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Domingo, 12 de marzo de 2006
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PERSONAJES > DON ANGEL, COLECCIONISTA GARDELIANO

Por una reliquia

A los 86 años, Angel Olivieri es uno de los últimos integrantes de una cofradía en extinción: los coleccionistas gardelianos. En su casa tiene más de 700 discos, 500 fotos, objetos de valor incalculable y hasta la guitarra criolla con la que Gardel aprendió a tocar. Pero mostró su colección sólo una vez, en 1969. ¿La razón? No quiere que su pasión sea un negocio: quiere convertirla en museo nacional. Y todavía sigue esperando que algún funcionario le dé el gusto.

Por Juan Ayala
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En el barrio de Agronomía, en el centro geográfico de Buenos Aires, el paisaje resiste el vértigo de una ciudad enloquecida. Lo hace desde sus techos bajos, desde el silbido de un tango en alguna vereda, desde una vieja casa atiborrada de misterio y oscuridad. Allí, tras el jardín con limoneros, duerme desde hace décadas una asombrosa colección de fotos, discos y objetos personales de Carlos Gardel.

El hombre, de 86 años, aguarda sentado en el patio, aprovechando el sol. Una celosía es el pase de ingreso a una habitación repleta de discos y fotos de Gardel, donde blancos, negros y sepias imprimen un aroma melancólico, opresivo. Angel Olivieri –ése es su nombre– busca desde hace décadas que algún gobierno argentino cree un museo “nacional” con su colección. “Mi pasión por Gardel comenzó una tarde de 1928 cuando fui al cinematógrafo Oeste, de Villa del Parque, a ver películas mudas de ‘convoy’”, cuenta. “Como mi mamá no quería que me quedara atorranteando en la calle –yo tenía ocho años– me daba 20 centavos para ir al cine. En ese tiempo te pasaban varias películas por el precio de una entrada, así que en los intervalos pasaban música popular, para amenizar. Yo ese día justo estaba sentado cerca de los parlantes. De repente, escucho una voz cantando el tango ‘Duelo criollo’. El cantor me conmovió pero no sabía quién era; entonces, le pregunté al tipo que estaba al lado mío. Me dijo: ‘Es Carlitos Gardel, pibe. ¿quién va a ser?’.”

En ese momento se hizo una promesa: cuando fuera grande lo primero que haría con su primer sueldo sería comprarse un disco de Gardel. Mucho antes de lo imaginado, Angel pudo cumplir su promesa, cuando a los catorce años tuvo su primer trabajo como aprendiz de mecánico en una fábrica metalúrgica. En la primera quincena cobró quince pesos, de los cuales diez le dio a su mamá y los otros cinco se los quedó él. De ahí tomó dos pesos con cincuenta y salió corriendo a comprar su primer disco de Gardel. “De un lado tenía ‘Alma de loca’ y del otro... puta madre, no me acuerdo ahora”, dice fastidiado, sorprendido de haberse olvidado el nombre del tema.

Razzano y la novia de Carlitos

A través de su tío conoció a José Razzano, quien cantó a dúo con Gardel entre 1913 y 1925. Razzano solía contar anécdotas del gran cantor nacional. “Don Pepe venía siempre acá, cenaba en esta misma habitación. Porque esto antes era un comedor...” Con los años fue Olivieri quien comenzó a visitar a Razzano; lo hacía por las tardes, a la hora del té. Conversaban acerca del tiempo y de bueyes perdidos, pero inevitablemente todo confluía en Gardel. Disfrutaba el modo en que “don Pepe” rescataba aquellas lejanas historias. Angel recuerda una en especial, casi desconocida: la del noviazgo de Gardel con Ofelia Darthés, una trapecista de circo: “Resulta que una tarde Gardel y Razzano caminaban por las calles de un pueblito de la provincia de Buenos Aires y llegaron hasta las afueras, en donde había un circo instalado en un descampado. Ellos iban a cantar a la noche en el teatro del pueblo; entonces, como no tenían otra cosa que hacer se metieron a ver la función que recién había empezado. Tras la rutina de dos payasos, apareció una chica hermosa que empezó a deslizarse en el trapecio. Y bueno, Carlitos se enamoró. Al terminar la función se acercó a ella y la invitó a que fuera a ver la actuación del dúo, que arrancaba un rato después. Ofelia aceptó y esa noche ella también se enamoró. A los pocos días abandonó el circo para irse a vivir con Carlos”.

