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Domingo, 13 de noviembre de 2005
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Arte > Leo Estol y Diego Bianchi a cuatro manos

Actividades prácticas

En respuesta a la provocación de un crítico, que los tildó de copistas del formato artístico del suizo Thomas Hirschhorn, Leo Estol y Diego Bianchi, recientes becarios de Guillermo Kuitca, han unido fuerzas para responder al cargo. El resultado es Escuelita Thomas Hirschhorn, una instalación que convierte la galería de Belleza y Felicidad en un sistema de cuevas en el que se despliega un gigantesco archivo de la cultura joven post-Cromañón.

Por María Gainza
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Escuelita Thomas Hirschhorn
Bianchi Estol
Hasta el 9 de diciembre
Belleza y Felicidad
Acuña de Figueroa 900

En 1754, Horace Walpole le escribió a Sir Horace Mann: “Este descubrimiento es del tipo que yo llamo serendipia, una palabra muy expresiva que voy a intentar explicarle, ya que no tengo nada mejor que hacer. Leí en una ocasión un cuento persa titulado Los tres príncipes de Serendip; en él, sus altezas realizaban continuos descubrimientos en sus viajes, descubrimientos por accidente y sagacidad de cosas que en principio no buscaban y no tenían relación”. Esta condición de descubrimiento inesperado en base a una mezcla de casualidad y aguda visión, encuentros serendípicos en la vida cotidiana, forma la base de muchos de los trabajos de Diego Bianchi y Leo Estol. En ambos casos, aunque de maneras bien definidas, sus trabajos parecen sostenidos por ese momento “aha” del arte donde las conexiones entre las cosas más diversas, algo que se tironea entre la apofenia y la epifanía, nos vuelven gustosamente paranoicos: todo, después de todo, pareciera conectado por menos de seis grados de separación.

Pero es en la investigación formal por sobre todo, en el interés por avanzar sobre la forma de manera experimental, casi científica, donde los trabajos de ambos se tocan. Recién salidos del horno de la beca Kuitca, Estol habla de “operatorias e hipótesis”; Bianchi, de “la lógica de las cosas”. En ambos pareciera latir un afán ordenador del caos, una ansiedad obsesiva por tirar líneas de modo frenético entre las cosas más dispares, de cambiar las funciones como quien reprograma el control remoto del mundo.

I

La Escuelita de Hirschhorn, una muestra conjunta de Bianchi y Estol en Belleza y Felicidad, es un ejemplo más de su interés por la experimentación y una reafirmación, su respuesta conjunta a lo que algunos han criticado como un trabajo impostado, un impulso irrefrenable hacia la pose. En directa alusión a un artículo donde el crítico Daniel Molina cuestionaba sus trabajos preguntándose si la última apuesta posible era hacer una remake del formato Thomas Hirschhorn, Estol y Bianchi salieron a responder.

El resultado fue dejar la galería en un estado calamitoso. Completamente transformada en una serie de cuevas de cartón cubiertas por cinta aisladora. Atestada hasta la claustrofobia por calcomanías, caramelos, golosinas, un locutorio, heladeras viejas, cableados, una monstera deliciosa, un televisor que pasa el concurso Miss Match de Tinelli, una disco, fotos de una rave, un aula para dictar cursos, un mirador desde donde ver el techo de la muestra como quien anda por las azoteas, tormentas de citas y fotocopias de textos.

Estol: “Creíamos que el formato Hirschhorn no era la última apuesta sino la primera. Primera en orden de intereses: primero hacemos esto y después vemos cómo seguimos. Nos interesa ver qué pasa con la estética Hirschhorn en Buenos Aires, en donde las mismas operaciones refieren a cosas muy distintas. Pero la estética del suizo funciona como fachada. Todos los mini-ambientes son más cercanos a nuestra historia, me parece que entre esas dos cosas surge algo valioso, creando un espacio de autoría ambivalente, algo a lo que el público local es muy reticente. Acá el público tiene la paranoia de que se lo está estafando todo el tiempo, el clásico: se copia de las revistas de afuera. Ahora lo hacemos literal y deja de ser excusa para hablar mal de una muestra y pasa a ser un recurso”.

Bianchi: “Nunca vimos una muestra de TH (como yo nunca estuve en un huracán. No coincidimos con eso de hacer un mito del pasado que expliquelas obras; ejemplo: tuve una educación católica muy rígida entonces ahora trabajo con irónicos Via Crucis). A mí particularmente me sirve pensar soluciones formales alejadas de mis intereses expresivos, entonces, ¿qué mayor placer que pensar con la cabeza de otro nuestras ideas? Coincidimos con sus premisas. ¡Calidad, no, energía, sí! Leer eso ya nos pone de buen humor, seguramente le causaría gracia toda esta interpretación”.

