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Domingo, 28 de julio de 2002
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CINE

Master Buster

Famoso por impasible, por acrobático y por huraño (Beckett lo visitó en un hotel de Los Angeles y él, después de musitar algo parecido a un saludo, siguió mirando béisbol por TV), Buster Keaton sigue a la espera del único título que realmente le haría justicia: genio. Las razones pueden rastrearse en la completísima retrospectiva organizada por el Teatro San Martín y Cinemateca Argentina, que incluye los trece largos y veinte cortos que filmó en su etapa muda, entre 1920 y 1929.

Por Horacio Bernades
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Desde las primeras horas del día el hombre espera el llamado. Está sentado en su habitación de pensión, rígido como un soldado, vestido de pies a cabeza y con el sombrero puesto. Es domingo, la chica que le gusta quedó en que en una de ésas lo llamaría para salir, y él no es de tomarse esas cosas a la ligera. El teléfono suena, pero el aparato está tres pisos más abajo. El hombrecito sale disparado como una exhalación; baja un piso, baja otro, y cuando llega a la planta baja se encuentra con que el llamado era para otra persona. Da la vuelta y vuelve a subir, tan abstraído que sigue de largo y llega hasta la terraza. Baja de nuevo, entra en su habitación, y en ese momento el teléfono vuelve a sonar. Nueva carrera hasta planta baja: es la chica de sus sueños. Basta que ella le sugiera salir a pasear para que él salga eyectado y atraviese media Nueva York a toda carrera. Y cuando llega hasta su casa, la chica todavía está hablando por teléfono... con él. El hombre pide disculpas por llegar tarde y juntos salen del brazo.
En esa escena antológica de El cameraman está todo Keaton. O todos los Keaton, mejor dicho: Keaton personaje, Keaton creador integral, Keaton gagman y Keaton realizador. (No importa que el que figure como director sea su brazo derecho, Edward Sedgwick: se sabe que, durante su época de oro, ser director de Keaton era un cargo nominal.) El personaje es puro deseo y fuerza motriz, pura velocidad que, lanzada a un objetivo, sortea todos los obstáculos en el camino. El creador integral diseña una planta escénica acorde, consistente en un corte entero que muestra atrevidamente el decorado. El gagman dispara gags a repetición, siempre de acuerdo con la más estricta lógica, aunque esa lógica lo lleve a desafiar las leyes del espacio-tiempo. El realizador, finalmente, es tan audaz como para inventar una puesta en escena al mismo tiempo funcional y genial, en la que un único movimiento de grúa –sucesivamente ascendente y descendente– muestra sin cortes de montaje la loca carrera del personaje por las escaleras.
Penúltima perla del collar de obras maestras enhebradas por Joseph Francis Keaton a lo largo de los locos años ‘20, El cameraman será también el penúltimo escalón de la impresionante retrospectiva integral de su etapa muda, que el Teatro San Martín y Cinemateca Argentina presentarán entre el jueves 1º y el jueves 15 de agosto en la sala Lugones de ese teatro. Con material en 35 mm y DVD videoproyectado, la retrospectiva permitirá ver los trece largos y veinte cortos que Keaton produjo entre 1920 y 1929 –toda la producción muda de un artista que hizo del silencio su máxima palanca creativa–, lo que la convertirá en la más completa jamás exhibida en Argentina.

El héroe kinético
El cine nació un 25 de diciembre de 1895, cuando los hermanos Lumière celebraron la primera proyección pública de imágenes en movimiento, en un sótano del Grand Café de París. Buster Keaton había nacido un par de meses antes, el 4 de octubre de 1896, en Pickway, Kansas. Tal vez en esa simultaneidad resida la clave de lo que el cine y Keaton tienen en común: la idea del movimiento como clave y quintaesencia.
Las imágenes se mueven; Keaton también. Hijo de una pareja de cómicos de varieté, debutó en el ramo a los tres años y medio, con un número en el que su padre lo catapultaba de una punta a otra del escenario. Su temprana, talentosa especialización en tumbos y caídas llevó al célebre Harry Houdini, presente en uno de sus espectáculos, a exclamar: What a buster, indeed! (“¡Qué maravilla!”), lo cual, de paso, le sirvió a modo de bautismo artístico. A partir de su ingreso al cine (1917), Keaton aprovechó su asombrosa capacidad física para trascender el esquema de golpe y porrazo en el que se basaba la slapstick comedy primitiva,convirtiendo corridas, accidentes y resbalones en la expresión de un modo de relacionarse con el mundo.
Lo que mueve a Keaton es un deseo, un deseo más grande que él mismo, pero a ese deseo se le opone un mundo más grande todavía, y también más feroz. Basta que Keaton asome la nariz para que se desaten chaparrones, tornados y ciclones, para que todo se descomponga y precipite. Para consumar su deseo, el hombrecito se ve obligado a realizar esfuerzos descomunales, y para ello apela tanto a sus destrezas como a su extraordinaria capacidad de adaptación a las circunstancias. No hay película de Keaton que no incluya una o varias proezas físicas, y no hay riesgo que no asuma él mismo, actuando como su propio doble y sin trucos a la vista. Aunque no es el único cómico mudo que baila con la más fea (recuérdense las demoliciones de Laurel & Hardy, o a Harold Lloyd sostenido de las manecillas de un reloj contra el cielo de Nueva York), Keaton lleva esta concepción al extremo, poniéndose a sí mismo en medio de vientos huracanados, colgando del vacío, dejándose arrastrar por rápidos, viajando sobre el manubrio de una bicicleta sin frenos o asomado a cataratas.

