (rostros en primer plano en los screen tests, el medio cuerpo de John Giorno en Sleep, la cima del Empire State Building en Empire) o una acción única (el beso de Kiss, ejecutado por múltiples parejas que se turnan). Salvo para ensayar algún acercamiento torpe y retroceder arrepentida –como en el screen test donde Baby Jane Holzer, haciendo pendant con el protagonista en éxtasis de Blow job, mima una convincente fellatio con un chicle Wrigley que desviste con los dientes–, la cámara rara vez se mueve, abismada en una insobornable actitud de registro. (Sí: en Warhol, las cámaras se ensimisman en mirar.) El Empire State brilla quieto (no así la noche y el aire y la luz que lo rodean, cuyo avance, paulatino pero evidente en las ocho horas que duraba el film original, ha desaparecido en la versión abreviada que presenta la muestra), Giorno el durmiente se limita a respirar y cambiar de posición, los serial kissers repiten una y otra vez la misma vieja ceremonia labial, Robert Indiana (Eat) mastica sin pausa su champignon y las caras que miran a cámara en los screen tests esperan que el tiempo pase, huérfanos, sin recibir instrucción alguna, librados al azar del aburrimiento, el ingenio, la impavidez o la incomodidad. Viendo Motion Pictures asistimos, pues, al nacimiento de esa extraña alternancia de repetición y novedad, identidad y cambio, tiempo muerto y acontecimiento, que desde entonces llamamos minimalismo.

A más de 40 años de realizadas, quizá la historia de la fama –Gran Objeto warholiano– pueda suministrarnos el condimento de gracia o de morbo que la crudeza, la simplicidad, la presencia radical de estas películas (ese estar-ahí con que hoy nos ignoran e interpelan, réplica mágica del que sus protagonistas adoptaron hace 40 años ante la cámara de Warhol) siguen empeñadas en negarnos. Ahí está Susan Sontag, joven y andrógina, inexplicablemente parecida a Mick Jagger, poniéndose y sacándose anteojos, riéndose y desviando la mirada con pudor, como si las guarradas de la Factory fueran todavía demasiado para su precoz genialidad; ahí está Dennis Hopper, que –víctima ya de Hollywood, de Dean, de Brando– no puede dejar de matar el tiempo con los arabescos físicos que le inculcó Lee Strassberg; ahí está el incorregible Dalí, dado vuelta con sus bigotes contra una pared blanca; y ahí están las increíbles chicas Warhol, bellas, superproducidas, a la vez monumentales y efímeras, exasperando al máximo el totemismo facial –la faciolatría– que Warhol había contraído devorando en los cines de Pittsburgh los rostros de Dietrich, de Crawford, de Hayworth. Y ahí está la extraordinaria Edie Sedgwick, con sus modales de joven millonaria despreocupada y su boca y su arrogancia asustada y su lunar y su cicatriz entre las cejas, tan adorable que ni el pañuelo en la cabeza ni los aros consiguen afearla.

Pero todos ellos, luminarias de la industria cultural o del desastre, héroes del show business o mártires del desenfreno, están ahí no mezclados –porque no hay nada que la nitidez warholiana deteste más que la mezcla– sino seriados, intercalados con cualquiera, un don nadie, una estrella fugaz, en una de esas líneas de montaje con las que Warhol reducía a cenizas, sin siquiera proponérselo, las ideologías y los procedimientos del personalismo artístico. En sus manos, el retrato, género singularizador por excelencia de la pintura, queda capturado no sólo en la impersonalidad de un dispositivo mecánico (la tecnología cinematográfica) sino también, y sobre todo, en la voluntad de indiferencia del serialismo, según el cual todos los rostros nacen libres e iguales, reciben un tratamiento idéntico (el mismo cuadro, la misma luz, el mismo tiempo de exposición) y son exhibidos en loops que no tienen principio ni fin. “¿Por qué hace películas?”, le preguntaron a Warhol alguna vez. “Porque es fácil”, contestó: “prendés la cámara y te vas”. Como todas las que profería en público el artista-zombi, la frase suena a boutade, pero basta ver cualquier documental convencional sobre las efervescencias sesentistas de la Factory para entender hasta qué punto, boutade o no, daba en el corazón mismo de su credo artístico: todos pintan, sopletean paredes, bailan, actúan, se drogan, charlan, fuman, beben, se besan, sacan fotos. Warhol es el único que nunca hace nada. Dándole una nueva vuelta de tuerca al mandato antiartesanal de Marcel Duchamp, el hombre que veía arte hasta en la sopa Campbell no sólo reemplazó el hacer por el ser (la destreza por la personalidad) sino la mano por la tecnología y también la obra (el producto) por la condición de la obra: todo lo que, artístico o no, hace posible la aparición de un acontecimiento que después se llamará (o no) “obra”. Nadie tan apropiado como Warhol para merecer la definición que tanto halagaba a John Cage: un artista no hace; permite que algo se haga.

