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Domingo, 11 de junio de 2006
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Instalaciones > La vidriera del CCEBA desnuda el arte contemporáneo

Mirando vidrieras, comparando precios

La vidriera del Centro Cultural de España, sobre la calle Florida, se transformó por unos días en eso que se niega empecinadamente a ser: una exposición más de chucherías para turistas. Pero el extraño estado del arte contemporáneo permite que, lejos de la boutade y la gaffe, la obra sea una manera implacable de desnudar al arte de hoy.

Por María Gainza
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Para algunos, la imitación es el mejor cumplido. Para otros, el gesto kitsch por excelencia. Por eso, que la vidriera del Centro Cultural de España (CCEBA), habitualmente acostumbrada a exhibir producciones artísticas, se haya convertido en lo que en definitiva es, una vidriera cachirula de la calle Florida, parece un homenaje al anónimo creador de este montaje único y, a la vez, un dardo hacia los falsos sentimientos de lo nacional que ese mismo montaje se empecina en fomentar. De cerca, lo que se ve, bueno, lo que nos asalta como en un mal sueño son varias perchas colgando del cielo y una serie de estanterías de color celeste patria que, detrás del vidrio, se levantan de piso a techo. Amotinados sobre los estantes se exhiben los clásicos productos argentinos: remeras del Che, videos de Maradona, CD de Piazzolla, vasijas con el paisaje de La Pampa, miniaturas del Cabildo, el Obelisco y el ñandú, maras (la gran liebre argentina) en cerámica, ceniceros con la imagen del Kavanagh, facones de malevo, mates repujados de Don Segundo Sombra y sandalias de carpincho. De las perchas, cuelgan musculosas de morley con el rostro de Evita y remeras con el slogan “I Love Chorizo”. En una esquina, sobre una especie de pirámide escalonada retacona y criolla, se despliegan ponchos y cueritos. Salvo por un pote de dulce de leche y un llaverito de Lionel Messi, no falta nada y todo está a la venta. Un rejunte de símbolos que pretenden condensar la esencia de lo nacional a la medida del turista.

En primera instancia uno se pregunta por qué esos objetos, que un minuto antes, en las vidrieras que crecen como hongos a lo largo de la peatonal, nuestro ojo sofisticado había esnobeado, ahora, señaladas por el dedo del artista, son piezas que merecen nuestra atención. Arthur Danto contestó eso hace tiempo y con sentido común al preguntarse por qué una caja de Brillo de Warhol era más importante que una caja de Brillo de Steve Harvey, su ignoto diseñador. Dijo, entonces, que el objeto de arte para erigirse como tal debía existir dentro de una atmósfera de interpretación. Lo que quiso decir es algo que el resto tardamos un poco más en comprender por el cimbronazo que supuso: fue como decirle al hombre medieval que la Tierra no era el centro de nada. Lo que Danto dijo, en definitiva, fue que el arte no existe fuera del mundo del arte. Sin aquellos que hablan el lenguaje del arte no hay arte.

Por eso, la instalación del CCEBA creada por Fernando Brizuela, Andrés Toro y Mariano Dal Verne existe dentro de un corredor de vidrieras anónimas y estandarizadas, pero también dentro de un circuito de instituciones de arte. Es esa cualidad bifronte la que la hace única. La vidriera, como un colorante en los vasos sanguíneos, delinea el sistema circulatorio del arte pero también trabaja dentro de sus términos.

Y todo anda sobre rieles cuando notamos que la instalación ofrece dos trampantojos: no sólo se presenta como vidriera de artesanías cuando, por historia, no les es del todo, sino que los objetos que exhibe, esos adorables cachivaches nacionales, no son objetos fabricados en serie sino que han sido creados por los artistas. La vidriera es un juego de copias. El kitsch nacional elevado al cuadrado.

Fuera del chiste, que como muchos de los chistes del arte contemporáneo son chistes internos, la instalación plantea algunas preguntas interesantes. Los oficinistas que pasan por el lugar, en su mayoría, outsiders del arte, casi no la registran. Los turistas, en cambio, se detienen y, la ñata contra el vidrio, se debaten entre si gastar o no sus dólares ante un video nostálgico de Maradona cuando estaba gordo. Para este grupo, el hambre por imágenes de la Argentina, su deseo de acumulación y sus ansias por participar del espectáculo a través del control por medio del consumo es directamente proporcional a lo vacíos que están los objetos exhibidos.

