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Domingo, 6 de agosto de 2006
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Hablar en lenguas

Hace dos siglos, Jean-François Champollion, un francés obsesionado con las lenguas antiguas, logró descifrar los jeroglíficos de la Piedra Rosetta encontrada por las tropas napoleónicas en 1799. El hallazgo abrió la puerta a uno de los lenguajes más antiguos del mundo y perdido durante cuatro mil años: el que se ve en las paredes de las pirámides egipcias. De paso por Buenos Aires, Yves Champollion, tataranieto del gran Jean-François, heredero del oficio familiar e invitado a un Congreso Internacional de Traducción, habló con Radar de su célebre ancestro y de cómo el oficio que enterró
a la Edad Media, y sobrevivió sin mácula a la Revolución Industrial, pelea ahora a brazo partido con las computadoras y las grandes corporaciones.

Por Leonardo Moledo y Juan Pablo Bertazza
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Se podría pensar que el francés Yves Champollion, descendiente directo del gran Jean-François Champollion, que descifró la escritura jeroglífica egipcia, estuvo desde siempre predestinado a la traducción y a la teorización sobre ese misterio del lenguaje. Hoy es un traductor aggiornado a estos tiempos en que cualquier idioma parece estar al alcance de las manos (o de las computadoras) y en el que la traducción está más cerca del fordismo que de los antiguos y pacientes copistas medievales. Y por eso, el Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires lo invitó a exponer en el Primer Congreso Internacional de Traducción Especializada, en un evento que reunió a más de mil traductores de todo el mundo en la Facultad de Derecho de la UBA: toda una novedad en lo que a debates sobre especialidades de traducción científica, médica, jurídica y económica se refiere. Yves Champollion es uno de los principales especialistas mundiales en traducción científica y en la programación de herramientas de traducción, entre ellas el Wordfast, un programa a esta altura casi mítico, adaptado a la era de la globalización: una especie de base de datos que agrupa frases y estructuras gramaticales entre muchísimos idiomas, estableciendo una verdadera memoria de la traducción que capitaliza al máximo la tarea del traductor en la época de su reproductibilidad técnica. Radar lo entrevistó un lúgubre día de granizo en Buenos Aires.

Usted desciende directamente de Jean François Champollion, el que descifró los jeroglíficos egipcios con la Piedra Rosetta...

–Efectivamente.

Bueno, su destino no podía ser otro que traductor. ¿Quiere contarme algo de su tatarabuelo?

–Primero me gustaría contarle algo sobre la traducción en general.

Bueno, sí, si quiere... me dijeron que tiene una teoría de la traducción, de la evolución de la traducción desde la Edad Media hasta ahora.

–Sí. Pero antes que nada, aclaremos que es una actividad intelectual.

Bueno, desde ya.

–No tan desde ya, como va a ver. Hasta la década del ‘80, lo que respecta a la traducción prácticamente no sufrió cambios importantes desde la Edad Media; se hacía de forma improvisada. La Revolución Industrial del siglo XIX no la afectó.

Pero afectó todo.

–No. Afectó la industria, la materia y el carbón, la agricultura, pero no las profesiones intelectuales. Por eso le decía que era importante clasificarla como profesión intelectual.

Porque no afectó a su tatarabuelo...

–Pero ahora la cosa cambió.

Con las computadoras. Y dígame, ¿la Piedra Rosetta...?

–Ahora, la revolución técnica concierne a las actividades del espíritu porque al día de hoy las máquinas son capaces de desarrollar todo lo que respecta al campo intelectual, y especialmente a la actividad de la traducción.

¿Por qué la traducción?

