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Domingo, 25 de junio de 2006
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Cine > El Martín Fierro de Gerardo Vallejo

Fierro 70

No es la primera vez que el cine argentino se anima a filmar el Martín Fierro, y ni siquiera es la primera vez que se anima Gerardo Vallejo: ya en 1995 había filmado el hipotético encuentro entre Fierro y Don Quijote. Pero ahora el compañero de Pino Solanas en Cine Liberación ha ido directo al libro de José Hernández, para plasmar una adaptación con poderosas resonancias de la historia reciente.

Por Hernán Ferreirós
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El cine argentino intentó varias veces hacer una película con el Martín Fierro. Por todas las peripecias que se narran, por la riqueza en la exploración del carácter de su personaje central (que hizo que Borges llamara a este largo poema una novela), el libro de José Hernández indudablemente contiene un buen largometraje. Sin embargo, hasta ahora el cine no lo encontró. La primera versión fílmica del poema pertenece al período mudo y data de 1923. Los archivos dicen que fue dirigida por los hermanos José y Alfredo Quesada, pero no se conservan copias. Casi cuarenta años más tarde, se estrenó la más conocida, una adaptación realizada por Leopoldo Torre Nilsson con Alfredo Alcón como Fierro, Lautaro Murúa como Cruz y Fernando Vegal como el viejo Vizcacha. El cantor Horacio Guarany protagonizó, unos años después, una versión dirigida por Enrique Dawi –quien luego cometería muchas más iniquidades con el público–. Acaso la apropiación más lograda del texto, porque lo transforma en un vehículo para sus ideas, sea la de Fernando Solanas en la extensa Los hijos de Fierro, filmada en los ’70 y estrenada recién tras la llegada de la democracia por su contenido político: Solanas transforma el poema gauchesco en una alusión a la situación del peronismo en la década del ’70, con “Fierro” exiliado en España y sus “hijos” esperando el regreso del líder.

El realizador Gerardo Vallejo integró junto a Fernando Solanas el grupo Cine Liberación, que combinaba la militancia revolucionaria en la política y la estética, y fue asistente de dirección de Solanas en la película que éste realizo inmediatamente antes de comenzar Los hijos de Fierro, la mítica La hora de los hornos. Vallejo comenzó a ocupar la silla del director con El camino hacia la muerte del viejo Reales (1968), película testimonial sobre la explotación de los trabajadores azucareros. Poco tiempo después, tras la explosión de una bomba en su casa de Tucumán partió hacia España. Allí filmó Reflexiones de un salvaje, una investigación acerca de las raíces de su propia familia. Luego, nuevamente en Argentina, completó El rigor del destino (1985) y Con el alma (1995), esta última sobre un hipotético encuentro entre Martín Fierro y Don Quijote, donde trabajó por primera vez con el actor Juan Palomino.

Puesta en serie con las versiones previas, la película de Vallejo se alinea más naturalmente con la de Solanas, no sólo por coincidencias ideológicas o estéticas sino también porque ambas se permiten utilizar el Martín Fierro como un vehículo de sus propias ideas, algunas de ellas totalmente a contramano del texto del Hernández.

La versión libre de Vallejo que, sin embargo, pone a los actores a recitar muchos de los versos del poema, comienza con lo que parece una incursión de un grupo de tareas, sólo que en una pulpería del siglo XIX. El ejército argentino pone a todos contra la pared, deja salir indemne a un gringo que se encontraba en el lugar y se lleva detenidos a todos los gauchos. Hasta un juez desoye los pedidos de una madre por su hijo perdido con el consabido “yo no sé nada, señora”. La película abunda en escenas que tienen ecos de nuestra historia reciente porque de lo que se trata es de hablar de ella, de la Argentina de hoy, aunque con herramientas estéticas e ideológicas que parecen provenir directamente del cine revolucionario de los años ’70. Vallejo utiliza la tragedia de Fierro para escribir su

propia utopía.