Pasión tanguera

El fanatismo de Olivieri por el Morocho arrancó de muy chiquito, por lo que naturalmente en algún momento comenzaría a buscar sus huellas, sus olores, sus retazos. Empezó a coleccionar allá por los años cuarenta. “Pero me tuvo que doler para entender la dimensión que tenía, y tiene, para mí, su figura”, explica Angel. “Un día cae en mis manos una foto de Gardel de su primera época de cantor. El tipo que la vendía no era coleccionista pero adivinaba el valor de la foto y claro, ¡me pidió una fortuna! Gente que explota el sentimiento. Y me fui sin la foto. Pero esa noche no pude dormir, porque podía habérsela comprado y no lo hice. A los pocos días me enteré de que la había comprado otro tipo y nunca más volví a ver esa foto.”

La lección se convirtió en obsesión y esa obsesión lo llevó a conseguir los 763 discos originales que grabó Gardel, más algunas decenas de canciones reversionadas y unas cincuenta de prueba que no salieron a la venta. Tuvo que poner mucha plata para quedarse con los discos de Gardel de edición limitada. En 1969 le pagó diez mil pesos a un talabartero por una fotografía de grandes dimensiones del cantor que había pertenecido a los estudios de cine Paramount, en donde Gardel filmó sus últimas películas. Y puso muchos miles de pesos por otras fotos que le pertenecieron al propio cantor. En cinco décadas llegó a las quinientas fotografías, aunque doscientas de ellas retratan a otros cantores y músicos. “Mirá esa foto, la del pibe”, señala con la mirada. “Es una de mis preferidas... Es Carlitos a los 8 años. La tenía su mamá en la cabecera de la cama.” Olivieri invita a pasar a la otra habitación, a su mundo íntimo: el dormitorio. Allí hay una pequeña cama, una mesita de luz, un ropero del que asoman más fotos y una vitrina. En esa vitrina hay un reloj de oro de bolsillo, partituras, telegramas y una pequeña libreta. El coleccionista coloca sobre la cama un estuche negro; lo abre y saca una guitarra criolla. “Con esta guitarra Carlitos aprendió a tocar. ¿Qué te parece?”, pregunta orgulloso.

La cofradía

Los coleccionistas gardelianos comparten el fanatismo por Gardel, la Vieja Guardia del tango, la bohemia, y hasta la condición social: Olivieri se ganó la vida como tornero; otro hizo sus monedas como cantor de segunda línea; otro era armador de radios a transistores, y así. Todos, alguna vez, estuvieron dispuestos a empeñar su vida para conseguir el disco que les quitaba el sueño. Son miembros de una cofradía bien porteña. Durante muchos años se reunieron en el bar El Aguila, en Lavalle al 1500, para intercambiar discos, anécdotas e información. Hoy estos encuentros son esporádicos y se celebra nostálgicamente la adquisición de un disco raro o de una foto olvidada porque poco y nada queda en circulación que les pueda interesar. Son miembros de una cofradía en extinción que se alborota cuando muere algún coleccionista porque, tras el dolor por la pérdida de un viejo compañero de ruta, aparece en escena la viuda vendiendo lo más importante de la colección de su marido. El resto lo regala o se lo queda a modo de recuerdo. “Así es la rueda de la vida. Todo lo que con tanto amor coleccionás se esfuma rápido. Yo fui un boludo. Me hubiera gustado conocer Cuba, Brasil, Europa... Toda la vida me la pasé juntando guita para conseguir cosas para el museo y al final, no sé si Dios me dará tiempo para verlo realizado.”

El museo

La única vez que los argentinos vieron la colección fue en el verano de 1969, en Mar del Plata. El éxito de la muestra alentó a este hombre a soñar un museo para sus cosas. Durante años acercó su propuesta a distintos funcionarios de Cultura que, o no le prestaron atención o vieron el negocio antes que la obligación de dar espacio a una colección que reúne parte del corazón porteño del siglo XX. “Culturalmente los funcionarios no le dan ni cinco de bola a todo esto pero a mí me van a tener que matar para que comercien con mi colección. Yo insisto en la creación de un museo nacional, que sea un homenaje del Estado a todos los cantores, músicos y poetas que le dieron tanto al pueblo y al país. El Estado tiene la obligación moral de exhibir gratuitamente este patrimonio cultural, porque esto es del pueblo.”

Desde las paredes, mira Gardel. Y miran Ignacio Corsini, Charlo, Agustín Magaldi, Hugo del Carril, Enrique Santos Discépolo, Libertad Lamarque. Ahí, colgados, provocan una sensación extraña, desapacible, como la de pájaros que precisan una libertad que no van a tener. “¿Cuántas fotos me sacaron ya? La nota es Gardel, no yo”, dice clarito Olivieri, ya un poco cansado. Entonces abre la celosía y el jardín con limoneros regala el último pedacito de sol de la tarde.

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