–Porque hoy las computadoras empiezan, poco a poco, a reemplazar al hombre. Los traductores se ven en la situación de los obreros industriales de hace 100 años: hoy un traductor puede traducir 20 páginas en un día, mientras que, hace 20 años, sólo podía traducir cinco páginas. Los ritmos son cada vez más rápidos y el traductor es cada vez más dependiente de la máquina: depende de Internet por sus clientes, ya que no hay más relación directa con ellos, depende de la computadora por el material (el texto) porque todo el material se encuentra en la computadora y como todas las máquinas están conectadas, el material se encuentra disponible también para los clientes. El traductor es prácticamente un robot que traduce frase tras frase. Hoy, el 97 por ciento de las traducciones son técnicas, comerciales.

¿Y la traducción literaria?

–La traducción literaria se convirtió en algo completamente marginal, casi insignificante. Casi todo ya fue traducido, la traducción literaria es folklore.

¿Folklore? Pero todavía queda mucho por traducir... Una computadora no puede traducir a Villon al español.

–Traducir Villon al español,... eso ya se hizo. Si uno quiere vivir, si uno quiere estar bien pagado hoy, es necesario trabajar para Coca-Cola, para Toyota, el gobierno o la CIA... Son ésos los grandes clientes de la traducción. El traductor literario que traduce las novelas existe todavía, sí, pero no constituye más que el 5 por ciento de los traductores; todos los demás trabajan para la industria y el comercio.

Y el traductor que trabaja para la industria y el comercio, ¿usa la computadora?

–Sí, ahora se está llevando a cabo la mecanización de la producción de la traducción.

Pero una computadora no traduce, hablando propiamente.

–No, en la actualidad la computadora no es capaz de traducir propiamente hablando, pero surgió una nueva tecnología que llamamos “la memoria de la traducción”.

La memoria de la traducción... Es curioso, porque muchos profesionales de la traducción hablan de la traducción como olvido, especialmente los traductores simultáneos.

–Algo de eso hay, aunque es otro tema, pero mire: hay dos maneras de traducir con la computadora; por un lado, el sistema “palabra por palabra” que no da resultados excelentes...

Yo diría que da resultados horribles, más bien...

–Y, sí. Pero el otro método es la “memoria de la traducción”. Hoy, por ejemplo, cuando la empresa Toyota saca un automóvil a nivel mundial y necesita traducir documentos, publicidad y contratos del japonés al inglés, francés, español, va a contratar a un traductor para que haga ese trabajo por primera vez, pero inmediatamente después va a conservar la memoria de la traducción. Esto es: en una base de datos se encuentran explicadas todas las frases con sus equivalentes en otras lenguas. Esa es la pura lógica económica.

“Los traductores se ven en la situación de los obreros industriales de hace 100 años: hoy un traductor puede traducir 20 páginas en un día, mientras que, hace 20 años, sólo podía traducir cinco páginas. Es prácticamente un robot que traduce frase tras frase. Hoy, el 97 por ciento de las traducciones son técnicas, comerciales. La traducción literaria es folklore.”

¿Y entonces?

–Y entonces, si Toyota, algunos años después, saca el mismo auto en una versión de dos puertas, no va a volver a pagar una traducción completa sino que sólo va a hacer algunos ajustes indispensables, ya que ha memorizado la traducción precedente. Las empresas grandes capitalizan así memorias de traducción muy extensas, lo cual les permite disminuir muchísimo los costos; esto antes no era posible, ya que las máquinas de escribir no tenían memoria. Como las computadoras recuerdan todo, cuanto más pasa el tiempo, menos se le paga al traductor.

Y el traductor tiene que trabajar más rápido para poder vivir. Jean-François tendría que haber descifrado diez Piedras Rosettas... seguramente él...

–Es decir, al traductor le está pasando lo que sucedía con el obrero industrial de hace 100 años: como le pagaban cada vez menos, debía trabajar cada vez más. Como los obreros del siglo XIX, los traductores deberán defenderse, agruparse en sindicatos y corporaciones para demandarle al gobierno el establecimiento de reglas favorables.

¿Los traductores no tuvieron corporaciones en la Edad Media?

–No, nunca. Los abogados, los médicos, formaron enseguida corporaciones, con lo cual hoy gozan de privilegios increíbles, mientras que los traductores no tienen ningún privilegio, no tienen nada que los proteja: si el cliente no les quiere pagar, ellos no pueden hacer nada.