El héroe épico
Si Chaplin es el humanista sentimental, Stan Laurel el perseguido por la desgracia, Harold Lloyd el arribista y Fatty Arbuckle el gordo bruto, Keaton comparte con todos ellos la condición de vecino de la tragedia y el desastre, pero define una clase que empieza y termina con él: la del cómico épico. Como un héroe clásico, se propone una tarea, sale al mundo y la cumple, aunque para ello deba vencer obstáculos desmesurados. Pero no es un superhombre sino un hombre común: su único mérito es avanzar pese a todo, incluyendo en ese todo la propia torpeza. Es el más atípico de todos los héroes norteamericanos: su meta no es la gloria sino la chica. Es un héroe pragmático, y no pertenece a ningún Parnaso.
Puede que el amor lo haga soñar (de hecho suele vérselo en las nubes), pero atontarlo, jamás; más bien le sirve para aguzar el ingenio. Campeón del bricolaje a gran escala, en su pulseada con el universo Keaton tiende a convertir obstáculos en instrumentos. En Vecinos, uno de los seis cortos de dos bobinas con los que en 1920 comenzó su carrera en solitario, burla la vigilancia del papá de la vecinita de al lado utilizando como catapulta una tabla de la medianera y propulsándose sobre su ventana. Parecidas muestras de ingenio amoroso afloran en los cortos La cabra (1921) y The Baloonatic (1923), así como en los largos Nuestra hospitalidad (1923), El navegante (1924) y sobre todo El universitario (1927), donde el esmirriado hombrecito practica una maratón completa (carrera de obstáculos, salto en largo, salto con pértiga, boxeo, lanzamiento de disco y de jabalina) para quedarse con la chica de sus amores.

El héroe erótico
Lejos de idealizar el amor, el héroe lo corroe a veces con ironía y llega a presentarlo como una pesadilla. Tanto en El navegante como en La general (1927), Keaton se burla de algunas torpezas de sus compañeras, mientras que en Sherlock Jr. (obra maestra de 1924), inmediatamente después del beso final que tanto le costó, sobreviene una visión aterradora en la que el pobre hombre se imagina acunando mellizos. No es la única vez que sueño y realidad chocan en la obra de Keaton: en el corto Daydreams (1922), la chica imagina por correspondencia un héroe que no se corresponde en nada con el Buster real. Cuando uno y otro se confrontan, su pedido de mano es rechazado y el happy end queda para mejor ocasión.
A veces la mujer anhelada no es precisamente un sueño: al comienzo de ese corto genial que es Cops (1922), la chica impone como condición amorosa que Buster se convierta en próspero empresario (significativamente, a élse lo ve a través de unos barrotes). Pero Buster, en cambio, es estafado con un montón de muebles viejos y conduciendo un carro de mudanzas va a dar con un gigantesco desfile policial. “Todos los años, cuando necesitan un policía, los ciudadanos saben dónde encontrarlo”, ironiza un intertítulo. A la manera del perrito Droopy de los dibujos animados, la sola presencia del personaje concita una serie interminable de accidentes y desastres, en una típica muestra de efecto dominó keatoniano que termina con un fallido atentado anarquista (cometido por otro, no por él). Convertido en la presa más codiciada de toda la policía de Nueva York, Keaton burla a los uniformados, los encierra en el cuartel y se reencuentra con su novia. ¿Hizo dinero? No: ella sigue rechazándolo. Keaton se entrega entonces a la jauría de policías en una muestra de anti-happy end más extrema que la anterior: Cops termina con la imagen de una lápida coronada por el inconfundible sombrerito chato.

El héroe estoico
Pero la obra de Keaton consuma la total inversión del sueño amoroso en la kafkiana Las siete ocasiones (1925). Para poder hacerse con una herencia, Buster debe casarse en un plazo perentorio. Su novia, sin embargo, no quiere saber nada de bodas. De modo que se ofrece ante siete chicas y fracasa con todas. Desesperado, se pone a ofrecerle matrimonio a todo aquello que lleve pollera, incluido un desconcertado escocés. Finalmente pone un aviso en el diario, con tanta mala suerte que tiene demasiado éxito: no responde una candidata, sino centenares. Si una mujer puede ser un sueño, muchas son una pesadilla, parece sugerir el film. Una embravecida turba con polleras perseguirá al héroe a campo traviesa, en una escena que parece retratar una catástrofe natural (en un momento, de hecho, las mujeres quedan asociadas con una avalancha). Keaton vadea un lago, escala una colina, atraviesa otro curso de agua y finalmente logra llegar hasta su casa. Cerrando una de las mayores pesadillas de la historia del cine, allí lo espera un nuevo contingente de mujeres feroces.
La pesadilla es un elemento esencial del mundo según Keaton. Véanse la casa giratoria de One Week (1920), los desastrosos intentos de suicidio de Hard Luck (1921), el interminable naufragio de The Boat (1921), el aterrador transatlántico vacío de El navegante, la descomunal batahola en el barrio chino de El cameraman (1928) o el ciclón de El héroe del río (1928), que puede arrancar de cuajo edificios enteros como ponerle una casa de sombrero al héroe. Sin embargo, Buster atraviesa estas debacles con total impasibilidad. Al contrario de Chaplin, que buscaba generar simpatía o lástima mediante gestos, muecas y morisquetas, Keaton convirtió su rostro en una superficie blanca y lisa. No fuera que alguien se pusiera a buscar allí una emoción que el cuerpo no transmitiera. Al fin y al cabo, ¿qué era este “especialista contra toda infección sentimental” (Buñuel dixit) si no un estoico que intentaba sobrevivir a un universo desencadenado?

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