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Domingo, 28 de mayo de 2006
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Cine > La nueva de Wim Wenders con Sam Shepard

Perdidos en el Oeste

Veinte años después de París, Texas, Wim Wenders y Sam Shepard vuelven a trabajar juntos, otra vez con guión de Shepard y otra vez en aquel mismo y Lejano Oeste. Pero lejos de una continuación, no pudieron hacer algo más diferente.

Por Alan Pauls
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Wenders parece revisar el punto en el que él mismo está parado, su propio itinerario de director, tan dañado en los últimos quince años. Y está lejos de las soluciones radicales; él, que alguna vez supo reformular la road movie, ya no confía en irse: sólo confía en volver.

A principios de los años ’80, cuando recién empezaba a entrever el dorado cuarto de hora que se le avecinaba, Wim Wenders hacía brotar pequeñas grandes películas (Lightning over water, El estado de las cosas) de las grietas que se abrían entre las grandes películas mezquinas (Hammett) con que Hollywood (o la sucursal Coppola de Hollywood) procuraban tentarlo. Wenders no era rico ni famoso, pero era algo mucho más importante: era un cineasta cinéfilo, heredero alemán dilecto y por entonces muy en ascenso de la generación de la nouvelle vague, la primera que había nacido en el cine, vivido por y para el cine y experimentado el mundo a través del cine. Como Godard con Sam Fuller en Pierrot le fou y con Fritz Lang en El desprecio, Wenders ya había puesto en escena (es decir, a la vez, reconocido y tematizado) la deuda profunda que tenía con sus padres cinematográficos: en El amigo americano (1978), verdadero gabinete de idolatrías filiales, le había dado a Nicholas Ray el personaje de Prokosh, el pintor que se hace pasar por muerto para cotizar mejor, y a Fuller el de un mafioso monosilábico que no para de fumar puros y muere en un auto ahorcado con un hilo sisal. Como su filmografía nunca deja de proclamarlo, Wenders sabía bien lo que era ser hijo, y sobre todo el valor de ser hijo en la bolsa de valores del cine de autor de los ‘80. Tal vez por eso no dudó cuando, en 1982, otro cineasta cinéfilo fue a golpearle la puerta en busca de ayuda. Diez años más joven que Wenders, Jim Jarmusch luchaba entonces por terminar su segunda película, Stranger than paradise, cuyos planos pacientes y perplejos, filmados en blanco y negro, parecían refrescar en las calles de Nueva York la cronofilia y el imaginario contemplativo de los que Wenders se había despedido para siempre en Alicia en las ciudades. Con el celuloide que Wenders le regaló –un sobrante vencido que le había quedado del rodaje de El estado de las cosas–, Jarmusch montó los largos planos ciegos que puntúan Stranger than paradise y consiguió terminar la película.