Es el problema de muchos hoy en día.

–Y sin embargo, el traductor es un actor esencial en la transmisión internacional de saberes. De hecho, es el que clausura la Edad Media traduciendo los textos del latín y el griego, y el que hace redescubrir a Aristóteles a Occidente a partir de versiones en lengua árabe...

Pero hoy, con la globalización, deberían...

–Sí, podríamos considerar también que el traductor de hoy es un héroe de la mundialización, o de la globalización como dicen los anglosajones. Pero en realidad es una víctima, no es otra cosa que una víctima de la mundialización. Veinte años atrás tenía todavía cierto prestigio, era un intelectual, llevaba corbata, fumaba pipa, conseguía trabajo y trabajaba cómodamente en su casa. Hoy, el traductor es un proletario, un free-lance, lo hacen trabajar tres semanas y lo echan. Todo es hipercompetitivo, rápido, hace falta trabajar cada vez más rápido, aunque sin ninguna garantía.

El personaje de la novela que estoy leyendo, Travesuras de la niña mala, de Vargas Llosa, es un traductor y no le va nada mal económicamente... Aunque es cierto que transcurre hace un par de décadas...

–¿Vio?

¿Y por qué no hablamos ahora de Jean-François Champollion?

–Hay una tradición lingüística en mi familia. Mi mamá, por ejemplo, era profesora de filología alemana. Yo, al principio, no trabajaba con los idiomas, estaba en el comercio, trabajaba con la importación y exportación entre Japón y Francia, hasta que me casé y quise hacer otra cosa; en ese momento me interesé por la traducción porque sabía hablar un montón de idiomas.

Como no podía ser de otra manera. Su tatarabuelo es un mito, un genio histórico. ¿No tiene alguna anécdota sobre él?

–Yo no diría anécdotas. Lo que sí me acuerdo es de que por culpa de él yo fui perseguido durante toda mi escolaridad. Yo no era muy brillante que digamos y mis profesores me decían: “¿Cómo con un nombre como el tuyo puedes ser tan idiota?”.

Pero supongo que usted estaba interesado en los trabajos de Jean-François.

–Sí, claro, muy interesado, pero no soy muy bueno con las lenguas muertas. Hice algo de latín, y eso es todo.

¿Qué idiomas conoce?

–Hablo japonés (mi esposa es japonesa), inglés, alemán y ruso. Hice muchas traducciones del ruso al francés, trabajé cuatro años en Moscú, en la época de la Unión Soviética...

Y otros idiomas... ¿el chino?

–No.

¿Es muy distinto el chino del japonés?

–Sí, completamente en el terreno de la lengua hablada. En cuanto a la escritura, un japonés puede leer del chino y comprender el sentido porque los japoneses usan la misma gama de caracteres que los chinos, pero la lengua hablada es completamente diferente.

Dígame... ¿y qué siente cuando ve la Piedra Rosetta en el Museo Británico? Supongo que no la ve como una piedra muerta...

–No, es difícil de explicar. Esa fue la pasión de Jean-François Champollion: la egiptología. En la época en que él trabajaba sobre el desciframiento de jeroglíficos, había un inglés que hacía lo mismo: un matemático, Thomas Young. Los ingleses tenían la verdadera Piedra Rosetta que está en el Museo Británico, mientras que los franceses tenían una copia. Young había estudiado matemáticas y pensaba que el desciframiento no podía ser más que matemático. Pero Jean-François conocía la lengua copta, la lengua correspondiente a los faraones.

El egipcio antiguo.

–Haciendo un rápido repaso histórico, la civilización egipcia dura unos tres mil años, después la civilización egipto-greca, después, la egipto-romana, después los árabes toman el control de Egipto hacia el año 700 e imponen el árabe. La lengua egipcia desaparece y nadie comprende los jeroglíficos.