El planteo de un estado canalla, sin embargo, no es ajeno al mundo de la gauchesca y está presente en Hernández. El gaucho, como señalaba Borges, tiene no pocos puntos de contacto con el outlaw, el “fuera de la ley”, del western norteamericano. El gaucho huye del Estado que pretende reclutarlo de modo forzoso para servir a sus propios fines, y por ello se ve forzado a huir a un territorio donde la ley, el Estado, el ejército no lo alcance. Sin embargo, la huida del gaucho provoca un conflicto con uno de los pilares de la ley que lo persigue: el establishment ganadero, que necesita del gaucho para mantenerse productivo. Si el Estado recluta gauchos para enfrentar al indio, deja a los patrones de estancia sin fuerza de trabajo. Desde luego, los poetas gauchescos no eran gauchos sino intelectuales de posición acomodada que crearon una versión escrita de la voz del gaucho. Con esta voz, los hacendados hacen su reclamo al Estado por la pérdida de beneficios de la economía rural. Paralelamente a su poema, José Hernández escribió, con su propia voz, La instrucción del estanciero, donde se lee que “la cultura de una sociedad se prueba lo mismo por una obra de arte, por una máquina, por un tejido o por un vellón”. Esta reivindicación del trabajo del campo se reproduce en la parte final del Martín Fierro, cuando, citado textualmente en el film, Fierro (Palomino) insta a sus hijos a trabajar, ya que “trabajar es ley porque es preciso adquirir”, y a obedecer (verso no citado en el film: “Obedezca el que obedece y será bueno el que manda”).

Para Hernández existían dos tipos de gaucho, separados por su relación con el trabajo: el vago y borracho y el que trabaja en una estancia. Vallejo reproduce esa distinción ya que se encarga de aclarar que Fierro es un gaucho “bueno y trabajador”. Es curioso que el mundo del trabajo no sea cuestionado por el film, como sí lo es el Estado corrupto y su brazo armado, el ejército. La principal diferencia con el texto de Hernández se encuentra en la relación del gaucho con el indio. En el Martín Fierro se dice que el indio es “tenaz en su barbarie (...) El deseo de mejorar en su naturaleza no cabe; el bárbaro sólo sabe emborracharse y peliar”. Es decir, no hay comunión posible con un ser que es descripto en términos bestiales. Una escena extirpada de la adaptación y que acaso esté entre las más gore de la literatura argentina, expone esta diferencia: Fierro ultima a un salvaje que acaba de golpear a una cautiva tras atarla de pies y manos con las entrañas del hijo degollado de la mujer. Es, justamente, este acto el que devuelve a Fierro a la civilización. Vallejo, en cambio, pone, en medio de un malón, a su personaje a gritar “el gaucho no mata al indio”, y comienza a diseñar una improbable alianza de débiles: el gaucho y el indio contra el Estado corrupto y opresor. La utopía de Vallejo plantea la rebelión de los estafados, los excluidos, en suma, los pobres contra el poder. Pero nunca cuestiona la relación de los oprimidos con el trabajo, sino que reproduce los reclamos laborales de Hernández. La verdadera utopía en Martín Fierro se ubica en el desierto, el territorio donde no alcanza la ley y donde el gaucho puede vivir sin trabajar: en el desierto el gaucho no sólo escapa del ejército sino que se pone fuera de la economía rural a la que pertenece. Si no hay muerte del indio, no hay razón para que Fierro abandone el desierto tal como lo hace. La única que se esboza en el film es la intención de reencontrarse con sus hijos para transmitirles su experiencia. La escena sucede ante un fogón, en el que Fierro recita los versos finales de la vuelta donde explica que “debe trabajar el hombre para ganarse su pan...” Es decir que en lugar de narrar su vida utópica junto a los indios, invita a sus hijos a ingresar al mundo del trabajo rural. La bienintencionada alianza de perdedores del sistema económico que plantea Vallejo no puede llegar muy lejos si no cuestiona el sustento mismo de ese sistema. La advertencia final de Martín Fierro, tras la arenga a sus hijos, porque el fuego caliente “primero a los de abajo”, recuerda los reclamos de los sindicalistas del oficialismo antes que el pensamiento utópico de un revolucionario. El progresismo sin mácula del personaje y sus reivindicaciones setentistas hacen pensar que éste es el Martín Fierro posible en la era K.

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