Imprimir|Regresar a la nota
Domingo, 26 de marzo de 2006
logo radar
> Nota de tapa

Las cartas sobre la mesa

Por Osvaldo Aguirre
/fotos/radar/20060326/notas_r/este.jpg

Romeo redivivo

Y entonces decidí
visto lo pasado
qué lugar ocuparía
el amor en mi vida:
un módico lugar
sin grandes sobresaltos
digamos sexto o séptimo
en la escala
de las cosas preferidas
la misma
que repaso
mentalmente
cada día
al afeitarme
¿De Julieta?
No sé nada

Río de Janeiro

Multicolor
multicalor
multiculor

Berkeley on my mind

El cuarto era chico
se achicaba
tenía que cuidarme
cuando hacía gimnasia
mover los brazos
en un solo sentido
adelante o atrás
nunca a los costados
la cama, el ropero
la mesita
las paredes no daban.
Por la ventana
se veía la bahía
maravillosa;
tantas veces
tuve ganas
de tirarme

(De La historia de Asemal y sus lectores)

Darío Canton sostiene una causa personal, en poesía y tal vez en cada tarea que emprende: la exactitud. No sólo apunta, como explica, a “ser lo más fiel posible al sentimiento, la idea, lo que sea, que a uno se le ha ocurrido y dio lugar al poema, y entonces tratar de ajustar eso con el máximo de rigor, para hacerlo lo más sólido posible”. También y, acaso, sobre todo, se trata de producir una descripción exhaustiva del proceso de la creación, para que el lector tenga todas las cartas sobre la mesa: las transformaciones que llevan de una primera versión a un texto publicado, los motivos que desencadenaron la escritura, por más íntimos que sean, el intento de explicación de cada una de las modificaciones introducidas en un poema. Ese proyecto en principio imposible se despliega en De la misma llama, una “autobiografía intelectual de quien soñó con ser escritor”, serie de seis tomos de los que hasta ahora se publicaron tres.

Canton –nacido en Nueve de Julio, provincia de Buenos Aires, en 1928– ha desarrollado su trabajo en dos áreas que rara vez convergen: la poesía y la sociología. El mismo autor de El parlamento argentino en épocas de cambio (1966) o La política de los militares argentinos (1971) concibió el poema “Corrupción de la naranja” (para nombrar uno de sus textos más representativos), minucioso seguimiento de la descomposición de tres naranjas en un período determinado, o el poema-libro La mesa, “tratado poeti-lógico”. Pese a que durante años vivió conflictivamente esa doble ocupación, los métodos de la sociología terminaron por ser inspiradores de la poesía, como lo demuestra la concepción de De la misma llama. La obra no sólo incluye todos los manuscritos del autor y sistematiza la producción poética mediante los cuadros explicativos y la estadística (exactamente el 61 por ciento de los poemas del libro Corrupción de la naranja fueron escritos entre 1960 y 1963): para tener la idea más precisa acerca de lo que se habla incluye fotos (personales, familiares y de las distintas épocas y lugares mencionados), dibujos de ocasión, mapas (para ubicar, por ejemplo, el sitio donde el autor vivió en Berkeley, Estados Unidos), planos y medidas (de un departamento que ocupó en Buenos Aires), etcétera.

El primer tomo publicado, La historia de Asemal y sus lectores (1975-1979), apareció en 2000 y en realidad es el cuarto en el actual plan de edición. Allí recopiló las ediciones de Asemal (La mesa, en alusión a su libro, al revés, de ahí el nombre), hoja de poesía que publicó entre 1975 y 1979, y la intensa correspondencia sostenida entonces con sus lectores, en general poetas. En 2004, bajo el sello de Libros del Zorzal, retomó el orden cronológico con Berkeley (1960-1963), sobre el período que pasó en los Estados Unidos, con una beca para estudiar sociología, después de graduarse en Filosofía en la Universidad de Buenos Aires. A fines del año pasado salió Los años en el Di Tella (1963-1971), lapso complejo e intenso en publicaciones, tanto en el ámbito de la sociología como en el de la poesía. Ahora prepara el tercero, De plomo y poesía (1972-1979), que según anuncia “abarca los años de mayor y más sostenida dedicación del autor a la poesía”.