“Mi tatarabuelo elaboró la hipótesis de que los grupos de jeroglíficos encerrados en cartuchos ovalados eran nombres propios. Uno de esos cartuchos empezaba con un sol, y en copto ‘sol’ se decía algo así como ‘re’. Supuso que ese nombre entonces era el de Ramsés. Y luego leyó el de Cleopatra. Hasta entonces, nadie había leído los textos sagrados de los grandes reyes egipcios milenarios.”

Ya nadie habla la lengua egipcia.

–Ahí está la cuestión: nadie, salvo pequeños grupos cristianos, los coptos, instalados principalmente sobre la costa de Alejandría. La liturgia todavía se daba en lengua egipcia, en copto, la lengua egipcia de la época de Cristo, que tenía la misma relación con el viejo egipcio que, digamos, el latín y el italiano del Renacimiento.

Y Jean-François aprendió el copto.

–Jean-François aprendió el copto. Pero, además, los ingleses pensaban que la escritura egipcia era puramente ideográfica, como el chino, que los símbolos no representaban una letra sino un sentido. Por eso intentaron, a partir de la matemática, encontrar correspondencias con el texto griego, pero no lograron hacerlo.

Y Jean-François siguió el otro camino.

–Y develó el secreto de los jeroglíficos: descubrió que la antigua escritura egipcia era, al mismo tiempo, fonética e ideográfica. Y pudo leerla. Elaboró la hipótesis de que los grupos de jeroglíficos encerrados en cartuchos ovalados eran nombres propios. Uno de esos cartuchos empezaba con un sol, y en copto “sol” se decía algo así como “re”. Jean-François supuso que ese nombre entonces era el de Ramsés. Y luego, leyó el de Cleopatra.

Y así, fue el primero en leer miles de años de escritura.

–Antes de él, nadie había leído los textos sagrados de los grandes reyes egipcios milenarios. Era una escritura secreta, mágica, que sólo los escribas, los prelados conocían y de la cual se llevaron los secretos a la tumba... Hay muchas cosas que los egipcios sabían hacer y que se perderán durante cuatro mil años porque eran un secreto: los secretos de la construcción de las pirámides, los perfumes, etcétera. Será necesario esperar a la época de María Antonieta, la antesala de la Revolución Francesa, para redescubrir el secreto de la fabricación de perfumes que se hacían en la época de los faraones. Necesitamos esperar hasta el 1750 para descubrir por azar, cuatro mil años después, una tecnología perdida porque no era conocida más que por la casta de los prelados.

Bueno, los orfebres romanos habían descubierto la manera de incrustar nanopartículas de oro en el cristal para que tuviera colores diferentes, un secreto que se perdió... nadie sabe cómo lo hacían.

–Es increíble la cantidad de secretos perdidos: se ha encontrado entre los incas bijouterie en malaquita para hacer collares, había agujeritos minúsculos en la malaquita para pasar un hilo extremadamente fino. Nadie se explica cómo lograban hacerlo. Nosotros sabemos hacerlo hoy, pero con maquinarias ultraperfeccionadas que tienen una precisión increíble dada por un láser... Es una pena que en los libros de historia no podamos aprender eso.

¿Una última palabra para terminar la entrevista?

–Creo que el hombre es infinitamente superior a la máquina, y que una computadora no podrá jamás igualar la inteligencia humana del traductor.

¿Y algo más sobre Jean-François, su tatarabuelo?

–Sí, que, en rigor de verdad, yo no desciendo exactamente de él sino de su hermano...

¿Cómo?

–Sí, Jean-François no era mi tatarabuelo sino mi tío tatarabuelo... Pero lo veo desconcertado...

Es que... bueno... ¿y ahora qué hago con todo esto que hablamos?

–Si quiere, le sugiero algo: tradúzcalo y escríbalo. Al fin y al cabo, Jean-François y su hermano eran muy unidos.

Sí, bueno... voy a ver... pero, ¿qué puedo hacer si en el diario no les gusta?

–Nada.

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