Quizás sea ésta una de las ideas que mejor articula la instalación. Porque con la ambigüedad de una naturaleza muerta, la vidriera ofrece al espectador un banquete de las supuestas riquezas de la cultura argentina, pero termina convidando algo que está muerto. Nuestra forma de enlatar lo nacional, dice la vidriera, es presentarlo como espectáculos visuales artificiales y fosilizados –casi dioramas– para el consumo turístico. La pregunta no es cómo nos ven los extranjeros, si acaso tenemos las mujeres más lindas del mundo o la avenida más ancha del planeta, la pregunta es cómo nos vemos a nosotros mismos.

Que los artistas trabajen en las vidrieras no es nuevo, tampoco lo es la apropiación de símbolos nacionales; ahora, que ambas cosas sean exhibidas en la calle Florida, fundiéndose con el paisaje surrealista por antonomasia de la peatonal, es un hallazgo. El mundo de la calle Florida es una fiesta de disfraces –no demasiado diferente al mundo del arte– donde el argentino se hace el argentino y el turista juega al turista. Florida, la primera empedrada, la que alguna vez fue un salón al aire libre, un río de gente que a las seis de la tarde crece como si lo hinchara la marea, supo ser la fachada de la ciudad y en gran medida, para el turismo medio, lo sigue siendo.

La instalación, por suerte, no tiene la pretensión moral que tiene la parodia, ni la sofisticada superioridad del camp. Y si bien no descubre la pólvora, su mérito reside en su poder para condensar nudos clave: la idea del mundo del arte como una gran boutique en liquidación, el zeitgeist contemporáneo donde todo es un producto deseable y comprable, y la inevitable decadencia de los iconos de una cultura nacional, su siniestra transformación en señales de un exotismo tranquilizador fomentado por oficinas de turismo y líneas aéreas, todo empotrado en un proyecto de país. La historia reducida a símbolos estáticos que narcotizan la razón. Una construcción que termina siendo un lastre irremediable.

Lo que nos lleva a cruzar la calle. A metros nada más, justo enfrente para ser precisos, encontramos la Galería-Museo Aguilar, “la galería más grande del mundo”, según la joven promotora que reparte folletos en la puerta. En la planta baja, un plasma fatídico proyecta una pintura de Eduardo Sívori convertida, por la luz iridiscente de la pantalla, en poco menos que un póster. No se sabe si la instalación del CCEBA fue creada en diálogo con esta galería, pero los cuadros de pampas despejadas que exhibe entre sus estantes el Centro parecen sostener, como en una tertulia de principios de siglo, un diálogo fructífero con las pinturas de vacas impresionistas y sauces llorones de la galería Aguilar. Más arriba, la idea se termina de redondear. El segundo piso presenta, a manera de laberinto de los espejos del Italpark, una serie infinita y babeliana de habitaciones cubiertas en su totalidad –esto es: literalmente sin dejar un centímetro cúbico al descubierto– por cuadros de pintores argentinos. Un amotinamiento de Soldis, Presas, Bernis, Victoricas, Alonsos, Quirós, Koek Koeks, hilvanados por una diadema de lucecitas navideñas. Las habitaciones se comunican entre sí por medio de aperturas cóncavas, lo que le da una sensación de túnel del tiempo o espacio borgeano abismal. Si enfrente, el Centro Cultural de España jugaba a ser boutique, acá la boutique juega a ser centro cultural. Si no, cómo entender el disparate de presentarse como museo y a la vez anunciar “los mejores cuadros al más bajo precio” (o son un centro de beneficencia encubierto o hay gato encerrado, si no ¿por qué vender piezas tan prestigiosas a tan bajos precios?).

Pero lo que importa es que acá como allá, lo nacional es presentado por medio de ranchos pintorescos bajo la luz algodonosa de un atardecer, de pastorcitas norteñas que lucen frescas y esbeltas bajo la sombra de los cactus y en tangos bajo el farolito quejumbroso de la calle en que nací. Así, ambas instalaciones –la del CCEBA, como todo el arte contemporáneo de Duchamp en adelante, consciente de sus mecanismos, y la de Aguilar, posiblemente también consciente, pero de sus mecanismos de venta más que de otra cosa– hacen patente no sólo la manera en que las imágenes de exportación borran alevosamente las complejidades históricas y sociales de un lugar sino algo que suele pasar más inadvertido aún: cómo las artes plásticas viven del espejismo de su transparencia. Cómo, en gran parte, el público pasea por las galerías y los museos conformándose imágenes cerradas y uniformes de obras complejas y contradictorias que capta en cinco segundos y resume en dos palabras. No muy diferente a atravesar la calle Florida y salir con una postal.

For export
CCEBA (Centro Cultual de
España en Buenos Aires)
Hasta el 21 de julio
Florida 943

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