Canton comenzó a planear la serie en 1978 y escribió la primera versión entre 1986 y 1989. Sin embargo, al margen de que las posibilidades de edición, en general frustradas, determinaron cambios y reordenamientos, su obra permanece abierta por definición, se construye a medida que se publica. La idea puede seguirse en diversos textos previos (los últimos números de Asemal incluyeron el suplemento “El cuento del poema”, donde narraba la producción de un texto) y además remite a una escena fundante de su escritura, que se trama en una conversación sostenida con Alberto Girri en 1960. “Fui con un conjunto de poemas a ver a (Héctor Alvárez) Murena a su trabajo, en la embajada de los Estados Unidos, donde supongo que hacía traducciones –recuerda Canton–. Entonces salió Girri a decirme que Murena estaba en Europa e iba a tardar varias semanas en volver. Me quedé sorprendido, y frustrado, porque para mí era vitalmente importante que alguien que me merecía confianza viera lo que estaba haciendo, me dijera algo. Se me ocurrió preguntarle a Girri si no estaba dispuesto a leer lo que yo llevaba. Y Girri respondió que sí, con una aclaración: ‘Mire –me dijo–, yo voy a leer con mucho gusto lo que usted me traiga. Pero le voy a decir lo que me parezca: si me parece bien se lo voy a decir, y si no me parece bien también se lo voy a decir. Y amigos como siempre, ¿eh?’ Después le llevé textos y me hizo una serie de observaciones, sugerencias, recomendaciones de poetas a leer. En ese momento le dije que tanto como lo que me estaba señalando me podía servir ver los materiales de él, tal cual los trabajaba. Yo necesitaba ver las hojas llenas de tachaduras y de correcciones, las reescrituras, las primeras versiones que después cambian. Eso para mí era clave.”

Girri se desentendió del pedido y tres años más tarde Canton pudo tener una visión de lo que pretendía en los originales de escritores guardados en la Lockwood Memorial Library de Buffalo. “A mediados de la década del ’70 empecé a transcribir mis poemas –sigue–. Es decir, yo tenía el original y la versión publicada. Entonces me puse a aparear los textos y a tratar de leerlos como si yo trabajara sobre un poeta desconocido, para ver cómo se llegaba de una redacción inicial a una versión final y cuáles eran los cambios que había y cuáles podían ser las explicaciones. En el caso de los poemas compuestos en esa época yo tenía todo muy fresco; en los poemas más viejos era más complicado, aunque algo podía aventurar.”

Las conjeturas son relativas, ya que Canton ha preservado una impresionante cantidad de anotaciones y de los más diversos registros escritos, por lo que la reflexión se basa casi siempre en documentación considerable.

En De la misma llama los manuscritos son reproducidos a la izquierda, con sus tachaduras y corchetes, mientras a la derecha aparece la versión publicada, en general más breve, en los libros Corrupción de la naranja (1968), Poamorio (1969), La mesa (1972), Poemas familiares (1975) y en las hojas de Asemal. Al mismo tiempo se integran consideraciones del momento o posteriores y otros textos en principio ajenos pero que de forma más o menos directa están relacionados con lo que se escribió. La correspondencia con sus cuatro esposas y sus hermanos, con su analista y con amigos y colegas, las reseñas de sus libros y entrevistas que le hicieron en distintos medios, el texto de una ponencia para una mesa redonda (entre otros materiales y documentos), un memorándum interno del Instituto Di Tella y otros escritos se incluyen de forma rigurosamente cronológica, de modo que la impresión, por momentos, es la de estar leyendo un diario íntimo. Y esto no tiene nada de raro: “Yo sospecho que en la mayoría de las personas que escriben todo está ligado con su vida –dice Canton–. Aparecerá o no, estará más o menos encubierto. Pero creo que no hay escapatoria”.

Todo por escrito

Canton tiene un principio rector: lo que no se escribe, se pierde. Por eso desde su adolescencia ha llevado cuadernos donde registró todo aquello que le llamó la atención o parecía decirle algo. Si a eso se le agrega una actitud de reflexión constante (sobre los conflictos afectivos y vocacionales, sobre la escritura) el resultado es una producción sorprendente, cuyas dimensiones resultan comparables a las del esfuerzo que debió suponer ordenarla en un relato preciso y cargado de sentido. Así, transcribe por ejemplo las listas de ejercicios que se proponía, los problemas que se plantea, sus apuntes de lectura de libros y revistas, los temas de interés entresacados de una pila de diarios viejos y, en algo que renueva el asombro en el final del segundo tomo, su detallado balance de una terapia de grupo y el intercambio epistolar con los compañeros de análisis. Canton procede siempre por escrito, sea si quiere acordarse para siempre de lo que conversó una vez con Fernando Alegría, responder a Noé Jitrik una carta nueve años después de recibirla o interiorizarse en detalle de la administración de un bien familiar. Porque habla de sus poemas, justamente, tiene que reconstruir sus relaciones de pareja, los episodios que marcaron su infancia, las terapias que desarrolló (individual, de pareja, de grupo), o el modo en que se ubicó frente a fenómenos de época (desde el peronismo hasta el happening). “Lo que hago en la vida diaria –advierte– se entrelaza con mis búsquedas más personales de cada momento”, y el poeta “trabaja con el material de la vida, en toda su complejidad y riqueza y, más importante todavía, con su propia vida”.