Como a Warhol, a Cage, de las botoneras, le interesaba menos el play que el record: era casi tan fanático del registro como el cineasta cuya sombra planea, invisible pero influyente, sobre estas Motion Pictures: Jonas Mekas. (De todos modos, ambos eran menos drásticos que el más audaz de sus herederos, Chris Burden, que en 1971 se filmó disparándose un tiro en el brazo y luego, al vender Shoot en video, nunca logró amortizar los 84 mil dólares que gastó en hospitales.) Warhol hacía películas porque era fácil, sí, pero también porque Mekas, que por entonces dirigía la Cooperativa de Cineastas y publicaba la revista Film Culture, órgano del underground neoyorquino, fue el primero en ver en Sleep algo más que la antología de incompetencias que irritaba a la mayoría. En 1963, a través del hombre que le servía de nexo con el cine, Gerard Malanga (que se jacta de su aire a la Brando en uno de los screen tests exhibidos en el Malba), Warhol proyectó para el santo patrono del underground las seis horas de su opera prima en el loft que Wynn Chamberlain tenía en el 222 de Bowery. Coup de foudre total. A tal punto que en diciembre del año siguiente, Mekas premió a Warhol –un artista plástico ya célebre pero al fin de cuentas, en el cine, el perfecto parvenu que en sólo un lustro, hasta que la groupie intemperante de Valerie Solanas lo mandara al hospital con dos balas en el cuerpo, filmaría medio centenar de películas y unos 500 screen tests– por su contribución a la cultura cinematográfica y defendió su decisión con la alabanza más encendida: “Guiado sólo por su intuición artística –dijo Mekas–, Warhol registra casi obsesivamente las actividades cotidianas del hombre, todas las cosas que ve a su alrededor. Algo extraño ocurre: el mundo aparece traspuesto, intensificado, electrizado. Lo vemos con más nitidez que antes... Lo que recibimos a través de la visión personal de Andy Warhol es una nueva manera de mirar las cosas y la pantalla. En algún sentido, el suyo es un cine de la felicidad”. Warhol, una vez más, estaba ausente; en su lugar había enviado a la ceremonia de entrega un Warhol: una pequeña película muda donde se lo veía con una pandilla de amigos, saqueando una canasta llena de frutas –el premio de Mekas– y mirando a cámara con aire aburrido y desdeñoso.

¿Qué fue, de Sleep –tantas veces acusada de estéril, de ombliguista, incluso de idiota–, lo que sedujo tanto a un cineasta militante como Mekas, ciento por ciento insospechable de narcisismo y de frivolidad? Una simple decisión “técnica”: Warhol, que había filmado la película a una velocidad de 24 cuadros por segundo, la proyectaba (y exigía que la proyectaran) siempre a 16 cuadros; es decir: a la velocidad del cine mudo. (Un típico vanguardismo warholiano: pensar la proyección como instancia clave de la producción.) “Esa decisión mínima lo coloca todo bajo un ángulo completamente nuevo”, se entusiasmaba Mekas. La muestra del Malba permite comprobar hasta qué punto tenía razón: todas las películas curadas en Motion Pictures están afectadas por el mismo desfasaje de velocidad que Warhol había inaugurado con Sleep. Las imágenes no son lentas, ni siquiera “más” lentas de lo que deberían; están ralentadas, entorpecidas, frenadas, como si los rostros y los cuerpos y hasta la luz –esa luz casi mística de la que cada screen test viene, hacia la que se dirige y en la que termina siempre por morir, no por un efecto estilístico de Warhol sino porque se le acababa el rollo de celuloide– tuvieran que vencer una resistencia invisible para moverse.

Quiero que se entienda bien la situación. La sala 3 del Malba a media luz, los screen tests y los extractos fílmicos de Warhol proyectados simultáneamente sobre cuadros-pantallas en las paredes, decenas de rostros únicos, inmensos, en primer plano, exhibiendo cada uno su manera de conjurar el tiempo siempre atroz del test y mirando a la cámara, es decir al espectador, es decir al visitante que entra a la sala 3 del Malba y se descubre de golpe en una especie de gran gabinete facial, rodeado de caras de mujeres y de hombres que lo miran sin intención, sin pedir ni desear nada de él y al mismo tiempo, sin embargo, con una especie de solicitud paciente, muy seguras de sí, y que todo lo que hacen lo hacen como adormiladas, con la languidez voluptuosa de quien acaba de ser desterrado de un país de sábanas tibias: las parejas no paran de besarse, Indiana masca, Giorno suspira en sueños, Edie Sedgwick sonríe, Sontag se avergüenza, Baby Jane Holzer hace girar la lengua entre sus labios, el joven actor shakespeareano de Blow job empieza a acabar... ¿Qué hacer? ¿Cómo comportarse en medio de este happening erótico que el cine hace presente y difiere a la vez? Si Motion Pictures es la muestra más sexy del año es gracias a la inspiración y la fidelidad de sus curadores, sin duda, pero también porque Warhol, una vez más, como buen artista del acontecimiento, ya lo había pensado todo: las obras, las relaciones entre las obras, la relación entre las obras y el espacio, las condiciones en que debían ser vistas, etc. En rigor, del cine, lo que flechó desde un principio a Warhol no fue su “especificidad”, ni siquiera su “artisticidad”; de hecho, el truco de proyectar a 16 cuadros lo que había filmado en 24 no lo robó de la tradición del cine mudo, como pensarían los centinelas de la alta cultura, sino de la home movie con la que Zapruder acababa de inmortalizar el asesinato del presidente Kennedy; lo flechó el nuevo tipo de experiencia que el cine venía a sumar al repertorio de los rituales de masa humanos. “Viendo mis películas se podían hacer más cosas que con cualquier otra clase de películas”, decía Warhol. “Se podía comer y beber y fumar y toser y mirar para otro lado, porque cuando volvías a mirar, las películas seguían estando ahí...” Ese vaivén entre el foco único y la distracción múltiple, entre mirar y ser mirado, entre el deseo y la histeria, es exactamente el tipo de experiencia erótica que propone Motion Pictures.

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