¿Qué hay de Hirschhorn en todo eso? Formalmente mucho: los recorridos espaciales, la cinta de embalar, los microambientes, el cartón, las conexiones con mangueras. Pero en su versión local se vuelven sucuchos típicamente nacionales, aberraciones que alojan locutorios, e-mail pubs, televisores, quioscos, construcciones a medio hacer y atadas con alambre. La Escuelita podría ser una exploración de la cultura joven en su estado post-Cromañón: hay apuntes sobre eso en varios lugares, desde el titular “Chabán libre” sobre la puerta de la heladera a la disco con fueguitos sacros. Pero la Escuelita no es didáctica ni baja línea sino que exhibe data cruzada, despliega información como quien despliega no los resultados de una investigación sino su caótico archivo.

II

Con 23 años, Leo Estol ha creado en poco tiempo un trabajo que funciona como un árbol genealógico freak de la sociedad de consumo, registrando parentescos entre las cosas, vínculos de familia fuera del cauce cotidiano. Sus muestras, de una asepsia quirúrgica tremenda, exhiben a manera de laboratorio una acumulación apabullante de objetos dispuestos en nuevas conexiones. Estol mira como mira un científico. Y en esta condición nómade en la que pareciera vivir, donde es el mundo, y ya no su taller, la gran sala de experimentación, establece las relaciones más absurdas. Galletitas de agua al lado de bachas vacías; huevos Kinder que, gracias a sus cápsulas sorpresa, sostienen una mesa que sostiene un cricket que sostiene una pila de VHS; media tonelada de botellas de agua formadas como un ejército. Son muestras veloces, donde la información circula frenética, salta, se interrumpe, se desvía. Cada objeto ha sido tan brutalmente removido de su función y contexto, y ahora su lugar está fijado meticulosamente dentro de un plan estratégico. Cada cosa parece tener su por qué, y a la vez formar parte de un gran absurdo al punto que este cambio abrupto produce la sensación de estar frente a una nueva gramática de la forma, algo que visto en su totalidad semeja una larga oración joyceana. A lo que se suma una suerte de intento por capturar una tajada de conciencia: mirar una muestra de Estol es como espiar todo lo que en una milésima de segundo pasa por su cabeza, cortocircuitos incluidos.

Diez años mayor, Diego Bianchi es un coleccionista de fenómenos: su trabajo parece hilado por un método que observa, registra y reformula vertiginosamente lo que absorbe de la realidad. En el pasado cubrió una ventana de Harrods con cinta negra: la emparchó groseramente hasta dejarla como la salida del agujero de un gusano en medio de la fachada; forró el espacio de Boquitas Pintadas con cinta de embalar, sillas y todo, como si exhibiera el interior de un paquete gigante; tomó fotos de lugares a los que es difícil acceder con la vista: debajo de la heladera, detrás del horno, los espacios donde se acumula el polvo de los electrodomésticos; construyó una ciudadela de enchufes; levantó un tsunami de objetos rotos en medio de la galería, juntó una marabunta de hebillas; realizó grandes embalajes en medio de la calle (mucho de su trabajo ocurre ahí). En todos los casos, Bianchi demostró una claridad impresionante para registrar la debacle en obras de una sensualidad inesperada: las partes de un auto apiladas sobre el suelo y cubiertas con dulce de leche en la beca Kuitca parecía un experimento a lo Beuys, un tipo de escultura que se erguía como una fuente de energía y a la vez registraba el movimiento entrópico de los cuerpos, su tendencia natural hacia el colapso.

III

El sistema de túneles en que convirtieron Belleza y Felicidad (entre cueva de Altamira y un Merzbau de Schwitters) requiere una inmersión absoluta, y a la vez uno puede pasearse por ahí como haciendo zapping. El efecto residual nos deja la sensación de haber absorbido información de manera frenética. La Escuelita registra la explosión de bienes de consumo, lo permeable de las fronteras, la acumulación de basura en pilas que semejan pequeños altares, pero que también amenaza con enterrarnos como a los personajes de Días felices de Beckett. Más que una escultura o una instalación, la Escuelita es un decorado, un modelo mental que puede ser transportado, pero nunca concebido como obra fetiche por sí sola. Un bricolage amateur que demarca un espacio que tienen algo de máquina tentacular. Algo mecánico y algo biomórfico, algo de Estol y algo de Bianchi.

En la novela Contacto, de Carl Sagan, un comité examinador le pregunta a la doctora Arroway, posible candidata al viaje a Vega, si tuviera que elegir una única pregunta para hacerle a un extraterrestre, qué elegiría preguntar. “¿Cómo han hecho? –contesta ella–. ¿Cómo han hecho para sobrevivir a esta adolescencia tecnológica sin destruirse en el proceso?” La nueva muestra de Leo Estol y Diego Bianchi parece sostener una preocupación similar: una tensión constante y corrosiva entre el auge tecnológico y la lenta pauperización de la sociedad.

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