La comparación entre manuscritos y textos publicados pone de manifiesto el trabajo de la escritura. Precisamente, uno de los primeros descubrimientos de Canton (después de leer a Stephen Spender) fue que la poesía consiste en inspiración y trabajo y no, como pensaba en sus comienzos, en la transcripción espontánea de un estado de ánimo o de una experiencia. “Las posibilidades de uno son algo que se descubre con el trabajo”, anota, en un momento de cierta angustia, ya que sabe cómo quiere escribir y qué trabajo haría, pero no tiene el tiempo disponible.

El trabajo consiste básicamente en la depuración del original, la concentración de lo que quiere decirse en la menor cantidad de palabras posible. Por eso las correcciones apuntan a la precisión y la claridad de la expresión, a ceñir lo que es central en la experiencia referida y de esa manera plantar con fuerza el poema. En caso de duda el criterio es volver al manuscrito, por considerarlo más cercano “al magma del que surgen los textos”. Podar una primera versión, dice Canton, no significa simplemente cortar líneas sino aplicar ciertos criterios: “que no se diga de entrada lo que pasa”, sostener un ritmo adecuado, despersonalizar la enunciación en función de un nivel de generalidad. El ritmo estructura, con frecuencia, el poema, ya que “es lo que generalmente se me da cuando escribo” y “hay no sólo una experiencia sino un decírsela de cierta manera”.

Construir una autobiografía significa aquí relatar las historias de los poemas que se escribieron. Y las historias tramadas, con frecuencia disimuladas, en esos mismos poemas. Los orígenes de los poemas, evocados en cada caso, son heterogéneos: una película, un libro, “lo que sentí mientras me bañaba”, una experiencia penosa en el entierro de un hermano, cierta revelación irrepetible en la estación Chacarita, los gatos que trae un hijo a la casa. La figura de Hipólito Yrigoyen, evocada en un texto, remite a una visión del padre en la infancia. En otro pasaje, la reflexión sobre las relaciones interpersonales provoca el recuerdo, angustiante, de la primera opinión recibida sobre un poema.

El período en Berkeley aparece como la etapa decisiva de su formación, tanto en sociología como en poesía. Con una diferencia: si en un caso trabajaba bajo la dirección de profesores importantes, en el segundo no contaba más que con los textos sugeridos por Girri y los que abordó por cuenta propia. En una nota al pie, Canton se lamenta por no haber contado con padres, algo que no refiere sólo a la temprana muerte del padre (cuando él tenía 14 años) sino también a la ausencia de mentores literarios, y a la dificultad de aceptarlos. Canton ha tenido escasos interlocutores entre sus pares (por lo menos hasta que hizo Asemal), y acaso esta circunstancia refuerza su necesidad de agotar la explicación del hecho poético: Murena lo alentó a escribir en el principio, pero terminó distanciándose de él; la relación con Girri avanzó poco después del encuentro mencionado; Fernando Alegría lo respaldó, pero a través de comunicaciones esporádicas. El hecho de que reconozca como modelo creativo a Picasso y le escriba, enviándole una selección de poemas, essignificativo en el mismo sentido. En esa época, finalmente, escribe La saga del peronismo, un texto al que considera su “graduación poética” no porque algún escritor lo consagre como tal, sino porque él mismo constata su adecuación rítmica y semántica a lo que prescriben los diccionarios.