Casi un cuarto de siglo después, Wenders y Jarmusch vuelven a cruzarse con dos ficciones sobre padres, hijos, filiaciones y familias deshechas que encuentran, sin buscarla, una segunda oportunidad. La de Jarmusch, Flores rotas, es una comedia episódica cruda, artísticamente casi subexpuesta, y ratifica que el gran aporte de su director a la poética indie no fue una contribución de imagen –como durante mucho tiempo creyeron sus epígonos grunge– sino de tono, de clave tonal, y de timing: esa especie de humor contrahecho, inintencional, fruto menos del cálculo que de un desajuste anímico o una crisis de distancia, cuyos ecos sólo resuenan hoy en el cine de Aki Kaurismaki y cambiaron en los últimos veinte años la naturaleza del género comedia. La de Wenders, La búsqueda, es más bien una reanudación, un revival, la segunda chance con que el tiempo premió a un dúo que se había quedado con las ganas. A más de dos décadas de París, Texas, nacida de un texto de Crónicas de motel, Wenders vuelve a trabajar con su amigo americano Sam Shepard, que aquí firma otra vez el guión y pone el cuerpo –dándole a Wenders el gusto que Coppola le había negado en Hammett– para encarnar al personaje principal. Don Johnston y Howard Spence, héroes de sendas películas, comparten un asombro y una decencia: se enteran de golpe de que tienen hijos que nunca conocieron y deciden salir a buscarlos. Pero mientras Johnston es un Don Nadie, pobre diablo opacado –encima– por la desgraciada homofonía que lo emparienta con la estrella de División Miami, Spence es una celebridad del show business, un icono del western que de golpe y porrazo deserta de un rodaje (y de una carrera consagrada al trago, las chicas y la cocaína), visita a su madre (a quien no ve hace 30 años) y sale tras la pista de un hijo (que resultan ser dos). El viaje de Johnston, que se disuelve en la incertidumbre, es el reencuentro de un hombre con todos los otros que fue y que recupera, ahora, en los ojos de las mujeres que alguna vez los amaron; el de Spence es el de alguien que huye del nombre, de la imagen, de la fama. Para los fans de París-Texas todo sabrá a déjà-vu: el desierto americano, las rutas vacías, los paradores de los años ‘50, los autos vintage, la estética Hopper... Sólo que en París-Texas esos tópicos eran de algún modo golpes, revelaciones, descubrimientos que se enrarecían al contacto con la mirada europea del que los descubría; ahora, nítidos y como perfeccionados, son meras piezas de colección, trofeos de una fascinación o un culto, gadgets visuales de un academicismo privado. Spence parece evocar a Travis (el héroe de París, Texas) cuando se entrega al desierto, pero se trata de un espejismo: Travis es el amnésico, el que, despojado de historia, debe viajar para hacerse una; Spence, que sufre de un exceso de historia, viaja para sacársela de encima. Podría desaparecer (como Wakefield) o ser otro (como el héroe de El pasajero de Antonioni), pero Wenders, que aquí parece revisar el punto en el que él mismo está parado, su propio itinerario de director, tan dañado en los últimos quince años, está lejos de las soluciones radicales; él, que alguna vez supo reformular la road movie, ya no confía en irse: sólo confía en volver.

¿Quién lo malogró? ¿Las luces de Hollywood? ¿Las de Cannes? ¿El comercial que filmó en Buenos Aires para el Renault Mégane? ¿La amistad con Bono? ¿Esa estúpida trapecista rubia de la que se enamoró en Las alas del deseo? Quién sabe. Lo cierto es que La búsqueda, más que un mal film, es un film que atrasa. Comparados con los que anticipó Clint Eastwood en El jinete pálido o Los imperdonables, sus insights sobre el western como emblema del género espectral (la película de la que Spence huye se llama Fantasma del Oeste) son infantiles y complacientes, y el uso de la pareja Shepard-Jessica Lange se parece menos a una operación conceptual que a una especie de tributo empalagoso donde ambos naufragan sin remedio: Shepard manoteando a ciegas un registro de comedia que nunca encuentra, y Lange forcejeando con la tirantez de su propia cara. Y cuando el film tropieza por fin con una gran escena, la única en la que podría despegar –Spence, que acaba de pelearse a los gritos con su hijo, se desploma en el sillón que éste arrojó a la calle por la ventana de su departamento y se queda sentado ahí un día entero con su noche–, la cámara de Wenders la dinamita en el acto con una ridícula estilización giratoria.

Como Wenders, Jarmusch y David Lynch también fueron blancos privilegiados de la mira fatal de la década del ’80. A Jarmusch lo salvó la gracia; a Lynch, una pasión encarnizada por la incomodidad. Si Wenders no la sobrevivió, o no parece hasta ahora haber podido sobrevivirla, fue porque de todo lo que su cine había desplegado durante los ’70 se quedó con lo peor, lo único que envejece, lo que más rápido cristaliza: la imagen. Jarmusch y Lynch son tan músicos como cineastas; Wenders, cuando no filma, sólo atina a ser fotógrafo. (Uno de sus libros de paisajista se llama Written in the West y captura carteles indicadores perdidos en el Oeste americano, algunos tan aleccionadores como el que aquí, sobre el final del film, anuncia “División, 1 km; Sabiduría, 52 km”.) De ahí la “belleza” cínica, como embalsamada, que brilla siempre pero no irradia jamás, de La búsqueda, un film sobre padres e hijos dirigido por un artista que fue grande mientras fue hijo y ahora, cuando ya no hay padres, cuando no hay otro padre que el que alguna vez fue hijo, se parece cada vez más a esos tíos “locos” que se niegan a crecer, usan colita, cultivan el namedropping a la moda y se compran zapatos extravagantes para que sus sobrinos de veinte los dejen entrar a sus piezas.

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