La referencia al diccionario es importante en Canton. Al margen de haber trabajado como redactor del Diccionario Enciclopédico Jackson, concibió La mesa con “la idea de hacer un artículo a la manera enciclopédica” y más tarde escribió su propio diccionario, el extraordinario Abecedario Médico Canton (1977), “repertorio poeti-lógico ilustrado de amasijos y recocciones verbales para el manejo, conservación, ejercicio y limpieza de la lengua, conteniendo 800 entradas sin contar una pequeña narración apropiadamente policial”, según la descripción de la portada. “Yo creo en el diccionario –dice Canton–. E incluso también creo dudando. Cuando era chico yo a veces controlaba en la enciclopedia Espasa si lo que sabía del habla cotidiana, lo que oía de mi madre y mis abuelos, estaba bien. Pero tomando como norma lo que yo conocía que se usaba. Entonces creo dudando, a partir de la experiencia de hablante que tengo. Si tengo alguna duda, y para lograr el intento de máxima precisión en lo que estoy diciendo, recurro al diccionario, o al uso en una región determinada. Mi familia está en el Uruguay desde fines del siglo XVIII y mi madre tenía una manera de hablar muy común pero también muy peculiar, que supongo venía de mis abuelos, y yo eso lo respeto, había cierto tipo de palabras a las que se les daba un uso levemente divergente, distinto.” La dedicatoria de La mesa es en este sentido significativa: “a Hedibia Indart, mi madre, que conoce bien su idioma y me lo enseñó”.

La saga del peronismo proponía un lenguaje y sobre todo un tema absolutamente ajenos al horizonte de la poesía argentina de la época. El texto reelabora poéticamente episodios clave del período 1945-1955 y su publicación en 1964 se produjo en medio de la indiferencia y un rechazo fundado más en cuestiones ideológicas que estéticas. El libro siguiente, Corrupción de la naranja (1968), tuvo mejor suerte. Los orígenes del poema que da título a ese volumen se cuentan en Los años en el Di Tella: una observación casera fue el germen de un intento poético desplegado al modo de un estudio, para lo cual se propuso observar la evolución de tres naranjas. Cuarenta años después, sólo una de esas naranjas se conserva, lo que se acredita con una serie fotográfica.

Según relata en el mismo tomo de su autobiografía, Canton retornó en 1963 a la Argentina para trabajar junto a Gino Germani en un centro de investigaciones del Instituto Di Tella, algo que de paso lo puso en contacto con la vanguardia artística del momento y las míticas reuniones en el bar Moderno. Otro episodio importante de esa nueva etapa fue su terapia de grupo. Canton le dedica muchas páginas a la reflexión sobre su análisis y sobre su analista (Hernán Kesselman), se interroga a propósito de la relación con sus compañeros de terapia y reúne documentos sobre la escisión del Grupo Plataforma Argentina (integrado entre otros por Armando Bauleo, Kesselman, Marie Langer, Eduardo Pavlovsky y Juan Carlos Volnovich) de la Asociación Psicoanalítica Argentina en 1971. Y cuando parece que pierde el rumbo muestra lo que subyace, a cada paso, en su vida y en su escritura: en el marco de la terapia, la poesía aparece definida como el sitio de la formulación única, desde el momento en que “he dicho escribiendo cosas que muchas veces no le dije a la gente que tenía más cerca e incluso, creo, cosas que la mayoría no se atreve a decir jamás”.

Es que lo central sigue siendo la poesía. A partir de un incidente casual (el regreso momentáneo a la casa materna, después de una separación) y de un sueño, Canton comienza a escribir La mesa. Un extenso poema presentado como estudio científico sobre la mesa, con un toque paródico, y desde el subtítulo (“tratado poeti-lógico”) juega con la ambigüedad de algo que oscila entre la lógica y el absurdo, “el filo de la navaja por donde precisamente camina el libro”. Después de ofrecer las versiones del término en distintas lenguas (incluidas la del ceceoso, cordobés, la de señas, tartamudo, tembleque y vesre), el “tratado” desarrolla dieciocho capítulos sobre la mesa y al final incluye un índice de nombres y de temas, y la bibliografía consultada. El conflicto entre sociología y poesía parece aquí superado. Canton descubre durante “los años en el Di Tella” que ambas “son dos modos de intentar ser exacto. Ezra Pound decía que son buenos escritores los que mantienen el idioma eficiente. Esto equivale a decir que lo mantienen preciso, lo mantienen claro”. Así lo anotó Canton y esa afirmación describe en buena medida sus logros. Si su empresa parece desmesurada, es porque a la poesía argentina le están faltando obras con esta intensidad y esta entrega, donde no se retrocede ante nada para darle al mundo lo que se quiere decir.

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.